La influencia de la Escuela Histórica alemana llegó incluso al Nuevo Mundo, que evidentemente no estaba lastrado por un pasado feudal como Europa, pero, aun así, mostraba un patrón de evolución similar. «El derecho norteamericano surgió de la necesidad, no de la sabiduría de los individuos», escribió George Bancroft (quien había estudiado en Alemania) refiriéndose al periodo de la Revolución norteamericana. «No fue un legado de ultramar; surgió de la mente americana como algo natural e inevitable, pero por medio de una evolución lenta y gradual. La idea sublime de una nación unida aún no había nacido» (Bancroft, 1876, IV, p. 568).
En vísperas de la Revolución francesa, el pensamiento político alemán bebía en la tradición jurídica de diversas formas. La idea del Estado de derecho (Rechtsstaat), acuñada por K. T. Welcker en 1813 y popularizada por Robert von Mohl, era una alternativa atractiva (y en cierto sentido apolítica) al Estado absolutista o arbitrario (Polizeistaat) y al basado en la voluntad popular (Volksstaat) de Rousseau y Robespierre. Esta ciencia jurídica del Estado (Staatswissenschaft) sugería la posibilidad de una vía media entre progreso y reacción, y se vio reforzada por la labor de constitucionalistas como K. S. Zachariae, que defendía la «antigua constitución» germánica con sus libertades anejas comparables a las alabadas por ingleses y franceses (Kreiger, 1957, p. 253; Stahl, 1830; Whitman, 1990, pp. 95-96, 141-143).
Cuando intentaron dilucidar la base adecuada para un gobierno tan moderado surgieron desavenencias en las filas de la Escuela Histórica y del «nuevo profesorado» del siglo XIX. Por un lado, estaban Savigny y sus partidarios, que afirmaban que la «recepción» del derecho romano había empezado en el siglo XV y que la tradición «moderna», al basarse en la recepción del usus modernus Pandectarum de Justiniano, requería una estructura jurídica romanista. Por otra parte, estaban los disidentes, incluidos el antiguo discípulo de Savigny Jacob Grimm, que consideraba que lo importante era la costumbre alemana creada por el pueblo, y su excolaborador Eichhorn, que fundó una nueva revista «germanista» en 1839 (Mittermaier, 1839). Según C. J. A. Mittermaier, otro desertor del bando de Savigny: «Nuestro derecho es contrario a la conciencia nacional, a las necesidades, las costumbres, las actitudes y las ideas del pueblo» [8]. Su concepción democrática del derecho no tenía nada que ver con la del seguidor de Savigny G. F. Puchta, que en su libro sobre derecho consuetudinario afirmaba que la costumbre era en realidad una creación de los juristas, no del Volk, aunque entendía que, aun así, encarnaba el espíritu nacional (Beseler, 1843; Puchta, 1828).
CONSERVADURISMO Y RADICALISMO EN INGLATERRA
En Inglaterra existía una estrecha y venerable alianza entre la historia y el derecho, inherente a la tradición del derecho común y de la «constitución antigua». Para Edmund Burke, en cuya obra se basó Savigny, la historia era «un gran libro […] desplegado para nuestra instrucción, del que extraer los materiales de la sabiduría futura de entre los errores del pasado y las flaquezas humanas» (Burke, 1969, p. 247; Blakemore, 1988). Burke comparaba 1789 con 1688. «Nuestra revolución», afirmaba, «se llevó a cabo para preservar nuestras antiguas e indisputables leyes y libertades; la Ancient Constitution, en la que se basa nuestro gobierno, es nuestra única garantía de ley y libertad» (Burke, 1969, p. 117). Burke hacía una comparación injusta entre el ejercicio del derecho en Francia e Inglaterra, señalando que la «ciencia de la jurisprudencia […] es la razón acumulada de los tiempos», no una tarea que emprender con la «mera apoyatura de la metafísica de un estudiante, o las matemáticas y aritmética de un recaudador de impuestos» (Burke, 1969, pp. 193, 299).
