La polémica sobre
la cultura de masas en el periodo de entreguerras
Una antología crítica
S. Kracauer, J. B. Priestley, V. Woolf, R. G. Collingwood, Th. W. Adorno
La polémica sobre
la cultura de masas en el periodo de entreguerras
Una antología crítica
Raúl Rodríguez Ferrándiz (coord.)
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Estètica & Crítica
Romà de la Calle, director
Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.
© De las introducciones: Raúl Rodríguez, Enric Mira, Marisol Campello y Kiko Mora, 2012
© De las traducciones: Vicente Jarque, Kiko Mora, Marisol Campello y Raquel Lobo, 2012
© De esta edición: Universitat de València, 2012
Coordinación editorial: Maite Simón
Diseño del interior: Inmaculada Mesa
Fotocomposición y maquetación: Celso Hernández de la Figuera
Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera y Maite Simón
ISBN: 978-84-370-9208-9
Índice
INTRODUCCIÓN, Raúl Rodríguez
NOTA A LA PRESENTE EDICIÓN
ANTOLOGÍA DE TEXTOS
S. KRACAUER
El ornamento de la masa
Estudio introductorio, Enric Mira
EL ORNAMENTO DE LA MASA
J. B. PRIESTLEY
A un highbrow
V. WOOLF
Middlebrow
Estudio introductorio, Marisol Campello
A UN HIGHBROW
MIDDLEBROW
R. G. COLLINGWOOD
El arte y la máquina
Estudio introductorio, Kiko Mora
EL ARTE Y LA MÁQUINA
TH. W. ADORNO
Sobre la música popular
Estudio introductorio, Raúl Rodríguez
SOBRE LA MÚSICA POPULAR
BIBLIOGRAFÍA GENERAL
Introducción
Raúl Rodríguez
CONDENADAS MASAS
El término «cultura de masas», que tuvo su edad de oro (o de plomo, según se mire) desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta los años setenta, 1ha sufrido un proceso de desgaste: se diría que las «masas» han dejado de ser una categoría sociológica, y lo que tenemos son nichos de mercado cultural, consumidores de cultura muy segmentados, como en otros ámbitos del consumo, y de adscripciones volátiles y erráticas: se habla ya, de hecho, de sociedad y cultura «postmasivas». En cuanto a la «cultura», no se sabe muy bien qué cosa es, pero sin duda parece reventar las costuras de los trajes que le sirvieron en otras épocas, presa de una elefantiasis galopante. 2
Ahora bien, para saber a dónde han ido a parar las «masas», al menos en tanto destinatarias de una cultura, es necesario reconstruir su avatar, extremadamente complejo a pesar de las connotaciones un tanto groseras del término: entre la física y la panadería. Parece que el término latino «massa» aplicado a multitudes humanas se remonta nada menos que a la Vulgata (Romanos 8, 29 y 9, 21). De allí lo toma San Agustín ( Enchiridion , cap. XXVII) junto a sus complementos - massa damnata o massa perditionis - que parecerán en general, a partir de entonces, una redundancia: por supuesto que la masa es la condenada masa, sea en el más allá o en el más acá. 3
En cierto modo, hablar de «masas» había sido siempre un recurso para afirmar la propia individualidad irreductible de quien las nombra, porque las masas son un conglomerado imposible de abarcar salvo mediante alejamiento/simplificación un tanto miope: las masas se deshacen en cuanto las situamos ante el teleobjetivo, incluso ante unas gafas bien graduadas. La novedad de la modernidad con respecto a las masas no ha sido el desprecio o el aborrecimiento, sino la sorpresiva incomodidad y luego el temor, como si las masas hubieran dejado de ser obviamente «condenadas masas» y sin embargo parecieran beneficiarias de dones o de prerrogativas que nadie se habría atrevido a concederles antes, de una presencia que ya no es meramente física, visible (las masas eran aquello sobre lo que se podía disparar), sino disueltas, permeadas, infiltradas en cierto modo en toda institución política, económica, social y ¡ay!, cultural también.
