Por decirlo con todas sus letras, quienes forjaron y emplearon el término «cultura de masas» en general pretendían contraponerlo, en tanto pseudocultura, cultura adulterada, rebajada, diluida, a la alta cultura, la cultura de elites o la Cultura tout court , entendida en el sentido de la excelencia artística, literaria, del pensamiento y de la ciencia. Es decir, la cultura masiva sería para sus impugnadores –pues de eso se trataba– esa cultura a la que hay que poner un adjetivo que en parte la niega, porque en su devenir se ha apartado de lo que ha sido cabalmente entendido por cultura desde hace mucho tiempo: esa cultura animi que Cicerón imaginó emparentada metafóricamente con la agricultura, es decir, en realidad un «cultivo», una «crianza», un cuidado afectivo, esa cultura que alcanzó dignidad moderna hacia la segunda mitad del siglo XVIII en las naciones más ilustradas, que se llamó civilisation en Francia, Bildung en Alemania, refinement en Inglaterra, términos que hablaban en su idioma de un común esfuerzo civilizador, de educación, de mejora moral y de ennoblecimiento del gusto (Bauman, 2006: 73-91), y que contemplaban un horizonte de carácter supranacional. Horizonte que comparte desde luego la cultura de masas, pero al que opone, sin embargo, una especie de igualación a la baja: es decir, el horizonte de la cultura de masas parece la difusión de la cultura, no su mejoramiento y progreso; es cuantitativo y no cualitativo, es un producto rentable, no un proceso. La cultura de masas procede adecuándose a un gusto medio, no desafiándolo o estimulándolo para que aspire a algo mejor, consuela con la vuelta de lo conocido, no enriquece con el escalofrío de lo nunca experimentado 4.
Son muchas las definiciones de cultura, pero aquella contra la que se recorta el término «cultura de masas», aquella frente a la que contrasta chillonamente, aquella a la que pretendía zaherir, insultar con la pretensión de un parentesco, es esencialmente una. Quizá fuera Matthew Arnold quien más sucintamente la definió, en 1869: «lo mejor que ha sido pensado y dicho en el mundo» (Arnold, 1935: 44-45). La cultura era la suma de perfecciones singulares y al tiempo universales, intemporales y absolutamente valiosas, y por lo tanto siempre «in minority keeping». Esa minoría detentaba y hacía valer un privilegio natural, como natural era el torpor que atenazaba el entendimiento de la mayoría. Esa situación no sólo era irremediable, sino que habría sido una tragedia remediarla.
F. R. Leavis retoma en 1930 la herencia de Arnold, pero confiesa que aquel lo tuvo más fácil: en su propia época, viene a decir Leavis, se hace necesario explicar y justificar por qué la cultura (en ese sentido) es cosa de minorías, como también hizo notar Ortega por las mismas fechas. El gusto estético capaz de juzgar de primera mano, que permite no sólo apreciar los valores de cultura de los grandes del pasado –Dante, Shakespeare, Baudelaire– sino también reconocer a sus últimos descendientes, es una gracia que no sólo conlleva distinción, sino también responsabilidad, pues de los agraciados depende tanto la conservación de la tradición –siempre vulnerable– como de los «estandards implícitos» que establecen en cada época qué es relevante y qué secundario, en qué dirección nos movemos, dónde está el centro y dónde la periferia (Leavis, 1930: 3-5). Según Leavis el declinar de la cultura se debe a un colapso de la autoridad que recaía en las minorías, y el proceso a su juicio sólo podría ser revertido o al menos ralentizado con una educación militante capaz de promover la resistencia contra la cultura de masas y la discriminación entre sus productos más dañinos y los más inocuos. Las ficciones populares del cine o de las novelas románticas estaban entre los primeros, pues ofrecían compensación y distracción en vez de genuina «recreación» (Leavis y Thompson, 1977: 3-5 y 100).
