Tanto Eclipse of Reason (1947) de Horkheimer como Minima moralia (1951) de Adorno, son obras fragmentarias, marcadas por una profunda desesperanza en la capacidad emancipadora de la razón humana. El hecho de que ésta se encuentre sometida en su manera de proceder, en su armazón lingüística y en su forma de razonar, a la lógica de la identidad, 1 es decir, a un pensamiento objetivante, sería el factor que posibilitaría el conocimiento y la ciencia, 2 pero también la masificación y la barbarie. Frente a esta dinámica objetivante, inherente a la razón «instrumental», solo cabe un ejercicio filosófico autorreflexivo, tan desesperanzado como aporético, que ha de renunciar de entrada a toda confianza en la capacidad desveladora del lenguaje, en su pretensión de una enunciación trasparente.
La crítica del lenguaje que había apuntado la teoría del tiempo mesiánico de Benjamin (véase el capítulo precedente), queda radicalizada con la crítica de la razón instrumental de Horkheimer y Adorno. Puede verse el texto siguiente, en el que la aspiración a un lenguaje perfecto del positivismo lógico (el «fisicalismo» propuesto por los miembros del Círculo de Viena: M. Schlick, R. Carnap, A. J. Ayer, O. Neurath, etc.) es puesta en entredicho y se vuelve a reivindicar lo fragmentario, lo dialéctico.
¿Qué hacer, pues, una vez que, desvelado el carácter instrumental de la razón, parece esfumarse la posibilidad de elaborar una teoría crítica? La cuestión va más allá y afecta incluso a la propia elaboración de una teoría estética. El único cometido que resulta posible, incluso «obligatorio», es su disolución. Afirma Adorno: «Solo resta la disolución, motivada y concreta, de las categorías estéticas corrientes como forma de la estética actual; esa disolución, al mismo tiempo, libera la verdad transformada de esas categorías» (Adorno, 1997: 597, trad. cast.: 453).
Por ello, tanto el curso de Estética de 1958/59, como la Teoría estética póstuma se organizan a partir de esa disolución de las categorías: lo bello natural y lo bello artístico, lo feo y lo sublime, la reflexión y la praxis artística, el aura, el disfrute estético, la disonancia, la expresión y la construcción artística, la creatividad, el arte abstracto, etc., pero no como una nómina cerrada de tópicos, sino como etapas de un razonamiento dialéctico en el que cada estación alumbra su opuesto y colisiona con él para permitir el tránsito a la siguiente, para liberar una «verdad transformada».
Horkheimer*
SOBRE EL LENGUAJE
Las definiciones alcanzan su pleno significado en el curso de un proceso histórico; solo resultan racionalmente aplicables de reconocerse modestamente que las abreviaturas lingüísticas no penetran sin más en sus matices. Si por miedo a posibles malentendidos acordamos eliminar los elementos históricos y ofrecer enunciados aparentemente intemporales como definiciones, no hacemos otra cosa que privarnos de la herencia espiritual que le fue legada a la filosofía desde los orígenes del pensamiento y de la experiencia. La filosofía antihistórica, «fisicalista», de nuestros días, el empirismo lógico, da testimonio de la imposibilidad de desprendernos totalmente de ella. Incluso sus defensores toleran algunos conceptos indefinibles del uso cotidiano del lenguaje en su diccionario de ciencia rigurosamente formalizado, rindiendo así tributo a la esencia histórica del lenguaje.
La filosofía tiene que volverse más sensible frente a los testimonios mudos del lenguaje y sumergirse en las capas de experiencia que se acumulan en él. Todo lenguaje forma una sustancia espiritual en la que se expresan las formas de pensamiento y las estructuras de las creencias que tienen sus raíces en la evolución del pueblo que lo habla. Es el depósito en el que se contienen las cambiantes perspectivas del príncipe y del pobre, del poeta y del campesino. Sus formas y contenidos se enriquecen o empobrecen mediante el uso ingenuo del lenguaje que hace cada hombre. Pero constituiría un error suponer que nos sería dado descubrir el significado esencial de la palabra preguntando simplemente a las personas que la usan. En esta búsqueda la consulta de la opinión pública es de poca utilidad. En la era de la razón formalizada hasta las masas coadyuvan a la ruina de los conceptos e ideas. El hombre de la calle o, como hoy se dice en ocasiones, el hombre de los campos y de las fábricas aprende a usar las palabras de modo casi tan esquemático y ahistórico como los expertos. El filósofo tiene que evitar su ejemplo. No puede hablar sobre el hombre, el animal, la sociedad, el mundo, el espíritu y el pensamiento como habla el científico natural sobre una sustancia química: el filósofo no tienen la fórmula.
