Francesc J. Hernàndez i Dobon - Estética del reconocimiento

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¿Puede el arte ser utilizado para desplegar la crítica social? Esta es la pregunta que guía las reflexiones del presente libro, dirigido a personas interesadas en la estética, la filosofía o las ciencias sociales. En la primera parte de esta obra se explican sus hitos más destacados, entre los que se encuentran K. Marx, S. Kracauer, W. Benjamin, M. Horkheimer, T. W. Adorno y J. Habermas. En la segunda parte, centrada en la formulación de la teoría del reconocimiento por A. Honneth, se incorporan no solo sus obras clásicas, sino también su gran aportación de madurez sobre el derecho de la libertad, ofreciéndose así una síntesis completa del autor. Finalmente, se analizan, desde la pluralidad de las artes, los tres modos de reconocimiento (amor, derecho y solidaridad). Estas reflexiones se completan con una selección de textos clásicos.

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Y, sin embargo, lo que decide siempre sobre la fotografía es la relación del fotógrafo para con su técnica. Camille Recht la ha caracterizado en una bonita imagen:

El violinista debe por de pronto producir el sonido, tiene que buscarlo, encontrarlo con la rapidez del rayo; el pianista pulsa una tecla: el sonido resulta. El instrumento está a disposición tanto del pintor como del fotógrafo. El dibujo y la coloración del pintor corresponden a la producción del sonido del violinista; como el pianista, el fotógrafo tiene delante una maquinaria sometida a leyes limitadoras que ni con mucho se imponen con la misma coacción al violinista. Ningún Paderewski cosechará jamás la fama, ejercerá nunca el hechizo casi fabuloso, que cosechó y ejerció un Paganini.

Pero hay, para seguir en la misma imagen, un Busoni de la fotografía que es Atget. Ambos eran virtuosos a la par que precursores. A los dos les es común una capacidad incomparable, unida a la suma precisión, de abandonarse a la cosa. Incluso en sus rasgos se da el parentesco. Atget fue un actor que, asqueado de su oficio, lavó su máscara y se puso luego a desmaquillar también la realidad. Vivió en París, pobre e ignorado; malvendió sus fotografías a aficionados que apenas podían ser menos excéntricos que él, y hace poco ha muerto, dejando una obra de más de cuatro mil fotos. Berenice Abbot, de Nueva York, las ha recogido, y enseguida aparecerá una selección en un volumen que destaca por su belleza y que ha estado al cuidado de Camille Recht. Los publicistas contemporáneos «nada sabían de este hombre que iba y venía por los estudios con sus fotografías, que las malvendía por cuatro perras, a menudo no más que al precio de aquellas tarjetas que, hacia 1900, mostraban imágenes embellecidas de ciudades sumergidas en una noche azul con una luna retocada. Alcanzó el polo de la suprema maestría; pero en la maestría enconada de un gran hombre que vivió siempre en la sombra, omitió plantar su bandera. Así no pocos creerán haber descubierto el polo que Atget pisó antes que ellos». De hecho, las fotos de París de Atget son precursoras de la fotografía surrealista, tropas de avanzada de la única columna realmente importante que el surrealismo pudo poner en movimiento. Él fue el primero que desinfectó la atmósfera sofocante que había esparcido el convencionalismo de la fotografía de retrato en la época de la decadencia. Saneó esa atmósfera, la purificó incluso: introdujo la liberación del objeto del aura, mérito éste el más indudable de la escuela de fotógrafos más reciente. Si Bifur o Variété , revistas de vanguardia, no presentan, bajo el título de «Westminster», «Lille», «Amberes» o «Breslau», sino detalles, ya sea un trozo de una balaustrada, o la copa pelada de un árbol, cuyas ramas se entrecruzan en direcciones varias con las farolas de gas, o un muro de defensa, o un candelabro con un cinturón salvavidas que lleva el nombre de la ciudad, se trata siempre de matizaciones literarias de temas que ya había descubierto Atget. Este buscó lo desaparecido y apartado, y por eso se levantan dichas imágenes contra la resonancia exótica, esplendorosa, romántica de los nombres de las ciudades; aspiran el aura de la realidad como agua de un navío que se va a pique.

