Lo que imprimió a estas cuestiones cierto carácter de urgencia e inmediatez en el siglo XIX fue la experiencia de la Revolución francesa, que se convirtió en el foco de atención de todo debate jurídico o histórico. Los liberales y socialistas la consideraban el inicio de un glorioso futuro en nombre de la perfectibilidad y el progreso, y los conservadores y reaccionarios la denunciaron como la fuente de todo mal en el mundo. Pero, tanto si se la contempla como la culminación de las fuerzas de la nación como la despótica némesis de la independencia nacional, la Revolución sigue siendo un gran reto para los historiadores, un modelo para la teoría política y una prueba para los metarrelatos políticos a gran escala (Lucas, 1988).
En el siglo XIX, el concepto general de «revolución» tuvo gran importancia en el pensamiento político, no sólo como fenómeno, un rasgo peculiar de la historia moderna desde la Guerra Civil inglesa, sino también como núcleo de cuestiones sobre la estructura social y el cambio político. Para los historiadores, la revolución era un conjunto de acontecimientos extraordinarios y dramáticos que suponían un reto para su capacidad de interpretación. Para los juristas era una ruptura de la continuidad que no sólo amenazaba a la legitimidad de las instituciones existentes, sino asimismo a sus presupuestos y viabilidad. Para los pensadores políticos, un punto de intersección entre el ejemplo más duro para la ciencia política y el juicio de valor político más fundamental. Tras 1815, el debate sobre la naturaleza de la revolución tuvo lugar entre dos extremos. Uno de ellos consideraba que el año 1789 era la fuente de todos los problemas del momento, y el otro lo alababa como la gran esperanza para el futuro de la humanidad. En cierto modo, fueron los historiadores y los juristas quienes intentaron mantener este diálogo a un nivel cívico y práctico.
A largo plazo, la sociedad europea que había surgido de los calamitosos eventos de los periodos revolucionario y napoleónico se transformó drásticamente, pero puede que algo menos desde el punto de vista de los académicos del derecho y de la historia, quienes escrutaban por debajo de los titulares, los debates diplomáticos, la geografía política y la teoría constitucional, que de los observadores políticos y los críticos (Kelley, 1994). En las leyes y en la experiencia histórica, la continuidad con el Antiguo Régimen –en la mentalidad, las costumbres sociales, las convenciones jurídicas y la organización económica– resultaba cada vez más obvia, sobre todo en el caso de aquellas personas y grupos dedicados a continuar y extender una agenda revolucionaria basada en la «libertad, igualdad, fraternidad».
ESCUELA HISTÓRICA Y ESCUELA FILOSÓFICA
«La historia debe verse a la luz de las leyes y las leyes a la luz de la historia», afirmó Montesquieu (Montesquieu, 1751, XXX, p. 2). Bien se puede decir que este es el lema de la jurisprudencia del siglo XIX o, al menos, el punto central del debate. En general, el aforismo de Montesquieu ilustra la naturaleza anfibia de la ley, que, por un lado, es sabiduría acumulada de siglos y, por otro, debe ser juzgada con arreglo a la realidad histórica. En el Antiguo Régimen imperaba la costumbre y, casi siempre, se dejaba que la historia arrojara luz sobre la práctica y la teoría de la jurisprudencia, mientras que la Revolución juzgaba la historia a la luz de su concepto del derecho y sus deseos de cambio social. Los juristas y pensadores políticos posrevolucionarios tendían a argumentar desde estos dos polos ideológicos. Ambas posiciones se definían respectivamente como la «escuela filosófica», que extraía su inspiración de las ideas del derecho natural derivadas de Grocio, Pufendorf, Barbeyrac y otros iusnaturalistas, y la «escuela histórica», basada en el «derecho positivo», en la idea de la evolución del derecho y en las críticas a las teorías abstractas del derecho natural (Gierke, 1934, 1990; Thieme, 1936, pp. 202-263; Stein, 1980). Los debates entre ambas escuelas reverberaron mucho más allá de los confines del derecho e incluso del pensamiento político del siglo XIX.
