De hecho, la radicalidad con que se produjo en algunos casos la sustitución de popular culture (referida a los productos industriales consumidos por masas sobre todo urbanas a través de los medios de comunicación masivos o la distribución masiva de bienes culturales) por mass culture –el caso de Dwight MacDonald es paradigmático– delata una voluntad de preservar lo «popular» de cualquier infección característica del fenómeno de masas: no cabe confundir, parece reprocharse MacDonald, las folk-songs con el music-hall y el vodevil, los bailes populares con el can-can , el fox-trot o el cha-cha-chá , los cuentos tradicionales con los seriales radiofónicos o las soap-operas , populares pero de otra manera.
En efecto, el crítico cultural a menudo descargó sus baterías contra la mass culture desde una doble atalaya a salvo de la planificación y racionalización culturales, de la «cultura administrada»: desde luego la cultura «cultivada», pero también la cultura popular del folclor, el artesanado, la tradición autóctona. 10Abominar de la cultura de masas supuso con frecuencia exaltar a un tiempo estos paraísos perdidos de distinto signo, hermanados en la nómina de la especies extinguidas o en vías de extinción. De la misma manera que en los inicios de la era burguesa la aristocracia decadente idealizó al campesino, los críticos culturales selectos idealizaron al pueblo frente a la masa: la intelectualidad de finales del XIX y primeras décadas del XX prefirió con mucho al «paisano» como modelo humano, porque al fin y al cabo su ruda austeridad, su falta de refinamiento alimentaban también su respeto por los cultivados, mientras la cultura de masas en cambio se deploraba en tanto inapelablemente alienada, artificial, superficial, homogeneizadora. 11
Ahora bien, es difícil negar absolutamente la dimensión popular de la cultura de masas con el argumento de que esa «popularidad» es inducida por instancias no populares, instancias de las que se da por descontado el carácter manipulador y envilecedor. Al contrario, es legítimo calificar de «popular» aquello que ingentes cantidades de personas escuchan, leen, compran, consumen y disfrutan. Sin duda tendríamos que ponernos de acuerdo sobre lo que significa «pueblo» y «popular», términos de tan enmarañada definición como la propia «cultura», y que no hacen sino multiplicar su complejidad cuando se cruzan, pero muchos críticos culturales parecen suscribir una visión arcádica de lo que es una genuina «cultura popular». Como dice Stuart Hall, «no hay ninguna «cultura popular» autónoma, auténtica y completa que esté fuera del campo de fuerza de las relaciones de poder cultural y dominación» (Hall, 1984: 100), es decir, la pretensión de coherencia, autosuficiencia, integridad de una cultura popular es una mistificación: lo popular, en todo caso, se mide y se recorta constantemente –pero de forma constantemente nueva, fluctuante– con respecto a la cultura de elites o dominante, en un campo de batalla de continuas escaramuzas, capturas y conversiones, deserciones que engrosan el bando contrario, de forma tan absolutamente dinámica que cualquier inventario de lo popular –como de lo selecto, en realidad, a pesar de que la biblioteca o el museo parecen siempre crecer sin cuestionarse la historicidad de sus cánones– es una instantánea, una coyuntura volátil que contradice la anterior y será desmentida por la siguiente. Pero eso resulta demasiado cercano y familiar a lo que ocurre con la cultura de masas con respecto a la cultura culta como para no reparar en la continuidad del proceso: ni la cultura popular era tan homogénea ni la cultura de masas tan homogeneizadora como se pretendía.
4. DE CULTURA DE MASAS A INDUSTRIA CULTURAL
Pues bien, los textos que presentamos en las páginas que siguen corresponden todos ellos a autores que reflexionaron sobre la cultura de masas en su momento inaugural, inaugural no tanto del fenómeno –que ya había dado muestras más que evidentes de su pujanza y de su proyección: en la prensa y el folletín, en la fotografía y el cine, en la radio y en la fonografía industrial– cuanto de la reflexión sobre el mismo y de la acuñación de categorías que pretendieran explicarlo. No es exagerado decir que son todos ellos textos donde se gestan las categorías que ordenarán durante el siguiente medio siglo la reflexión sobre la cultura, así como el papel que juega en ella esa otra categoría del «intelectual»: ocio de masas (Kracauer), reproductibilidad de la cultura (Collingwood), perfiles y niveles culturales (Priestley y Woolf), incluso una teoría del receptor y los efectos (Adorno).