En cualquier caso, la masa, fuera cual fuese la posición política desde la que se hablaba, causó espanto casi sin excepción a todos aquellos que se atrevieron a relacionarla con la cultura. De hecho los primeros pronunciamientos sobre la mass-culture , fueran conservadores (Arnold, Spengler, Ortega, Collingwood, Eliot, Leavis) o progresistas (Kracauer, Adorno y Horkheimer, Rosenberg, Löwenthal, Broch, Greenberg, MacDonald) desconfiaron siempre del ideal de extender la cultura con mayúsculas a multitudes, sólo que en aquellos el argumento se hacía explícito y en éstos se expresaba mediante circunloquios y medias palabras: se derivaba insensiblemente desde el discurso sobre los niveles de calidad de la cultura a los niveles de competencia estética, de ejercicio del juicio de gusto, de los fruidores de esa cultura (Carey, 2009). Que en unos casos la razón esgrimida fuera natural (la incapacidad congénita de la mayoría para degustar la cultura, privilegio de unos pocos) y en otros artificial (la alienación narcótica provocada por los medios masivos y el bombardeo publicitario, que inhiben la aspiración al cultivo y con él su vocación de cuestionamiento permanente de lo existente) no afectan al núcleo del asunto y apuntan a un esencial acuerdo de base: para unos y para otros, elite en cualquier caso, la «promoción de la cultura» era un disparate, pues la cultura auténtica no es susceptible de promoción, sino gracia concedida a almas sensibles, o iluminación de almas despiertas, vigilantes y resistentes.
Es decir, el ideal de paideia , pedagógico, que latía en el origen mismo de la cultura como cultivo del espíritu, cede ante la avanzada de la cultura como 1) don gracioso, que o se posee de nacimiento o es inútil inocular (de manera que la cultura no se adquiere –la sola resonancia mercantil de la adquisición repugna-, sino que se es o se está en ella, pero eso suena a don hereditario, a privilegio de clase) o 2) espejismo que se aleja conforme nos acercamos a él, porque las condiciones objetivas del trabajo en la sociedad industrial imponen un ocio entregado al entretenimiento, que busca huir al tiempo del aburrimiento y del esfuerzo (Bourdieu y Darbel, 2003).
La inevitabilidad del fenómeno llamado «cultura de masas» y su previsible auge era corolario de lo anterior, tanto para los críticos conservadores como para los progresistas de los años treinta a cincuenta del pasado siglo, aunque discreparan sobre sus consecuencias: para unos era la anarquía –por decirlo con la expresión de Matthew Arnold, el verdadero arquetipo intelectual de la crítica conservadora–, para los otros en cambio la apatía , el conformismo. Para unos la cultura de masas socavaba las jerarquías y los cánones del buen gusto, imponía en todas partes la tiranía de su gran número –una tiranía acápite y maleducada, nada de despotismo ilustrado– y amenazaba con su desprecio la continuidad de la tradición, en particular la de sus ejemplos más sutiles y por ello más frágiles. Para los otros en cambio la cultura de masas se había convertido en una legitimación simbólica del poder –capitalista o socialista–, en una sofocación, por vía del entretenimiento o del adoctrinamiento, de la voluntad polémica y crítica de la realidad que es la condición inalienable de la genuina cultura: la cultura era por definición resistente frente a las dinámicas sociales, pero la cultura de masas es indefectiblemente complaciente y legitimante.
Casi todos los argumentos contra la cultura de masas incurrían, cierto es, en clamorosos déficits democráticos, pero es que partían del principio de la esencial desigualdad de los hombres ante la cultura, desigualdad que no podría solventarse proporcionando una universal y equitativa educación del gusto. Es más, esa desigualdad -una minoría poseedora del refinamiento y la sensibilidad para degustar las obras del gran arte y una mayoría incapaz de apreciarla- conjugada con la democracia –la «tiranía» del número– tendría efectos deletéreos sobre la excelencia artística, porque un arte sometido a sufragio universal sólo podría deparar vulgaridad y ramplonería. Como es evidente en Ortega, Leavis, Eliot y muchos otros, las masas no eran un fenómeno curioso, un extravío pasajero, ni siquiera una lacra o un mal que al fin y al cabo afectaba siempre a otros, y contra la que se estaba a resguardo, sino un peligro inminente y pandémico.
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