AAVV - La polémica sobre la cultura de masas en el periodo de entreguerras

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La polémica sobre la cultura de masas en el periodo de entreguerras: краткое содержание, описание и аннотация

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Este libro pretende ilustrar el debate sobre la cultura de masas en su momento inaugural y sin duda más apasionado: el periodo de entreguerras del siglo pasado. Los textos elegidos, todos inéditos hasta ahora en español excepto uno, vienen comentados y anotados por especialistas en la materia para acercarlos al lector de hoy. Se reúnen en este volumen textos que pertenecen a pensadores, críticos y creadores que reflexionaron sobre el auge de la cultura de masas, sus causas y sus efectos. No es exagerado decir que se trata de textos donde se gestan las categorías que ordenarán durante el siguiente medio siglo la reflexión sobre la cultura, así como el papel que juega en ella el «intelectual»: ocio de masas (Kracauer), reproductibilidad del arte y la cultura (Collingwood), perfiles y niveles culturales (Priestley y Woolf), incluso una teoría del receptor y los efectos (Adorno).

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Es decir, el crítico cultural casi siempre distinguió muy bien, con matices distintos, entre una (sub)cultura industrial sin tapujos, llamada unas veces brutish o coarse (Shils, 1959), otras lowbrow o masscult (Woolf en esta misma antología, Lynes, 1954 y MacDonald 1969) y otras mero entretenimiento o diversión (Collingwood en esta misma antología, Arendt, 1961) –la de la música «gastronómica», las publicaciones deportivas y del corazón, la pornografía y el cómic violento, el cine de serie B, las fotonovelas o radionovelas o culebrones– y otra, llamada por algunos «semicultura», «pseudocultura» o «pseudoformación» ( Halbbildung en Adorno y Horkheimer, 1989: 175-199), cultura mediocre (Shils) y middlebrow o midcult (Woolf, Lynes 6y MacDonald) –la de los best sellers literarios, las biografías noveladas, cierto ensayismo tópico pero con excipientes filosóficos, históricos o científicos, un presunto cine de autor, cierta discografía artística. La primera no aspira a ninguna dignidad y sale en busca de su público con franqueza y descaro. La segunda halaga con malas artes la vanidad intelectual de un público de diletantes que busca la distinción con respecto a aquel otro «brutal», pero no alcanza ni con mucho verdadera elevación artística: la artisticidad y no el arte, la sensiblería y no la sensibilidad son sus pobres recursos, los afeites con que maquilla su venalidad y su oportunismo. Es más, es el propio afán desmedido de distinción lo que la arruina inapelablemente: la distinción no puede ser el fin de las propias elecciones culturales, sino el efecto no pretendido conscientemente de la sensibilidad y el criterio a la hora de elegir aquello que se contempla, escucha o lee.

El debate sobre las masas y la cultura que merecerían o a la que podrían aspirar, pues, se movió entre una imagen dicotómica que opone la masa, como horda temible, a la cultura auténtica, cuyos monumentos arrasaría para levantar sobre los escombros su campamento de subsistencia (esa «invasión vertical de los bárbaros» de la que hablaba Ortega, tomando la expresión de Rathenau), y una visión más matizada y sutil, que distingue, en el aglomerado informe de la masa, un ansia burguesa de distinguirse, un prurito de remedar los modos del gusto aristocrático sin poseerlo: comprándolo. Hecha esa distinción, e identificado el mal en quien no se aviene a aceptar su condición subalterna, los gustos de la «masa» podrían quedar relativamente a salvo frente a los degenerados de los parvenus culturales. Y así, una de las defensas teóricamente posibles de la cultura de masas era la que pretendería convertirla en la heredera, en tiempos modernos, de la cultura popular, del folclor. El vínculo sería la condición intelectualmente humilde, la falta de cualificación, de los fruidores de ambas culturas. Pero a nadie podía escaparse que esa cultura popular tradicional lo era no sólo porque la disfrutaba el pueblo, sino porque también la creaba el pueblo (o al menos la preservaba, a menudo enriqueciéndola), mientras la cultura industrializada no tiene una base popular. Mientras la cultura popular-folclórica parece cosa de comunidades relativamente pequeñas y cerradas, del ámbito rural, bien en forma de productos manufacturados (artesanía) o en forma de canciones, cuentos, obras de teatro, ceremonias o fiestas participativas, la cultura de masas es un fenómeno planificado y producido industrial y tecnológicamente, distribuido y comercializado en grandes áreas del planeta por empresas multinacionales y consumido en entornos sobre todo urbanos de forma esencialmente pasiva.