Todos los textos se enmarcan en el periodo de entreguerras, en Gran Bretaña, en Alemania y en el exilio norteamericano de un judío alemán, e incluyen a tres ensayistas, a medio camino entre la filosofía y la estética (Kracauer, Collingwood y Adorno) y aderezado con categorías sociológicas (en el caso de Kracauer y Adorno), y dos literatos, también inclinados al ensayo (Priestley y Woolf). La cuestión de la estratificación de los niveles culturales y la polémica sobre las virtudes y desatinos del juicio de gusto atribuido a cada uno es el argumento sobre el que giran los textos de Priestley y Woolf, en abierta polémica. Acción y reacción, solidarias, se mueven de un panorama diádico (propenso al fácil maniqueísmo) a un panorama tripartito (más complejo, de geometrías variables) del gusto. La reproductibilidad técnica de la cultura y su problemática conciliación con la actividad artística y su aspiración a la permanencia, a la inagotabilidad es el tema en el que Collingwood incursiona, anticipándose tal vez unos pocos años a Benjamin. Ilustra a la perfección el recelo del intelectual ante las «máquinas» culturales (la fotografía, el cine, la radio, la fonografía) y la ingenuidad de sus defensores desde el populismo educativo: la divulgación no puede evitar la vulgaridad. La estandarización del producto cultural y por ello su necesidad imperiosa de pseudonovedades publicitarias, que sirve a los públicos a la vez para evitar el aburrimiento y el esfuerzo, es el tema de Adorno: en él se vislumbra la insuficiencia de la categoría de «masas», pues el mercado y la industria no dejan de generar distinciones rentables (distinciones que, dicho sea de paso, prevén e incluyen por supuesto al que se pretende «distinguido» culturalmente de iure ). Quizá el texto de Kracauer, el más antiguo, sea el más apartadizo, por visionario y quizá el peor comprendido en su época. Ilustra el desconcierto del intelectual ante la irrupción, en la próspera y culta Alemania de la República de Weimar, de la cultura popular estadounidense: un ocio que no deja de ser negocio, una diversión taylorizada. En él se vislumbra que los espectáculos de masas lo son en un doble sentido: no sólo para las masas , sin su concurso más que pasivo, sino también de las masas , es decir, la forma en que la masa tiene de espectacularizarse, de convertirse en objeto de su propia contemplación, más que espectacular, especular: que la masa alcance a verse reflejada en una especie de narcisismo de masas del que hablaría también Benjamin diez años después.
Nos detenemos precisamente en el albor de la categoría «industria cultural», que gestan Adorno y Horkheimer a mediados de los años cuarenta, pero que se lee entrelíneas en todos ellos, como si el término fuera el precipitado natural de un aire del tiempo, en suspensión todavía entre la intelectualidad de la época. Sin duda «industria cultural» era otro monstruo terminológico no menor que «cultura de masas». Si las masas parecían refractarias, prima facie , a la cultura en sentido recto, también lo parece la industria, pues la cultura, cuya punta de lanza son las bellas artes y las bellas letras, se diría incompatible con la industrialización: las musas inspiradoras o el genio creador casan mal con la producción en serie, planificada, con la división del trabajo y con la búsqueda del rendimiento económico y la ampliación de mercados. De manera que «industria cultural» y «cultura de masas» parecen dos fórmulas de referirse al mismo fenómeno, dos fórmulas que pretendían denunciar más que disimular la anomalía que contienen, y que en todo caso se diferencian en poner la primera el acento en la producción, como la segunda lo hace en la recepción. Ahora bien, es indudable que «industria cultural» aporta matices distintos. Al acercar la producción de cultura a cualquier otra producción industrial del capitalismo avanzado, ya no es tanto el rasgo de la homogeneización el que prevalece, sino, precisamente, el de la –falsa, impostada- diferenciación. No es ya tanto producir algo adecuado al gusto de todos, sino más bien que todos y cada uno perciban que sus gustos personales e intransferibles tienen en el mercado quien los represente, refleje, alimente. Impedir, por todos los medios, que la sospecha de ser masa arruine nuestro disfrute narcisista, que el hecho de compartir nuestros gustos y disgustos acaso con cientos de miles de otros seres no empañe el gesto soberano de nuestra elección.
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