AAVV - Los moriscos - expulsión y diáspora

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Los moriscos: expulsión y diáspora: краткое содержание, описание и аннотация

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La expulsión de los moriscos constituye un importante episodio de limpieza étnica, política y religiosa. Se nutrió de una ideología que defendía esta medida en pro de la unidad religiosa porque consideraba fracasados los procesos de completa asimilación cultural y de plena integración religiosa que decía perseguir. En este libro se estudia cómo se llegó a la decisión de expulsar a los moriscos, las causas aludidas en defensa (y en contra) de la medida, el contexto histórico y político que contribuye a explicar que fuera adoptada en aquella primera década del siglo XVII. Se estudia también el contexto ideológico, el papel de las diferentes instancias implicadas en la decisión, incluido el Vaticano, la coyuntura internacional en las políticas de la Monarquía Hispánica y cómo diferentes poderes europeos y eurásicos consideraron la expulsión y cómo actuaron.

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Atendamos también a la cuestión religiosa, incluidos los problemas teológicos. Entre los debates previos sobre la legitimidad y justeza de la expulsión se encuentran problemas doctrinales graves, bien detallados en la aportación de Rafael Benítez: se trataba de deportar a cristianos hacia tierras islámicas donde era evidente que de forma más o menos voluntaria acabarían renegando del cristianismo y abrazarían la fe musulmana. Para hacer más compleja la cuestión, uno de los argumentos principales que se emplearon para justificar la expulsión fue el de la apostasía de los moriscos y la pervivencia entre ellos del Islam. No obstante, la decisión final adoptada en el caso de los valencianos, con la que se inicia el proceso de Expulsión, se basó en la razón de estado, alegando el peligro inminente que para la Monarquía Católica suponían las presuntas conspiraciones moriscas con el sultán marroquí Muley Zidán (atendidas éstas en la contribución de García-Arenal). Por tanto, la decisión del Consejo de Estado se justificó legalmente por el crimen de traición ( lesae maiestatis humanae ) y no por el de herejía-apostasía ( lesae maiestatis divinae ) (Benítez, Pastore). Los altos consejeros habían considerado esta última vía, pero la desecharon por la imposibilidad jurídica de una condena global. El Santo Oficio de la Inquisición, sobre el que debía recaer la carga de la prueba, estaba sometido a un riguroso marco jurídico que exigía un proceso individual y era inaplicable a una colectividad. Estas mismas discusiones y estos mismos argumentos se barajarían más tarde al plantear la posibilidad de expulsar a los judeoconversos (Pulido). Al hilo de estos principios se plantean diversas cuestiones: en primer lugar la contradicción entre la justificación legal (traición) y la argumentación que más había de llegar a la opinión pública y a los propios afectados (la de apostasía) se traduce en graves complicaciones para el propio proceso de expulsión. La Monarquía, al insistir públicamente sobre la apostasía de la mayoría de los moriscos, se vio obligada a establecer excepciones para los que pudieran ser considerados buenos cristianos, implicando a la jerarquía eclesiástica (desde párrocos a obispos) en el proceso y abriendo una casuística que, en el caso castellano, complicará enormemente la deportación como se ve en diversos capítulos de este libro (Vincent, Tueller). Las excepciones se irán revisando de forma cada vez más estricta, y los gobernantes implicados en llevar a cabo la medida, como el conde de Salazar, acabarán oponiéndose incluso a la intervención eclesiástica dejando de manifiesto su intención de expulsar a todos los moriscos, independientemente de su comportamiento religioso. A esto debe añadirse la oposición de la Santa Sede al envío de los niños a tierras islámicas y la necesidad de evitarlo, bien reteniéndolos bien obligando a su exilio hacia países cristianos (Pastore). El debate sobre los niños fue uno de los más ásperos en los momentos iniciales de la expulsión, tanto en Valencia como en Aragón, pero afectó también a la expulsión en otros territorios (Broggio). La aportación de Benítez incide, junto con otras, en la dificultad de definir qué y quién es un morisco, dificultad que estuvo continuamente de manifiesto en el debate pero también en el procedimiento de la Expulsión y que deja bien de manifiesto esa tensión a la que hemos aludido antes entre deseo de asimilación y miedo a la infiltración, entre los cargos de traición y apostasía, entre creencia religiosa y sangre limpia. Una tensión que no dejaba salidas, que no permitía soluciones ponderadas.

