Aunque Hegel era la cabeza visible de la escuela filosófica, su intención era superar y reconciliar las concepciones históricas y filosóficas del derecho. Así como el derecho romano había surgido de leyes «positivas» concretas y aspiraba al estatus de «razón escrita» (ratio scripta), la ley positiva moderna debía intentar adquirir el nivel del derecho natural y de la sociedad civil para hallar su forma ideal en el Estado (Hegel, 1952, pp. 16-17; Kelley, 1991, pp. 252-257; Lucas y Pöggeler, 1986; Riedel, 1984). Es esta reconciliación entre la voluntad humana y la razón, en términos jurídicos, la que subyace al famoso lema de Hegel: «Lo que es racional es real y lo que es real es racional». Lo irónico es que lo que Hegel había unido en términos conceptuales, lo volvieron a separar sus discípulos. La «derecha» hegeliana interpretó este eslogan como una defensa del conservadurismo; la «izquierda» hegeliana, como un ideal que alcanzar por medio de la acción radical y, en último término, por la revolución.
EL ADVENIMIENTO DE LA LEY EN FRANCIA
Jules Michelet escribió: «Defino la Revolución como el advenimiento de la ley, el renacer del derecho y la generación de justicia», y esta noble visión persistió durante generaciones (Michelet, 1847-1853, introducción). En el siglo XIX el derecho, la historia y el pensamiento político adquirieron forma gracias a las ideologías y realidades de la Revolución francesa, pero luego les acosó su fantasma. Los juristas y los historiadores, al igual que los teóricos políticos, definían su postura ideológica con arreglo a la Revolución, tanto si se trataba del orden en el que se debían ocupar los asientos en la Asamblea como si hablaban de la extensión cronológica representada por las etapas sucesivas del gobierno revolucionario, la monarquía constitucional, el despotismo y la vuelta a la monarquía constitucional, con ciertas gradaciones intermedias. Al igual que los teóricos políticos, los juristas e historiadores debían explicar, interpretar y juzgar el conjunto de sucesos sin precedentes y únicos que definían al «Antiguo Régimen» aunque era evidente que ya no existía (Kelley, 1987, pp. 319-338). Los especialistas en historia y derecho se vieron abocados a analizar mejor la base social e institucional y las relaciones humanas en el contexto de esa «sociedad civil» que se distanciaba cada vez más del Estado. En palabras de Portalis: «Las nuevas teorías no son más que sistemas inventados por individuos, las máximas antiguas representan al espíritu de los tiempos» (Portalis, 1844, p. 84). Era una forma de distinguir no sólo entre la ciencia del derecho y la jurisprudencia, sino asimismo entre una teoría política basada en la razón universal y la utilidad, y otra basada en la historia y en la experiencia; ambas contraposiciones resultan fundamentales para la historia del pensamiento político.
Tal como era concebida por sus partidarios, la Revolución exigía prioridad en el proceso histórico y estaba por encima de las convenciones jurídicas. Los «hombres de leyes» (hommes de loi) hicieron más que ningún otro grupo por formular las metas de la Revolución a partir de 1789 (cfr. Fitzsimmons, 1987; Kelley, 1994; Royer, 1979). No es que existiera acuerdo alguno sobre cómo hacer realidad los ideales de la justicia, pues de nuevo la profesión jurídica estaba muy polarizada; había desde émigrés reaccionarios como Nicolas Bergasse hasta entusiastas jacobinos como Robespierre. Donde se encontraban los extremos era en el debate sobre la creación de un «nuevo orden judicial» y, sobre todo, de un código de leyes nacional que, a juicio de los bonapartistas entusiastas, conduciría a la perfección social y a la unidad política, pero que los críticos conservadores consideraban un instrumento más que emplear en la incesante agitación de la condición humana.
