Explicar esa desigualdad fue tarea ardua y controvertida para quienes no querían ser acusados de burdo elitismo. Para algunos podía formularse como una simple cuestión estadística, lo cual permitía obviar las aristas más cortantes del problema ético y del estético: el aumento exponencial de los públicos derivado de la alfabetización no podía ser compensado por un aumento también exponencial de los genios o los talentos artísticos –cuya reproducción no era tan sencilla– que surtirían ese mercado. Se trataba por tanto, aunque no se confesara así, de una cuestión de oferta y demanda: el incremento de la demanda tenía efectos no sobre los precios del producto cultural, sino sobre sus estándares de calidad, que se rebajaban escandalosamente para atender a ese público creciente y ávido. En otros casos se formulaba en términos de un determinismo económico. Se afirmaba, por ejemplo, que la cultura de masas se dirigía solamente al «gusto de necesidad», que es un gusto de privación, la de quienes no pueden elegir sino lo que es necesario porque padecen necesidades, y aceptan resignadamente lo inevitable, frente al «gusto de libertad» de la burguesía (Bourdieu y Darbel, 2003; Bourdieu, 1988; Busquet, 2008: 99-110). Ese gusto de necesidad privilegia la función sobre la forma, busca la utilidad, lo práctico, el mérito sobre la gratuidad y la frivolidad, y no entiende de ejercicios formales o de estilo (pero contra esa explicación se oponía la constatación de la habitual no coincidencia de la elite económico-financiero-mundana con la elite cultural: ha sido notada a menudo la incompetencia en materia de gusto y el carácter bien reaccionario, academicista, bien resueltamente snob de las clases pudientes). También podría formularse contradictoriamente en apariencia: precisamente porque el trabajador se agota en su jornada laboral, busca en la cultura que consume en su tiempo de ocio el gusto del mero agrado, de lo inmediatamente placentero y lo burdamente sensual, de lo que no requiere esfuerzo ni invita a la reflexión, de lo que da una satisfacción y no da que pensar.
En unos casos se descalificaba al público de masas por demasiado pragmático y en otras por demasiado hedonista, aunque siempre en virtud de una carencia, de una privación a la que no estaría sometido el público selecto, ajeno tanto a los penosos afanes de subvenir a las necesidades materiales (y por lo tanto capaz de elegir en libertad también en materia de cultura, por puro gusto desinteresado) como a las limitaciones intelectuales y de sensibilidad (y por lo tanto capaz de elegir la dificultad, el goce dilatado, el paladeo) 5. En ambos casos nos encontraríamos –en una lectura quizá extremista del filósofoante el «gusto bárbaro» descrito por Kant, que se resume en una contemplación interesada -bien en interés de la razón utilitaria o de los sentidos-, y opuesto al gusto apropiado, que es desinteresado (Kant, 1977: 155-156 y 159).
Si conciliamos todos los argumentos, la cultura de masas resulta tentadora porque satisface las necesidades del espíritu como si de necesidades materiales se tratara, de forma económica en un doble sentido: es barata y eficaz. Detecta que en la sociedad industrial avanzada el alimento espiritual es tan necesario como el otro y su necesidad está igualmente generalizada, y lo produce, empaqueta, distribuye y sirve como el otro: en las grandes superficies, bazares también de la cultura. La estética del arte de masas está pues en las antípodas de la estética idealista: satisface una necesidad colmándola, la sacia completamente por esa vez, hasta una necesidad esencialmente idéntica que será colmada por algo esencialmente equivalente. Y ello sin progreso, sin que la necesidad se redoble o se haga más compleja, más insaciable, y su satisfacción por lo tanto imposible, sin que la obra pueda a su vez imaginarse reservándose un capital que nunca podrá agotarse, y que admitirá por tanto infinitas frecuentaciones, sino entregada toda de una vez, agotada, consumida por tanto.
