AAVV - En el primer siglo de la Inquisición española

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En los tiempos inmediatos a su creación por los Reyes Católicos, el Santo Oficio de la Inquisición era un organismo poco articulado pero muy dinámico. Durante los siguientes cien años, evolucionó progresivamente hasta convertirse en una institución. Por el camino fueron quedando las víctimas, sobre todo las dos grandes minorías religiosas, judíos y musulmanes, a quienes la conversión al cristianismo, voluntaria o forzosa, puso a los pies de los caballos; pero también esa concepción medieval de la autonomía política que hacía del foralismo un escudo frente a las injerencias del poder monárquico. Las fuentes documentales que permiten analizar esa evolución proceden de los archivos inquisitorios y de fondos regios. Este volumen recoge las experiencias que medievalistas y modernistas de España y Francia han recabado en el terreno de estudio de la primera Inquisición.

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A pesar de los gritos y de los incidentes provocados por una algarada protagonizada por algunos jóvenes que, la tarde del 1 de junio de 1455, andaban en procesión exigiendo la conversión de los moros o su muerte − facen-se christians los moros o muyren!− , el saldo del asalto no deja de ser llamativo. Unos cuantos muertos por ambos lados, pero ningún convertido a la fuerza. Aunque asaltantes y de autoridades cristianas insistieron en presentar los hechos como un pogromo −empleamos este término como sinónimo de asalto−, lo cierto es que se trató de una pura y simple acción de rapiña, robo y botín, más bien escaso éste último, por cuanto los habitantes de la aljama la habían abandonado y puesto a buen recaudo sus bienes. La derivación del asalto en sublevación abierta fue atajada de raíz. La morería tardó al menos tres años en volver a ocuparse. A decir de un viajero milanés de principios del XVI, era entonces más pequeña que antes del asalto, pero estaba muy bien organizada y su visión resultaba agradable al visitante. La comunidad mudéjar de Valencia, constituida en «aljama en el exilio» bajo la protección del señor de la vecina Manises, o refugiada en las morerías más próximas de Benaguassil, Mislata y Paterna, se defendió bien; desde luego, con el apoyo de Alfonso V y de Juan II de Aragón, así como de una parte de las autoridades valencianas, en especial del baile general del reino, Berenguer Mercader, quien, por otra parte, no hacía sino cumplir con su obligación. No me dilato más en el episodio y concluyo: no hubo un solo convertido mudéjar. 19

Si bien existen, en el siglo XV, algunos ejemplos de conversión voluntaria, la documentación que hemos trabajado no apunta precisamente en esa línea. Más aún, a partir de los años de 1470, las fuentes hablan de una clara recuperación de la población mudéjar del reino, con una mayor presencia en las actividades productivas y en la vida laboral. Tampoco abundan las fuentes documentales en la imagen historiográfica tradicional y preconcebida de esos pobres siervos mudéjares instalados en míseras parcelas y sometidos a la dura presión de los señores, ni mucho menos. La evolución de centros como Xàtiva, el valle del Vinalopó, Alzira, la propia Valencia, así como la fundación de nuevas morerías por parte del rey, de los señores laicos y eclesiásticos, y un cierto apoyo urbano, ponen en cuestión en el medio urbano la demasiado reiterada fórmula de la oposición entre cristianos y mudéjares. Y, sin embargo, la tensión progresaba lentamente. En 1475, un ama de casa de Valencia, Caterina Romeu, denunciaba los insultos que había recibido de varios moros borrachos a causa de los ladridos de su perrita. El incidente se explicaba «porque eran moros, infieles de la santa fe católica». 20

Resulta obvio que la presión anti-musulmana aumentaba a medida que la guerra de Granada progresaba, terminando por erradicar la presencia política del islam en suelo peninsular. Si bien la fórmula del mudejarismo continuará empleándose, como en el caso de Granada, el modelo estaba caduco a finales del XV. Una pura medida coyuntural. Las posteriores revueltas mudéjares, ante el incumplimiento castellano de las condiciones acordadas en los pactos de rendición, ya no se saldaban con reubicaciones territoriales, expulsiones puntuales o negociaciones. Terminaban con la conversión forzada o la expulsión definitiva hacia tierras norteafricanas. La expulsión de los judíos en 1492, y las actuaciones del Santo Oficio ya desde los años anteriores, son indicios claros de que la fórmula se había agotado. Los acontecimientos de 1501-1502 en Castilla, donde los mudéjares fueron obligados a convertirse a la fuerza o a emigrar «allende, a tierra de moros», y la liquidación navarra de la zona de Tudela en la década posterior, con la conquista castellana de ese reino, parecen demostrar el sentido del cambio: la eliminación de los mudéjares como elemento social.

