El golpe militar ocurrido en Chile en septiembre de 1973 ha sido materia de estudio y análisis en centenares de documentos, en el país y el mundo entero.
Estudiosos de distintas corrientes, críticos y partidarios del golpe de estado han esgrimido argumentos para sostener sus posiciones.
De un lado, una enorme cantidad de antecedentes y testimonios que muestran que en el país se instauró una dictadura militar que utilizó gran cantidad de efectivos armados para detener, torturar, encarcelar, ajusticiar sumariamente y hacer desaparecer a miles de chilenos y ciudadanos extranjeros avecindados en Chile. Del otro, argumentaciones destinadas a demostrar que Chile se encontraba en la ingobernabilidad, «invadido» por guerrilleros extranjeros, quienes, junto a miles de militantes de la Unidad Popular, tenían previsto el ajusticiamiento de opositores y la instauración de un régimen marxista-leninista en el país. No tengo la pretensión, y ni siquiera lo intento, de explicar en detalle los pros y los contras del Gobierno de la Unidad Popular, no obstante no ignoro lo vivido en dicho periodo, más aún cuando es por esa causa por la que se me busca, detiene y tortura.
La razón fundamental que me llevó a realizar este trabajo es responder al compromiso de honor asumido por un grupo de «prisioneros de guerra», entre los que me encontraba, de relatar y denunciar lo sucedido en la comuna de San Bernardo en esos aciagos días, al inicio de la dictadura. Considero que ha llegado el momento de comenzar a descorrer definitivamente el velo que durante años ha cubierto lo sucedido en el Cerro Chena. Todos ellos, sobrevivientes, ajusticiados y desaparecidos, fueron detenidos por militares o carabineros y pasaron por uno de los cuarteles de la Escuela de Infantería de San Bernardo.
Prácticamente ninguno de los responsables, a excepción de uno que recibió una condena ridícula, como al final de este libro se consigna, ha sido detenido, sometido a proceso y condenado, pese a ser de conocimiento público sus antecedentes y de que existen testimonios irrebatibles de lo que hicieron. Esta situación, a todas luces anómala, ha posibilitado hasta ahora una dolorosa impunidad, que, unida al silencio cómplice de muchos que aún se resisten a confesar el grado de participación que tuvieron en los hechos, no permite todavía limpiar la mancha que pesa sobre la comuna de San Bernardo y sobre toda la sociedad.
La decisión de una jueza, designada con dedicación exclusiva para investigar la desaparición de los ciudadanos Jenny Barra Rosales, Manuel Rojas Fuentes y Luis Fuentes González, y la valentía de algunos sobrevivientes del campo de prisioneros aludido, que venciendo temores han recorrido lugares y reconocido a militares que estuvieron destinados en el campo de prisioneros, ha permitido que parte de la verdad comience a desvelarse.
Necesidad de un testimonio
El relato descarnado de mi experiencia se asemejará sin duda a lo vivido por miles de chilenos y puede llegar hasta a ser ínfimo, ante el infierno vivido por otros. Pese a la dura experiencia, soy un hombre afortunado, ya que estoy con vida y puedo dar testimonio de lo sucedido.
Este trabajo es el cumplimiento de una palabra empeñada; me disculpo por haber tardado 28 años; es la síntesis de horas de conversación entre cautivos vendados. Conversaciones que muchas veces fueron un susurro y que se interrumpieron ante la llegada diaria de los señores de la muerte que laceraban los cuerpos o el golpe artero que caía sobre los que desafiaban la orden de silencio. Es hacer público el mensaje de amor, y la petición sincera de perdón a la compañera, la esposa, la mujer que quedó esperando en casa el retorno de quienes nunca más volvieron. El mensaje, a los hijos que crecerían solos, de que nunca se les olvidó. Las intervenciones recogidas en este texto están escritas tal y como se vivieron, con los errores idiomáticos tan frecuentes entre nosotros, con los chilenismos que usamos cotidianamente.