3. EL TERCERO EN DISCORDIA
En cualquier caso, parece evidente que la cuestión de un arte y una cultura de elites opuesta a una de masas no se reduce a una reedición de la oposición simple entre alta y baja cultura, presente de una u otra manera en todas las épocas. Es decir, si todas las épocas han deparado «niveles» de cultura –llámense gravis, mediocris y humilis stylus , arte serio y arte ligero, artes mayores o menores, o bien maestros y epígonos, creadores e imitadores…– la Modernidad trajo consigo novedades. Es necesario al menos conjugar la distinción clásica de los «niveles de cultura» con la irrupción poderosa de una cultura industrializada y tecnificada, fenómeno a su vez indisociable de la soberanía de masas en el ámbito político y de la producción y consumo de masas en el económico. Y así, aunque la dicotomía esencial está profundamente arraigada en la malaise sobre la cultura, incluso mucho antes del advenimiento de la sociedad industrial de masas –desde Heráclito y Platón, nada menos, cfr. nota 3 de esta introducción- el subgénero ensayístico que describe desde mediados del siglo XX la emergencia del fenómeno cultural masivo incorpora nuevas variables y debe necesariamente hilar más fino.
En rigor, el dualismo alto-bajo a menudo se alternó con una distinción tripartita de mucho predicamento en el mundo anglosajón, y que adoptó varias denominaciones. Matthew Arnold, por ejemplo, empleó ya en 1869 los apelativos barbarians (los aristócratas), Philistines (los burgueses) y populace (la plebe) (Arnold, 1935: 98-128). Edward Shils prefirió, ya en los años cuarenta del siglo pasado, la tricotomía «superior o refinado», «mediocre o vulgar» y «brutal o abyecta» (Jacobs, 1959: 1-27). Pero quizá las etiquetas más duraderas fueron las de highbrow-middlebrow-lowbrow . Richard Chase y Russell Lynes (Lynes, 1954: 310-333; Chase 1958), entre otros, emplearon esta distinción entre los perfiles alto, medio y bajo, aunque su uso más temprano se remonte a la batalla de los brows en la Inglaterra de finales de los años veinte y principios de los treinta: de esa batalla damos una muestra eminente en el cruce de argumentos entre J. B. Priestley y Virginia Woolf, cuyos textos recogemos en esta edición crítica. En cualquier caso, a Virginia Woolf cabe atribuir no ya la adición –pues era ya un término acuñado y en circulación- pero seguramente sí la posteridad para ese tercero en discordia del middlebrow .
Es evidente que el deslinde diádico (alta cultura o cultura de elites o baja cultura o de masas) se ordenaba jerárquicamente según una imagen vertical, ascensional, donde lo alto es naturalmente superior a lo bajo, lo alto es lo excelso, lo sublime, lo celeste, mientras lo bajo es lo degradado, lo rastrero, lo pedestre. El deslinde triádico era más complejo, pues sin renunciar a la ordenación vertical, establecía alianzas entre los extremos, en pro de la simplicidad original: entre los poderosos y los subalternos se había introducido una cuña que atentaba contra el orden natural y que, perteneciendo al orden inferior, aspiraba a codearse con el superior en un acto de insumisión. Lo alto y lo bajo asociados respectivamente a lo bueno y lo malo, a lo deseable y lo execrable, responden a una especie de símbolo antropológico. Los distintos brows o perfiles introducen matices nuevos. La tradición anglosajona de los brows jugaba sin duda también con lo alto y lo bajo, pero no en el ámbito metafórico de lo escatológico (lo celeste y lo pedestre) ni de lo bélico (como hará poco después el término vanguardia y una «retaguardia» que se identificaría con la cultura de masas), sino en el registro más bien de una clínica (pseudo) científica: en origen la distinción highbrow-lowbrow se debe al doctor Franz Joseph Gall, el padre de la frenología, y aludía a la creencia, luego absolutamente desacreditada, según la cual las personas con la frente grande poseen cerebros de mayor tamaño y por lo tanto son más inteligentes. A pesar de la inconsistencia científica del vínculo, el término highbrow pasó a referirse a las personas con inquietudes intelectuales y gustos culturales elevados, y de ahí también a los «intelectuales» en general.
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