Burke hablaba de política al modo francés, pero podría haber aplicado sus críticas a las doctrinas utilitaristas de Jeremy Bentham, cuyas ideas sobre la codificación lo distanciaban tanto de la escuela filosófica como de la histórica. El concepto de derecho de Bentham se basaba en una teoría psicológica que soslayaba o evitaba toda noción de conducta colectiva más allá de los impulsos y metas individuales. «¡Oh, extraña simplicidad!», exclamaba, «al servicio de la belleza, la sabiduría, la virtud, ¡de todo lo que es excelente!» [9]. Aunque rechazaba las ideas jacobinas sobre la naturaleza humana, Bentham se mostraba conforme con algunas de sus nociones radicales en torno a la reforma jurídica. Le gustaba sobre todo la eufórica sugerencia planteada por Adrien Duport en los debates sobre el «nuevo orden judicial» de 1791, de que la nueva sociedad podría prescindir de los profesionales del derecho: «¡No más jueces!», exclamaba. «¡No más tribunales!» [10]. Esto casaba bien con el ideal benthamiano de que «todo hombre es su propio abogado».
Bentham despreciaba a los abogados profesionales y su cauto tradicionalismo. Ridiculizaba la «sabiduría de nuestros ancestros», a la que calificaba de «cuento chino», y denominaba al miedo a la innovación «el argumento del coco [hobgoblin]» (Larrabee, 1952, pp. 34, 43). Bentham consideraba a William Blackstone un mero expositor y anticuario cuya doctrina, más que falsa, carecía de sentido. Blackstone afirmaba que «esa antigua colección de máximas y costumbres no escritas que constituyen el derecho común, por confusa que sea y venga de donde venga, ha existido en este reino desde tiempo inmemorial» (Blackstone, 1862, p. 16). Bentham consideraba esto una patraña, y su primera crítica fue a «la ciencia [del derecho] del veneno que él había introducido en el derecho» (Blackstone, 1862, p. 16; cfr. Bentham, 2008). Lo que Bentham pretendía era transformar la costumbre no escrita en derecho escrito, dar al derecho común el estatus de ley y convertir lo que únicamente era un recuerdo jurídico confuso y vago en un sistema racional, basado no sólo en oscuros ideales de justicia sino, asimismo, en metas definibles elegidas por su utilidad y en una teoría general de la naturaleza humana.
Estas actitudes están en la base de los proyectos de Bentham para la ordenación judicial. El primero fue un plan elaborado para la Asamblea Nacional francesa en diciembre de 1789 y el último una propuesta de 1822 a «todas las naciones que profesen opiniones liberales» (Bentham, 1789, 1822). Bentham asumía que, uniendo «los principios de la moral y las leyes», bastaría la psicología individual (sobre todo la psicología «asociacionista» de David Hartley) para fundamentar la teoría social y las políticas públicas. En términos generales, el sistema de Bentham partía de un desprecio olímpico hacia la historia, de una teoría simplista de la conducta humana y de una estrategia legislativa guiada por el «cálculo» de placeres y dolores y el concomitante principio de utilidad; unidos a su enfoque lógico-intuitivo, podían ofrecer una alternativa «radical» tanto a la escuela histórica del derecho como al iusnaturalismo. Sus seguidores consideraban a Bentham el teórico supremo de la ciencia de la legislación. Otros, como William Hazlitt, veían en él a «un niño», a un signo desafortunado de los tiempos (Hazlitt, 1828, p. 172).
John Austin, discípulo de Bentham, aplicó sus ideas más directamente al derecho. Sus Lectures on Jurisprudence llevan un subtítulo tomado de Gustav Hugo: La filosofía del derecho positivo. Austin estaba, sin embargo, en las antípodas de la Escuela Histórica y de su reverencia hacia la costumbre popular como fuente última de la ley. Consideraba Austin que la costumbre no se convertía en ley por medio del consentimiento de los gobernados sino por orden del Estado. Tampoco la «interpretación» matizaba el argumento, pues no implicaba más que «establecer nuevas leyes bajo la apariencia de explicar las antiguas» (Austin, 1873, I, p. 27; Morrison, 1982), algo que no consideraba objetable. «No comprendo cómo una persona que ha estudiado el tema puede suponer que la sociedad hubiera sobrevivido si los jueces no hubieran aplicado el derecho, o crea que existe peligro alguno en concederles un poder que han ejercido, de hecho, para compensar la negligencia o la incapacidad del legislador» (Austin, 1873, I, p. 191).
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