Este libro es la experiencia de un muchacho de población 1que siendo muy joven se formó en el allendismo 2más que en la militancia partidista. Que escuchaba ansioso las experiencias de viejos militantes comunistas, quienes lo llevaban regularmente junto a otros muchachos y muchachas en un viaje por el tiempo, relatándoles las experiencias y luchas de los salitreros, los obreros del cobre y del carbón, los campesinos. Que aprendió de su abuelo el respeto a los trabajadores por encima de todo. Es también el relato de hechos vividos con anterioridad al golpe militar, de la realidad vivida durante el Gobierno de Allende por el pueblo, y la muestra de la furia de sus opositores.
Quienes ejecutaron las órdenes tenían claro dónde debían golpear. Así, hogares obreros y campesinos, sin desmerecer a los profesionales e intelectuales consecuentes, fueron los más golpeados, porque ahí y no en otra parte estaba la base de sustentación del poder popular. Los aprehensores supieron siempre a quién asesinarían. Jugaron con los prisioneros y sus familiares al gato y al ratón. Se mofaron de la fe y la esperanza de los que buscaban a los suyos. Sin embargo, cometieron un error del que deben de estar arrepentidos hasta el día de hoy:
no contaron con que la memoria retendría hechos y verdades que fueron haciéndose públicos, incluso cuando la dictadura seguía vigente.
Ciertos actores de la vida nacional acostumbran de tanto en tanto a llamar a la unidad y la armonía entre compatriotas. Para que tal deseo se haga realidad nos invitan a reconciliarnos. A los afectados por la dictadura y a sus familiares les piden desarrollar en su corazón la capacidad de perdonar.
–Que ya son muchos años –dicen.
–Que no podemos vivir permanentemente en el pasado –declaman.
Invitan a mirar al futuro sin rencores, como si fuera tan fácil después de todo lo sucedido. Se niegan siquiera a darse cuenta de que son muchos los que aún remueven la tierra buscando restos de los suyos. Parecen desconocer que muchos dejaron la vida sin conocer el lugar donde fueron arrojados sus seres queridos. Decenas de familias viven esperando saber si «algunos huesitos» encontrados en algún lugar de este largo país se corresponderán en definitiva a sus seres queridos, esos a los que sacaron de casa o que fueron detenidos en la calle hace tantos años.
No me corresponde juzgar a quienes se declaran reconciliados y se dan el perdón en actos públicos. Por ahora sigo preguntándome lo que hacen muchos. ¿Reconciliarme, perdonar, a quiénes y por qué? Ni uno solo de los que torturaron y asesinaron reconoció sus culpas abiertamente, ni menos ha pedido perdón de corazón en estos años. Como mucho, han calificado de «excesos» todos los actos brutales que se cometieron, e insisten en responsabilizar a las víctimas de lo que sucedió.
No hay reconciliación ni perdón mientras no se sancione a cada uno de los culpables. Ni perdón ni olvido, es la consigna de los que buscan sin encontrar, de los que perdieron a los suyos, y está plenamente vigente. ¡Justicia!, nada más, pero nada menos. Es lo que reclamaremos hasta que la verdad se descubra en su totalidad.
Quiénes hicieron posible reconstruir parte de la historia
Todo este paciente trabajo de reconstruir la memoria histórica no hubiera sido posible sin la entrega sin pausas y con amor de los familiares de detenidos desaparecidos y de ejecutados políticos.
La perseverancia de Mónica Monsalves, hija de Adiel, uno de los ferroviarios fusilados, dirigente de la Agrupación de Familiares de Ejecutados Políticos, quien encabeza las «velatones» 3que cada 6 de octubre se hacen en la entrada del cuartel militar donde llegaban los detenidos.
La persistencia y el tesón de Laurisa Rosales, madre de Jenny Barra, quien participa desde finales de la década de los años setenta del siglo pasado en la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos.
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