AAVV - Los moriscos - expulsión y diáspora

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Los moriscos: expulsión y diáspora: краткое содержание, описание и аннотация

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La expulsión de los moriscos constituye un importante episodio de limpieza étnica, política y religiosa. Se nutrió de una ideología que defendía esta medida en pro de la unidad religiosa porque consideraba fracasados los procesos de completa asimilación cultural y de plena integración religiosa que decía perseguir. En este libro se estudia cómo se llegó a la decisión de expulsar a los moriscos, las causas aludidas en defensa (y en contra) de la medida, el contexto histórico y político que contribuye a explicar que fuera adoptada en aquella primera década del siglo XVII. Se estudia también el contexto ideológico, el papel de las diferentes instancias implicadas en la decisión, incluido el Vaticano, la coyuntura internacional en las políticas de la Monarquía Hispánica y cómo diferentes poderes europeos y eurásicos consideraron la expulsión y cómo actuaron.

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Sin ninguna duda, esta visión de los moriscos granadinos ayuda a explicar dos de los resultados de la Guerra de Granada. Primero, la decisión de deportar a los moriscos granadinos y dispersarlos por otras zonas del reino de Castilla. Segundo, por primera vez de una forma explícita, miembros del círculo político más próximo al monarca comenzaron a cuestionar la posibilidad de asimilar a los moriscos; la asimilación religiosa y social como alternativa no estaba agotada, pero sí parecía seriamente comprometida. Este cambio de orientación cristalizó en 1582, cuando por primera vez desde un organismo oficial se recomendaba al monarca la toma de medidas radicales contra los moriscos. Esta proposición llegó de una Junta especial creada por Felipe II mientras residía en Portugal, formada por algunos de sus colaboradores más próximos –el duque de Alba, Juan de Idiáquez, Rodrigo Vázquez de Arce y Diego de Chaves, el confesor real. 18En su consulta al rey, los componentes de la Junta sugerían que, debido a la posibilidad de que los moriscos valencianos se rebelasen, como lo habían hecho los granadinos, se les expulsase a Berbería –con excepción de los niños bautizados–, y que sabiendo que los señores valencianos se iban a oponer a tal expulsión, se les diesen las propiedades y haciendas de los moriscos expulsados como forma de convencerlos de la justeza de las posiciones reales. 19

Fue también a partir de comienzos de la década de 1580 cuando una serie de autores comenzaron a insistir desde distintas perspectivas –teológicas unos, políticas otros– en la imposibilidad de que pueblos con distintas religiones pudiesen convivir en el mismo territorio. Nadie más representativo de esta aproximación al tema de las minorías dentro de una comunidad que Giovanni Botero, quien, en su tratado sobre la razón de estado, recordaba al monarca que nada hacía a los hombres más diferentes y hostiles que la religión. 20Los enfrentamientos entre sus propios súbditos eran la causa principal de la decadencia de los imperios y por ello el príncipe debía hacer todo lo posible para evitarlos. Desde un punto de vista cristiano, lo que un monarca tenía que hacer para evitar que los «infieles» acabasen con su monarquía era convertirlos a través de un serio proceso de educación religiosa y civil (ff. 91v-92v). Pero éstos y en especial los «mahometanos», eran a veces difíciles de convertir y por ello la preocupación mayor de un monarca debía ser introducir medidas de control: privarles de todo lo que les diera fuerza espiritual y unidad; prohibirles disfrutar de oficios públicos; tratarlos como si fueran esclavos, y «afeminar» a sus hijos para transformarlos en súbditos sin fuerza, inanes, incapaces de resistir y rebelarse (ff. 94-95v). Pero si estos métodos fracasasen y los infieles siguieran rechazando la conversión y su integración en la comunidad cristiana, lo único que quedaba por hacer era dispersarlos o expulsarlos (f. 102). El español Benito Arias Montano expresaba opiniones muy similares al analizar la situación en los Países Bajos, y la política que había de seguirse contra los rebeldes: «porque ninguna cosa los rinde al fin sino el respeto, recelo o temor, no la blandura o el tratarlos por vía de nobleza ni otros medios loables y deseables con que los hombres se suelen mover». 21

Detrás de estos consejos y análisis, y en general nadie dudaba que los principios «generales» propuestos por Botero estaban pensados desde las particulares condiciones de España, estaba la idea de que el problema morisco era sin duda uno de religión e integración, pero también era una cuestión de estado, y que, por lo tanto, su discusión implicaba plantearse la situación a largo plazo de una minoría que según parecía a muchos, estaba buscando la inestabilidad de los reinos. 22En otras palabras, desde especialmente la revuelta de los moriscos granadinos, para muchos de los habitantes de la Península, y ciertamente para las autoridades monárquicas, la «mancha» en los moriscos no era sólo religiosa, sino política, y por la tanto la discusión sobre qué hacer a largo plazo no podía ya ser sólo eclesiástica sino también, y cada vez más, política.