No hay fórmulas. La descripción adecuada, el despliegue del significado de cada uno de estos conceptos, con todos los matices e interrelaciones con otros conceptos, sigue siendo una tarea fundamental. La palabra, con sus capas semánticas y estratos de asociaciones casi olvidados, es aquí un principio rector. Estas implicaciones tienen que ser experimentadas de nuevo e integradas, por así decirlo, en ideas más ilustradas y generales. Actualmente se tiende con demasiada facilidad a cerrar los ojos ante la complejidad alimentando, contrariamente, la ilusión de que los conceptos fundamentales son clasificados por el avance de la física y de la técnica. El industrialismo ejerce incluso sobre los filósofos una presión para que entiendan su trabajo en el sentido de los procesos de producción de cubiertos de mesa estandarizados. […]
Todo concepto tiene que ser considerado como un fragmento de una verdad que todo lo abarca y en cuyo seno alcanza su significado. Construir la verdad con tales fragmentos constituye la tarea más importante de la filosofía.
Adorno*
EL SUFRIMIENTO ES FÍSICO
Los datos al parecer fundamentales de la conciencia son otra cosa de lo que se cree. En la dimensión de gusto y disgusto se infiltra en ellos lo corpóreo: Todo dolor y toda negatividad, motor del pensamiento dialéctico, son la figura de lo físico a través de una serie de mediaciones que pueden llegar hasta a hacerle irreconocible. A la inversa, la felicidad tenderá siempre a la satisfacción sensible y en ella adquiere su objetividad. Una felicidad que carezca de toda perspectiva en este sentido, no es felicidad. La dimensión corporal, de suyo lo que contradice al espíritu en el espíritu, queda amortiguada en los datos sensoriales de la subjetividad en algo así como una huella gnoseológica. Algo parecido es en realidad la curiosa teoría de Hume, según la cual las «ideas» –los datos de la conciencia con función intencional– son pálida copia de las impresiones. Es fácil criticar en esta teoría su fondo ingenuamente naturalista. Esa componente sobrevive en el conocimiento como su inquietud que le pone en marcha y se reproduce insatisfecha en su proceso. La conciencia desgraciada no es presunción ofuscada del espíritu; por el contrario le es inherente, la única dignidad que recibió al separarse del cuerpo. Ella le recuerda negativamente su componente somática. Solo porque el espíritu es capaz de ella, puede conservar alguna esperanza. La más mínima huella de sufrimiento absurdo en el mundo en que vivimos desmiente toda la filosofía de la identidad. Lo que ésta intenta es disuadir a la experiencia de que existe el dolor. «Mientras haya un solo mendigo, seguirá existiendo el mito»: 3 la filosofía de la identidad es mitología en forma de pensamiento. La componente somática recuerda al conocimiento que e1 dolor no debe ser, que debe cambiar. «Padecer es algo perecedero». Es el punto en que convergen lo específicamente materialista y lo crítico, la praxis que cambia la sociedad. Suprimir el sufrimiento o aliviarlo (hasta un grado indeterminable teóricamente, que no se deje imponer límites) no es cosa del individuo que lo padece, sino solo de la especie a la que sigue perteneciendo incluso cuando en su interior se emancipa de ella y queda acorralado objetivamente en la absoluta soledad de un objeto desamparado. Todas las acciones de la especie remiten a su conservación física, por más que la puedan ignorar, formar sistemas independientes de ella y procurarla solo marginalmente. Incluso las disposiciones con que la sociedad corre a su aniquilación, son a la vez autoconservación desencajada, absurda, y van dirigidas inconscientemente contra el sufrimiento. La particularidad de la sociedad, por más corta de luces que en sí sea, se vuelve como un todo contra el sufrimiento. Confrontado con aquellas disposiciones, el fin constitutivo de la sociedad exige la organización de ésta precisamente en la forma que impiden implacablemente en todas partes las condiciones de producción, a pesar de ser posible sin más hic et nunc desde el punto de vista de las fuerzas productivas. El telos de esta nueva organización sería la negación del sufrimiento físico hasta en el último de sus miembros, así como de sus formas interiores de reflexión. Tal es el interés de todos, solo realizable paulatinamente en una solidaridad transparente para sí misma y para todo lo que tiene vida.
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