Para quienes preferían una interpretación estricta, el Código seguía siendo una expresión de la voluntad soberana. En las discusiones preliminares, el comité de redacción se enfrentó al problema de las lagunas temporales en la comunicación de las normas jurídicas, que, una vez propuestas, tardaban dos semanas en publicarse y en entrar en vigor. Napoleón, que asistió a muchas de estas reuniones, afirmó que eso era «una ofensa a la voluntad nacional» (cfr. Kelley, 1984, p. 43) [2]. Los redactores del Código llegaron al acuerdo de hacer los cálculos del tiempo necesario para comunicar a las provincias las órdenes legislativas (un día para cada veinte leguas a partir de París desde el primer día y, desde el Département del Sena, a partir del tercer día). De manera que la voluntad general mutó rápidamente en voluntad imperial, que emanaba concéntrica y matemáticamente de su fuente legislativa y se proyectaba sobre su fundamento nacional en forma de moral y obediencia.
La obsesión con una voluntad general revolucionaria, consular e imperial explica la suspicacia de Napoleón ante abogados y jueces. Al igual que Justiniano, Napoleón prohibió cualquier interpretación de su Código y, de hecho, la primera vez que se mencionó el asunto en las discusiones preliminares, los juristas imperiales expresaron su horror ante la posibilidad de que los jueces pudieran alterar la voluntad legislativa (cfr. Kelley, 2001). Según una máxima antigua, la interpretación de la ley estaba reservada al legislador. Los redactores bonapartistas advertían que, si se ignoraba esa regla, se volvería a los abusos del Antiguo Régimen, al antiguo imperio feudal, a causa del bucle creado por la interpretación judicial (Fenet, 1827, VI). Napoleón creía que, pese al cuidado con el que actuaba la escuela de interpretación literal, el denominado «culto de 1804», eso era exactamente lo que ocurriría si se reinstauraba la abogacía; si se seguía acumulando jurisprudencia; si los maestros de derecho de la nueva Université napoleónica disputaban entre sí alterando el carácter de la norma; si los historiadores analizaban las complejidades de la historia de la misma y si los debates internacionales sobre la naturaleza de la ley minaban la sencilla teoría de la soberanía legislativa [3].
Retrospectivamente, lo que era cada vez más evidente no era tanto lo que había destruido la Revolución como las continuidades y pervivencias que resurgieron con la Restauración. En parte era la antigua tradición jurídica, que había logrado sobrevivir de manera oficiosa en tiempos de la Revolución primero y durante la reactivación bonapartista después, una tradición cuya mentalidad llevaba consigo mucho de la teoría y la práctica jurídica del Antiguo Régimen. El derecho revolucionario e «intermedio» recurrían al precedente, las partes principales del articulado del Código de Napoleón se basaban en la obra de R. J. Pothier y de otros juristas del antiguo orden, y los juristas y magistrados de la Restauración decidieron reforzar deliberadamente los vínculos con los padres fundadores de su gremio (A.-J. Arnaud, 1969).
Juristas como Portalis, P. P. N. Henrion de Pansey, Charles Toullier y P.-J. Proudhon reestablecieron o reforzaron, de formas diversas, las continuidades jurídicas con las tradiciones feudales, corporativas y parlamentarias del Antiguo Régimen. Historiadores franceses como Augustin Thierry, François Guizot y Jules Michelet desarrollaron proyectos paralelos en el ámbito de la historia académica y de la «resurrección», en palabras de Michelet (Kelley, 1984, pp. 93-112, 2003, pp. 141 ss.).
Esta visión continuista tenía, en parte, un fundamento político, sobre todo entre los adversarios y víctimas de las políticas revolucionarias y bonapartistas. Las opiniones conservadoras de Portalis se oyeron por vez primera en los debates preliminares para la redacción del Código, pero se siguieron expresando durante toda la Restauración. Portalis rechazaba las «falsas doctrinas sobre el contrato social y la soberanía, así como las falsas premisas de la libertad extrema y la igualdad absoluta». Lo que Portalis recomendaba al comité era elaborar el texto del Código del Pueblo Francés, como lo llamaban en origen, atendiendo a la reforma gradual de leyes e instituciones, basándose en la experiencia práctica y no en la perfección teórica. En contra de la mentalidad revolucionaria que exigía una utopía de la noche a la mañana, Portalis proclamó la necesidad de «honrar a la sabiduría de nuestros padres, que dieron forma al carácter nacional» [4].
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