En opinión del magistrado émigré Bernardi, la ley no era la creación de un único gobernante sino «la acumulación de la razón de todos los siglos» y el «producto de las grandes revoluciones que habían tenido lugar en Europa durante el siglo XVI en religión, política e incluso literatura», convirtiendo a aquella época en una de las más memorables de la historia moderna (Bernardi, 1803, p. 3). Bernardi mencionaba los nombres no sólo de Burke, sino también de Claude de Seyssel, cuya Monarquía de Francia (1515) celebraba el carácter conservador y equilibrado de la «constitución» francesa (es el término que usa Bernardi). La comparaba con el absolutismo romano, el equivalente al «dominio corso» y a los «veinticinco años sin ley» de tiempos del propio Bernardi, que rechazaba la denominada (sin razón) «revolución» de su época.
Henrion de Pansey tenía una deuda similar con la vieja tradición jurídica. Se inspiró en Charles Dumoulin, el príncipe de los juristas del siglo XVI. Henrion alababa Francia por ser una «monarquía temperada» sometida a «leyes fundamentales» (Henrion de Pansey, 1843; cfr. Salmon, 1995). Tanto durante el periodo bonapartista como después, defendió el principio de la judicatura vitalicia y (citando, entre otros, a Montesquieu) afirmó que el príncipe nunca debía interferir con la «autoridad judicial». Fue magistrado durante el gobierno de Napoleón y presidente del Tribunal de Casación hasta su muerte, en 1829. Le compensaron por sus esfuerzos con una membresía honoraria en la «Escuela Histórica del Derecho», que no contó con discípulos en Francia hasta 1815 [5].
LA NUEVA HISTORIA EN FRANCIA
Antes de la Revolución, juristas e historiadores celebraban juntos las glorias y continuidades de la historia de Francia. Una de las expresiones más extraordinarias de este tradicionalismo es el resumen erudito de la historia constitucional francesa elaborado por Marie-Charlotte-Pauline Robert de Lezardière, publicado en 1792 bajo el título de Théorie des lois politiques de la monarchie française. Lezardière elogiaba la herencia germánica de la monarquía francesa y su «constitución política», término al que da un sentido similar al recomendado por Burke en la misma época (Lezardière, 1844; Carcassonne, 1927). Pocos libros se han publicado en un momento peor, y este nació muerto en el primer año de la República francesa. Medio siglo –y dos revoluciones– después, sin embargo, revivió gracias a Guizot, que logró publicarlo en 1844, cuando él y colegas suyos como Augustin Thierry y Jules Michelet ya habían dado forma a la «nueva historia» de la Restauración.
Durante la Restauración, cuando los académicos románticos empezaron a cobrar interés por el pasado medieval de la nación, el auge del anticuarismo reforzó el tradicionalismo jurídico (Gooch, 1913, pp. 130 ss.; Kelley, 2003; Mellon, 1958; Moreau, 1935; Reizov, s.f.; Stadter, 1948; Walch, 1986). Políticamente, quien tuvo mayor importancia fue sin duda Guizot, que se labró una gran reputación como historiador de la civilización antes de dedicarse a la política en 1830. Como afirmó en una clase durante un curso impartido en 1820: «Vamos a considerar las instituciones políticas de Europa a partir de la fundación de los estados modernos, desde la óptica del nuevo orden político surgido en la Europa de nuestros días […] En contra de nuestra voluntad y sin nuestro conocimiento, las ideas que ocupan el presente nos seguirán a cualquier parte del pasado que elijamos estudiar» (Guizot, 1852, p. 521). Según Guizot, que adoptaba un punto de vista deliberadamente whig, la lección que la política podía extraer de la historia era el gradualismo, y de ahí que «estuviera ansioso por combatir las teorías revolucionarias y por suscitar interés y respeto hacia el pasado histórico de Francia» (Guizot, 1858-1859, I, p. 300). Antes de la Revolución de Julio de 1830, habló de sus motivos y de los de otros adversarios del movimiento borbonista; «nuestras mentes estaban llenas de la Revolución inglesa de 1688», afirmó (Guizot, 1858-1859, II, p. 17). Para Guizot, 1830 era la culminación de la historia y el triunfo de la burguesía y de sus valores: «justicia, legalidad, publicidad y libertad». Esta era la «civilización» que Guizot alababa en sus cursos y obras publicadas. Suponía se haría realidad en cuanto se instaurara la Monarquía de Julio, por la que abogaba –un gobierno que no sólo representaba la culminación de la historia sino asimismo, en palabras de algunos observadores, «la victoria de los juristas».