¿Pero qué es propiamente el aura? Una trama muy particular de espacio y tiempo: irrepetible aparición de una lejanía, por cerca que ésta pueda estar. Seguir con toda calma en el horizonte, en un mediodía de verano, la línea de una cordillera o una rama que arroja su sombra sobre quien la contempla hasta que el instante o la hora participan de su aparición, eso es aspirar el aura de esas montañas, de esa rama. Hacer las cosas más próximas a nosotros mismos, acercarlas más bien a las masas, es una inclinación actual tan apasionada como la de superar lo irrepetible en cualquier coyuntura por medio de su reproducción. Día a día cobra una vigencia más irrecusable la necesidad de adueñarse del objeto en la proximidad más cercana, en la imagen o más bien en la copia. Y resulta innegable que la copia, tal y como la disponen las revistas ilustradas y los noticiarios, se distingue de la imagen. La singularidad y la duración están tan estrechamente imbricadas en esta como la fugacidad y la posible repetición lo están en aquélla. Quitarle su envoltura a cada objeto, triturar su aura, es la signatura de una percepción cuyo sentido para lo igual en el mundo ha crecido tanto que incluso, por medio de la reproducción, le gana terreno a lo irrepetible. Atget casi siempre pasó de largo «ante las grandes vistas y antes las que se llaman señales características»; no así ante una larga fila de hormas de zapatos; ni tampoco ante los patios parisinos en los que desde la noche hasta la mañana se enfilan los carros de mano; ni ante las mesas todavía empantanadas y platos sin ordenar que están allí por cientos a la misma hora; ni ante el borde de la calle…, número 5, cifra ésta que aparece gigantesca en cuatro sitios diversos de la fachada. Pero es curioso que casi todas estas imágenes estén vacías. Vacía la Porte d’Arcueil de los paseos de ronda, vacías las fastuosas escaleras, vacíos los patios, vacías las terrazas de los cafés, vacía, como es debido, la Place du Tertre. No es que estén esos lugares solitarios, sino que carecen de animación; en tales fotos la ciudad está desamueblada como un piso que no hubiese todavía encontrado inquilino. En estos logros prepara la fotografía surrealista un extrañamiento salutífero entre hombre y mundo entorno. A la mirada políticamente educada le deja libre el campo en que todas las intimidades favorecen la clarificación del detalle.

*Walter Benjamin: «Pequeña historia de la fotografía», en Discursos interrumpidos I , Madrid, Taurus, 1973, pp. 72-76, trad. Jesús Aguirre.

4.

La dialéctica de la Ilustración y la aporía del lenguaje

En la evolución de la Escuela de Frankfurt y en la pretensión de elaborar una teoría crítica, el libro Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos (1944/47) de Horkheimer y Adorno (2010) representa un punto de inflexión. En los textos de estética suele aparecer este libro relacionado con la crítica de los autores a lo que denominaron «industria cultural». Sin embargo, para nuestro asunto, a saber la relación entre estética y reconocimiento, el libro tiene un alcance mucho más amplio. La crítica de la industria cultural será tratada más adelante; ahora centraremos nuestra atención en otros aspectos de la obra.

Siguiendo precisamente a Honneth (1986), la Dialéctica de la Ilustración radicaliza una «pérdida de lo social» que ya se apuntaba en el artículo «Teoría tradicional y teoría crítica». En este texto programático y en otras aportaciones de Horkheimer y los miembros del IIS anteriores a la Segunda Guerra Mundial, aunque se defendiera en principio una orientación multidisciplinar, lo cierto, señala Honneth, es que se urdía el argumento principal sobre la trama de una filosofía de la historia centrada en el modelo marxista del trabajo social, dejando de lado otras formas de interacción social en general y de reproducción cultural en particular. Ahora bien, si la clase obrera no había promovido de manera decisiva el cambio revolucionario y se había integrado de un modo no conflictivo en el capitalismo industrial y en el nacionalsocialismo, no cabía más explicación que la desaparición de la capacidad creativa y de resistencia de los miembros de la clase trabajadora, así como de su potencial de conflicto individual y colectivo, que encontraría su razón última en un modelo psicoanalítico de la pulsión referida a la socialización.

En la Dialéctica de la Ilustración , obra redactada bajo el impacto del ascenso del nacionalsocialismo y la guerra y con una clara intuición de la dimensión de la barbarie de los campos de concentración y exterminio que se conocería al concluir la contienda, Horkheimer y Adorno refieren las transformaciones de los sujetos al acto originario del dominio sobre la naturaleza. De ese modo siguen usando el modelo filosófico-histórico marxista centrado en el trabajo, pero lo hacen introduciendo una mayor distancia entre los objetos de análisis, a saber, los grupos sociales, y sus interacciones. Las formas de conciencia tienen que ver con la producción material, pero, a diferencia de las interpretaciones usuales de Marx, Lukács o incluso Sohn-Rethel, no se trata de analizar los modos de producción o las formas de intercambio de mercancías, sino de remontarse al primer acto de apropiación de la naturaleza. Es decir, de ese primer acto arranca una patología social (utilizando un término posterior de Honneth) tan potente que hasta subsume el mismo conocimiento científico dentro del modelo negativo de dominio racional sobre la naturaleza. Con esta inclusión queda desbaratada incluso la misma posibilidad de elaboración de una teoría crítica. Ésta es una conclusión que parece abrirse paso en los escritos de Horkheimer y Adorno posteriores a la Dialéctica de la Ilustración , que tienen un tono sumamente pesimista.

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