La cuestión de la apostasía de los moriscos como insistentes practicantes de la «fe de Mahoma» no es tan sólo el argumento principal de la Monarquía, sino que fue eje de debate entre diversas órdenes religiosas, o entre diversas facciones en el interior de las mismas, como nos muestra Paolo Broggio. Movilizó los conocimientos que diversos eclesiásticos tenían de lo que significaba la práctica del Islam al tiempo que los de aquéllos que tenían un conocimiento directo de comunidades moriscas, en un amplio abanico que va del jesuita morisco Ignacio de las Casas, al dominico Jaime Bleda para incluir al muy influyente Luis de Aliaga, también dominico y confesor de Felipe III. La Expulsión se percibe así como el culmen de la tensión entre Monarquía, Inquisición y episcopado que caracteriza la historia de la España altomoderna (Pastore, Broggio). El episcopado está representado en esta ocasión por la figura del arzobispo de Valencia, Juan de Ribera, ardiente defensor de la misma. Pastore nos muestra, por su parte, cómo la aprobación de Roma del decreto de Expulsión, que los españoles esperaban y de la que tanto se habló, está estrechamente relacionada con los intentos de lograr la beatificación de Ribera. En realidad, y como Pastore muestra, el beneplácito del Vaticano no llegó nunca, o no fue nunca concedido. Roma no veía la Expulsión como una continuación de la cruzada ni como un problema nacional español sino en la perspectiva de un nuevo orden internacional en que los cristianos árabes de Oriente Medio eran un elemento esencial. Pero podemos seguir los ecos de la Expulsión en Roma en un tiempo en que las discusiones acerca de cómo enfrentarse a la herejía eran particularmente intensas (Broggio, Pastore) pero también el momento en que España hacía suya la causa del dogma de la Inmaculada Concepción, que Broggio muestra conectada con la Expulsión. Las contribuciones de ambos historiadores italianos, buenos conocedores de fuentes eclesiásticas y teológicas, nos amplían el debate que se extiende desde la discusión en torno a la validez del bautismo forzado que había tenido lugar en tiempos de Carlos V, a la propia definición de herejía y a la posibilidad de que sea hereditaria. De nuevo, contribuciones que inciden en demostrar que el problema morisco en general y la medida de la Expulsión en especial, dista de ser una cuestión circunscrita a los reinos peninsulares. La parte I del libro se cierra con la contribución de Tueller sobre los moriscos que se quedaron o retornaron, que encaja y complementa de modo sugerente con la contribución que la inicia, la de Bernard Vincent, al discutir el contingente morisco que evitó la expulsión o retornó de ella.

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En cuanto a la diáspora morisca, podemos elegir el texto de un cronista árabe magrebí contemporáneo a la Expulsión, al-Maqqari, que escribía desde El Cairo (en torno a 1038/1629) refiriéndose al exilio de los moriscos:

Salieron millares para Fez y otros millares para Tremecén, a partir de Orán, y masas de ellos para Túnez. En sus itinerarios terrestres, se apoderaron de ellos beduinos y gente que no teme a Dios, en tierras de Tremecén y Fez; les quitaron sus riquezas y pocos se vieron libres de estos males; en cambio, los que fueron hacia Túnez y sus alrededores, llegaron casi todos ellos sanos. Ellos construyeron pueblos y poblaciones en sus territorios deshabitados; lo mismo hicieron en Tetuán, Salé y La Mitiya de Argel. Entonces el sultán de Marruecos tomó a algunos de ellos como soldados armados. Se asentaron también en Salé. Otros se dedicaron al noble oficio de la guerra en el mar, siendo muy famosos ahora en la defensa del Islam. Fortificaron el castillo de Salé y allí construyeron palacios, baños y casas y allí están ahora. Un grupo llegó a Estambul, a Egipto y a la Gran Siria, así como a otras regiones musulmanas. Actualmente así están los andalusíes.

Este escrito da testimonio de las dificultades que sufrieron los moriscos al llegar, que venían a añadirse a las tropelías y saqueos de las que los expulsados habían sido objeto por las tripulaciones de los barcos que los transportaban allende. También nos señala una serie de pautas que se van a desarrollar en los capítulos siguientes, especialmente en los de Krstic, García-Arenal, Villanueva y Missoum. En un principio, los moriscos siguieron un patrón similar en los países de acogida, principalmente en las Regencias de Argel y Túnez, entonces territorios pertenecientes al Imperio Otomano, y en Marruecos, el único país que se mantuvo siempre independiente de Estambul. Los moriscos expulsados, como los que les habían precedido desde la segunda mitad del siglo XV, se instalaron principalmente en las ciudades costeras (Rabat-Salé, Tetuán, Mostaganem, Cherchel, Argel, Bugía, Bona, Bizerta, Túnez, Trípoli, etc.), donde se dedicaron al corso, es decir, a la lucha en el Mediterráneo y en el Atlántico (donde interceptaban continuamente los barcos que hacían la ruta de Indias) contra los cristianos, en barcos que tenían patente del poder político. Principalmente en Marruecos y en Argelia, se instalaron en unas estructuras que habían sido creadas por la emigración de mudéjares y moriscos sucedida a lo largo de todo el siglo XVI (García-Arenal, Missoum).

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