La escuela filosófica se asentó en Francia, que, en vísperas de la Revolución, se convirtió en un laboratorio social para probar teorías y aspiraciones. En 1791, la Asamblea Nacional expresó su determinación de «redactar un código de derecho civil común para todo el reino» y dos años después el ciudadano (posteriormente conde) Cambacérès presentó su primer «proyecto» de código civil nacional. «¡Lo que la época esperaba con devoción ha llegado para garantizar el imperio de la libertad y enmendar los destinos de Francia!», proclamó, añadiendo que pretendía, nada más y nada menos, que regenerar, perfeccionar y «verlo» todo a la luz del espíritu del despotismo ilustrado y más concretamente de la ingeniería social jacobina (más tarde bonapartista) (Fenet, 1827, I). «Legisladores, filósofos y juristas», declaraba Cambacérès en su «Discurso sobre las ciencias sociales» de 1798, «esta es la época de las ciencias sociales [la science sociale] y, permítaseme añadir, de la auténtica filosofía» (Cambacérès, 1789; cfr. Gusdorf, 1978, VIII, p. 401; Head, 1985, p. 109; Moravia, 1974, p. 746). Los debates entre la escuela filosófica y la histórica –representadas respectivamente por el radicalismo de Rousseau y el relativismo histórico de Montesquieu– eran parcialmente una disputa en torno a la naturaleza de este nuevo campo, el de las «ciencias sociales» (un término de nuevo cuño).
En las deliberaciones oficiales sobre el Código Civil sostenidas por el comité de redacción instaurado por Napoleón (1800-1804), vemos al espíritu de Rousseau y de Montesquieu peleando póstumamente por el alma política de Francia (Bonnecase, 1933; Gaudemet, 1904, 1935). En aquel comité, Cambacérès representaba la búsqueda de la perfectibilidad y de la codificación de la voluntad general por medio de una ciencia infalible de la legislación. Su rival era el ciudadano (más tarde conde) Portalis, discípulo de Montesquieu, a quien no gustaba el espíritu revolucionario y «robespierrista» del plan original, que en su opinión «abusaba del espíritu filosófico» (Portalis, 1827). «La doctrina de los redactores es que debemos preservar todo aquello que no sea necesario destruir» (Portalis, 1844, p. 69), y concluía: «¿Cómo podemos controlar la acción del tiempo? ¿Cómo podemos resistir al curso de los acontecimientos o a la imperceptible fuerza de la costumbre? ¿Cómo saber y calcular por anticipado lo que sólo la experiencia nos puede enseñar? ¿Se puede extender la previsión a objetos que ni el pensamiento mismo puede aprehender?» (Fenet, 1827, I, p. 469; Schimséwitsch, 1936).
Estas cuestiones anticipaban las críticas más extensas del famoso manifiesto de 1814 de Savigny: De la vocación de nuestro siglo para la legislación y para la ciencia del derecho (Savigny, 1831). En el siglo XVIII, escribió Savigny, «Los hombres ansiaban nuevos códigos, que, al ser muy completos, garantizaran una administración de justicia de precisión mecánica». El resultado fue la obra bonapartista, que «irrumpió en Alemania y la fue carcomiendo, poco a poco, como un cáncer…» (Savigny, 1831, p. 18). Savigny publicó pasajes de debates anteriores sobre el texto del código francés, en los que hablaba de la contradicción entre la simplicidad jurídica y la complejidad social, refiriéndose, en concreto, a los argumentos conservadores de Portalis. Fue esta violación jurídica de la historia lo que originó el manifiesto de Savigny en 1814 y condujo a la formulación de una pregunta crucial: «¿Qué influencia ejerce el pasado sobre el presente?», a lo que Savigny añadió: «¿y cuál es la relación entre el ahora y lo que será?». El asunto se convirtió automáticamente en el problema central de la Escuela Histórica del Derecho y en uno de los dilemas básicos del pensamiento político del siglo XIX.
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