Es decir, en línea de principio era difícil confundir la cultura popular –en el sentido que le dio Herder a finales del siglo XVIII– con la cultura de masas que nació al menos un siglo después, sobre todo porque la primera miraba al pasado –y las recopilaciones, antologías valoraban sobre todo la transmisión a lo largo del tiempo, la preservación de una tradición en su prístina pureza- mientras que la cultura de masas parecía desentenderse y hasta despreciar ese pasado, pues su público había emigrado a la ciudad y en ese ambiente cosmopolita, ajetreado, mecanizado y de máquinas también culturales y comunicativas, que exalta la novedad, la moda y su rápida rotación, la sola mención de ese pasado –sentido como atraso– del que se había escapado era inoportuna.

Con todo, en algunos textos de referencia –como en el de Adorno que recogemos en esta antología– persistió el empleo del término «popular» para referirse a lo que aquí consideramos «masivo», y quizá ello se deba en parte a que en la tradición anglosajona especialmente las expresiones popular culture y mass culture se emplearon y se siguen todavía empleando a menudo, con matices, como sinónimos. 7Esa peculiaridad puede ser explicada por varios motivos no excluyentes. Por un lado, una parte al menos de la tradición anglosajona antepone el factor de la recepción y los efectos al de la producción y los media , y por lo tanto, desde ese punto de vista, la cultura industrializada es desde luego cultura «popular» en el sentido en que puede llamarse «soberanía popular» la democracia por sufragio universal y directo. Que haya unas elites del capitalismo industrial que planifican, producen y difunden la cultura de masas (como que haya una clase política que administra y gestiona lo público) no resta, desde ese punto de vista, «popularidad» al fenómeno desde el punto de vista de sus destinatarios (consumidores o ciudadanos). En segundo lugar, parece evidente que la cultura norteamericana hizo prácticamente tabula rasa del pasado precolonial y del acervo indígena, que no permeó de manera relevante su cultura popular: ésta es ya casi ab initio una cultura industrializada y su «folclor», que se remonta como mucho a la conquista del Oeste y a la Guerra Civil, ya fue servido en forma de novelitas de género de distribución masiva, de cómics y poco después de filmes de Hollywood (no hay, digamos, una Ilíada o un Cantar del Mío Cid o de los Nibelungos , o un ciclo artúrico para el Far-West, excepto en forma ya impresa y distribuida en masa, o bien cinematográfica). 8Y en tercer lugar porque la expresión «masas» era sospechosa de criptocomunismo en la época maccarthysta –como si no hubiera sido empleada por Ortega y muchos otros nada sospechosos–, y en general «cultura de masas» connotaba una posición muy crítica con la gestión capitalista de la cultura, de manera que la escuela funcionalista norteamericana mantuvo siempre reticencias hacia la fórmula -como hacia la de «industria cultural»– más propias de los radicals . 9

Esa cuestión terminológica no debe hacer perder de vista la corriente de fondo que anima las relaciones entre la cultura popular (en el sentido del folclor) y la cultura de masas. Porque en rigor la tentación historiográfica y crítica más común ha sido glorificar la cultura popular para mejor denigrar la cultura masiva. Ya hemos visto arriba cómo el crítico cultural que habló de «niveles de cultura», fuera aristocrático o «radical», salvó en cierta manera el lowbrow e intentó convertirlo en aliado en la pugna desigual del highbrow amenazado contra el invasivo y pretencioso middlebrow . Una de las tácticas, de hecho, era la de ver las apetencias culturales del lowbrow como una forma de folclor industrializado, valga la peregrina contradicción. Otra táctica, quizá más coherente, fue hablar de «niveles de cultura», sí, pero exceptuar a la cultura popular de cualquier jerarquización, ubicándola en un limbo ajeno al cielo de los cultos y al infierno de los pseudocultos o los decididamente vulgares, de los filisteos o de los embrutecidos, un reino de inocencia, de espontaneidad, de creación colectiva y frecuentemente anónima: primitivismo, purismo, comunalismo, ruralismo eran sus rasgos, ajenos tanto a la sofisticación y a la autoconciencia creadora pero resabiada de la cultura ilustrada como a la estandarización mercantil y la heterónoma nivelación a la baja de la cultura de masas. Una tentación que sin duda se deja notar en el texto de Collingwood que recogemos abajo.

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