Los agermanados de Valencia volvieron a asaltar la morería de la capital a principios del siglo XVI, en 1519, y dirigieron su violencia contra unos mudéjares que presentaban como columna del sistema feudal contra el que decían luchar. Matan moros, pero ahora sobre todo los convierten. La acción política final, apoyada en los decretos de conversión forzosa de los mudéjares valencianos promulgados por Carlos I, significa el principio del fin del mudejarismo en el reino. Se convierten y se les concede cierto plazo, sobre todo de cara a la acción inquisitorial contra ellos −cifrado entre 20 y 40 años−, para asimilarse a la sociedad cristiana. Un aplazamiento que ni esa misma sociedad ni sus componentes estaban dispuestos a respetar, ni tampoco la mayoría de los convertidos pretendía sostener. Había nacido el morisco.

La implantación del Santo Oficio en tierras valencianas marcó, pues, el inicio de un rápido proceso de eliminación del grupo mudéjar. La sociedad cristiana lo expresaba cada vez con mayor claridad tanto en sus niveles más inferiores como entre sus élites cultas. La Iglesia planteará una escalada progresiva con el apoyo completo del naciente estado moderno. Aunque despacio, se caminaba hacia la «solución final», demorada aún hasta 1609: era el fin de la presencia islámica, siquiera degradada en la sub-sociedad morisca. Los pasos previos: asistencia obligada a sermones de franciscanos y dominicos, imposición de la ocultación, la invisibilidad, cuando tenían lugar manifestaciones de religiosidad cristiana, recordemos las normativas sobre el paso del viático, el trabajo dominical y el ruido que provocaba o la asistencia obligada a sermones. Únase a esto la represión del culto islámico, no siempre unánimemente aceptada por todos los cristianos (es el caso, por ejemplo, de algunos señores feudales), o la problemática de los alminares, aunque podríamos invocar aquí el triunfo del arte cristiano denominado «mudéjar», o la llamada a la oración, la çala , que debería realizarse en voz baja y sin estruendo. Todos estos hechos advierten también de la distancia que existían entre las normativas oficiales y las realidades coetáneas, en muchos casos seguramente con actitudes más abiertas y comprensivas hacia los mudéjares.

Las propias reacciones de cierre y defensa frente a los conversos, a través, por ejemplo de las prohibiciones y severas penas por tildarlos de «tornadizos» o «retajados», apuntan a una doble reacción negativa entre ambos grupos que convertía la imagen del converso, al menos en el caso mudéjar, poco menos que en una utopía imposible. Si la represión inquisitorial vino a dotar de una cierta coherencia y de una falsa identidad a los conversos de judío, en el caso de los conversos mudéjares los condenaba al desarraigo y a un doble ostracismo social. Pocos se salvaron de esta situación. Quizás los antiguos aristócratas granadinos, que de manera individual engrosaron las filas de la guardia personal de los monarcas Juan II o Enrique IV de Castilla, y que terminaron convirtiéndose al cristianismo. 21 Lo ha narrado y explicado Ana Echevarría. Pero la singularidad no deja de ser excepcional, y su seguimiento a medio plazo en el tiempo no deja de suscitar dudas acerca de una elección acertada por sus agentes.

Tampoco el destino de los conversos mudéjares alcanzará los niveles dramáticos del moro de Novelda que, a finales del siglo XIV, tras su conversión voluntaria al cristianismo, fue invitado a una cena donde sus antiguos correligionarios lo sodomizaron reiteradamente como castigo. Tampoco encontró más que un tibio apoyo moral por parte del monarca aragonés. Ninguna autoridad cristiana hizo nada efectivo por castigar el delito. 22

El apartamiento y el exilio, interior y exterior, se acentuó al hilo de las continuadas sospechas que los propios cristianos viejos albergaban contra unos conversos que jamás serán reconocidos como tales: serán «nuevos convertidos» a la espera de que el cambio de ocupación, de domicilio y el paso del tiempo obrasen lo que las gentes del momento no estaban dispuestas a hacer: aceptarlos e integrarlos.

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