El auténtico fundador de la «nueva historia» de la Restauración francesa fue Augustin Thierry, un discípulo de Saint-Simon, que rechazaba a la escuela filosófica y fue un escritor prolífico de historia popular, sobre todo de la Edad Media inglesa y francesa (Gossman, 1976; Smithson, 1972). Compartía totalmente la perspectiva whig de Guizot (con su presentismo y su anglofilia), quien, en 1836, le encargó recopilar las fuentes para escribir una historia del Tercer Estado desde la Alta Edad Media; un encargo significativo tanto desde el punto de vista académico como desde el ideológico. «¿Qué es el Tercer Estado?», había preguntado Sieyès en 1789. Y, respondiendo a su propia pregunta, había añadido: «todo», aunque hasta entonces no había sido «nada» y tan sólo había anhelado convertirse en «algo». Thierry recopiló materiales históricos para contestar a la pregunta de Sieyès y describir ese «algo» en lo que se había convertido el Tercer Estado: nada más y nada menos que en la nación misma. En su introducción a su colección de monumenta del Tercer Estado, describe el ascenso de los comunes y el «progreso de las diferentes clases no pertenecientes al estamento nobiliario [Roture] hacia la libertad, el bienestar, la ilustración y la relevancia social» (Thierry, 1866).
Para Michelet, la historia era a la vez una expresión de la universalidad humana, una lucha entre libertad y fatalismo, una épica nacional, una teodicea y una alegoría del yo; fue escribir historia lo que dio acceso a Michelet al gran canon de la literatura francesa. Pero también fue un gran explorador de «la gran catacumba de manuscritos» que habían sobrevivido a la Revolución. Y al igual que Thierry, escribió una historia metapolítica de autocreación nacional con ayuda de los monumentos jurídicos que constituían tanto las últimas voluntades del Antiguo Régimen como la profecía de la nueva Nación, que, según Michelet, era el legado final de 1789: el triunfo de la ley y la justicia que la primera revolución había prometido. La etapa final del proceso sería la de los tres «días gloriosos» de esa segunda revolución en la que la historia se transformaría en un «Julio eterno» para celebrar la victoria de la libertad sobre el «fatalismo» (Michelet, 1972, II, p. 217; Kelley, 1984a). La imposibilidad de resolver los problemas sociales de principios del siglo XIX y los sucesos de 1848 destruyeron tanto los sueños revolucionarios de fraternidad social –de una nación sin clases– como la monarquía constitucional misma. Pero el ideal burgués de una nación unificada bajo principios liberales se conservó bajo otras formas de gobierno, primero imperial y luego republicana.
En general, el pensamiento académico de juristas e historiadores cualificó, criticó o se opuso a los ideales de la acción revolucionaria basándose en la experiencia y en la inercia históricas. El derecho revolucionario, incluido el Código Civil, era necesariamente abstracto y no sólo había que interpretarlo sino, asimismo, aplicarlo a casos y problemas concretos. Esa había sido la función de la antigua «ciencia del derecho» y de la jurisprudencia, que procedía con arreglo al precedente o a las intuiciones de los jueces. Los historiadores posrevolucionarios también hacían hincapié en la existencia de fuerzas subpolíticas que obstaculizaban el cambio directo y el control que los defensores de la nueva ciencia social –la «ciencia de la legislación»– atisbaban. Participaron en el debate político con estos argumentos, aunque los constitucionalistas y teóricos macropolíticos no siempre los escucharan.
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