Aunque no se sabe a ciencia cierta por qué Felipe II no aceptó o no ordenó la ejecución de las propuestas de sus consejeros más cercanos, a partir de 1582 en los debates institucionales sobre los moriscos son mayoría aquellos que veían la expulsión, cuando no la esclavitud o la ejecución de la mayoría de los moriscos, como la única solución posible. Y esto a pesar, insistimos, de la existencia de personas que seguían defendiendo que, como cristianos, la única alternativa era buscar la conversión e integración de los moriscos, no su aniquilación. Martín González de Cellorigo, Pedro Valencia, Ignacio de las Casas y muchos otros propusieron que se redoblasen los esfuerzos por integrar a los moriscos, promoviéndolos socialmente, haciendo esfuerzos para convertirlos en sinceros cristianos. La clave, todos aseguraban, era eliminar por todos los medios pacíficos posibles su distinta identidad morisca. La razón de la actitud de rechazo a su asimilación se debía, de acuerdo con Cellorigo, al «despegamiento que con ellos hasta aquí se ha tenido», y la solución pasaba por introducir medidas serias de promoción social e integración cultural y religiosa. 23Las Casas, por su parte, pedía que los eclesiásticos dejasen de comportarse como «inhumanos políticos» proponiendo la expulsión de los moriscos. La idolatría, recordaba, no es hereditaria, como lo es el pecado original, y los moriscos bautizados son hijos de la Iglesia y por ello no podían ser abandonados; se les debe controlar, educar, castigar y premiar como a los demás cristianos, nunca expulsarlos o matarlos. Nadie podía justificar la penalización de un pueblo entero simplemente porque algunos de sus miembros hubieran cometido crímenes, uno de los argumentos utilizados en 1609 para justificar la Expulsión. 24Para Pedro de Valencia la iglesia existía para reintegrar a los que pecan, no para destruirlos, y criticaba como cruel, tiránico e inhumano todos y cada uno de los métodos que se habían propuesto en las décadas anteriores para controlar a los moriscos. 25

Pero a partir de 1598, las voces que pedían un trato humanitario hacia los moriscos, el uso de «medios blandos», para usar la terminología del momento, comenzaron a ser cada vez más minoritarias en el debate institucional sobre la cuestión morisca. El Consejo de Estado, por ejemplo, proponía ya en febrero de 1599 –un momento crucial en el reinado de Felipe III porque en este año comenzó a definirse la política hacia Inglaterra, Francia y, sobre todo, los Países Bajos– medidas de extremada represión. El Consejo discutía una combinación de medidas que incluían: mandar a presidio o galeras a los moriscos de edades comprendidas entre los 15 y los 60 años; expulsar a los mayores de 60 años, y reeducar a todos los niños moriscos, propuestas compartidas por otros muchos individuos durante los primeros años del reinado de Felipe III. 26Los moriscos eran enemigos internos y como tales había que tratarlos. Este era el consejo de una de las mentes políticas más interesantes del momento, Baltasar Alamos de Barrientos, quien en su Discurso político al rey Felipe III al comienzo de su reinado, escrito entre 1598 y 1600, escribió:

Los Moros y sus príncipes de Fez y Marruecos están muy cerca de nosotros; enemigos también por la religión..., y [España] esta llena de Moriscos tan devotos y aficionados suyos, a mi juicio, como cuando profesaban su mala ley públicamente. Y aunque de presente parezca que viven sosegados, siempre, como descontentos y de contraria secta, han de procurar volver a ella y procurar valerse de cualquier ocasión que haya para ello. Y en fin, obedientes mientras hubiera paz, desleales y muy para ser temidos si hay guerras civiles o revueltas extranjeras, que es cuando los oprimidos, como quiera que sean y lo estén, levantan cabezas y muestran su mal ánimo. 27

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