Y así, quien forjó eso de «cultura de masas» sin duda pretendía dar cuenta de un fenómeno nuevo, y parece obvio que en su opinión la «cultura» a secas era algo nunca antes asociado a las masas. Es decir, había algo intrínseco en la cultura que la hacía refractaria o al menos ajena a las «masas». Antes de «cultura de masas» se habían acuñado otras fórmulas que son expresión del mismo desconcierto: «soberanía de masas», «producción de masas», «ornamento de masas» (cfr. Kracauer en esta misma antología), «ídolos de masas» (Löwenthal) incluso «sociedad de masas» (Arendt) y hasta «civilización de masas» (Leavis). La expresión «cultura de masas», sin embargo, parecía la más peliaguda, la de digestión más penosa. Poseía un ingrediente añadido: debía provocar primero hilaridad, luego estupefacción, pero después inquietud.
De hecho, «masas», en su uso moderno, debió adquirir carta de naturaleza sociológica a partir de rasgos específicos, entre los cuales no es aventurado incluir el que decretaba precisamente su reluctancia a cualquier «cultivo», porque el cultivo es una tarea individual, solitaria, reconcentrada, aplicada a su objeto y no pendiente y menos todavía necesitada de la presencia de otros sujetos, que para colmo no están en la masa en tanto suma de individuos agrupados en razón de algún interés común o algún propósito, sino que se diluyen en un magma indistinto y respiran al unísono sin demasiada conciencia de ello, en virtud de un contagio, una sugestión, bien recíproca o bien inducida por un líder. Suponer que las masas podían merecer y apreciar una cultura, o que alguna instancia estaría interesada en poner una cultura a su disposición, era peregrino, por no decir –todavía– escandaloso.
Y sin embargo, paradójicamente, parece evidente que las masas adquirieron notoriedad con fenómeno digno de la atención de la mirada sociológica –más allá de la mera agrupación física, del fenómeno «de las multitudes», como decían Le Bon, Poe o Baudelaire, o «de las aglomeraciones» como decía Ortega– precisamente cuando una forma de «cultura» (libros, filmes, programas de radio, discos, revistas ilustradas destinados a ellas y por ello necesariamente estandarizados) las aglutinó. Es decir, que las masas, cuando ya no fueron abarcables de un vistazo (como desde una atalaya superior y a salvo de ellas), alcanzaron masa crítica precisamente por compartir, entre otras cosas, una cultura material, por acceder a unos medios de comunicación «de masas» cuya disponibilidad y difusión consentían precisamente hablar de masas de usuarios y consumidores de esa «cultura». Es decir, cuando las masas rebasaron cualitativamente la mera agrupación física para conformar agrupaciones psíquicas, mentales, aunque deslocalizadas, vía el acceso a las mismas fuentes de información y de entretenimiento.
2. CULTURA DE MASAS COMO OXÍMORON
En cualquier caso, la voluntad de quienes forjaron la etiqueta «cultura de masas» era inequívocamente polémica. De forma sin duda mayoritaria, su intención era deplorar esa situación en que la cultura se rebajaba a las masas, no enardecerse con la perspectiva de unas masas que se ganaban con esfuerzo su acceso a la cultura. Es decir, era la cultura la que debía transformarse para ser poseída por las masas, no las masas las que alcanzaban una educación del gusto tal que les permitiera disfrutar de una cultura incólume ante sus limitaciones y eventuales demandas. Es más hacedero adulterar la cultura que refinar a las masas. Las masas refinadas dejarían por ello mismo de ser masas (porque el refinamiento lleva implícita la selección de aquello que se disfruta y la distinción que se desprende de esa selección), la cuestión es si la cultura adulterada para el consumo masivo seguiría siendo cultura: de ahí el escándalo de la «cultura de masas».
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