Entre esos otros hay un hombre que empezó en los años sesenta y una mujer que debutó en los setenta, pero que han permanecido como una suerte de puente entre el cine de las nuevas olas y el que nos convoca en este texto: el francés Philippe Garrel, y la belga Chantal Akerman, que son casi la quintaesencia de esos atributos expresivos que hemos reseñado de manera muy sintética y con todos los riesgos que las extrapolaciones de este tipo conllevan, pues parecen nivelar y borrar las diferencias, cuando en verdad estamos ante modos muy propios e idiosincráticos de encarar la creación fílmica y con desemejanzas muy marcadas en el estilo audiovisual de cada uno de ellos. En todos esos realizadores la cuota de pertenencia a una determinada cultura o tradición (la coreana, la rusa, la japonesa, la finlandesa o cualquier otra) y la manera de asumirla, sumada a la visión particular de cada realizador, modula estilos tan diferentes como variados y no necesariamente ubicables por completo en cada uno de los puntos de la caracterización propuesta. De allí la curiosidad y asombro provocados por esos realizadores y sus filmes y la necesidad de tratarlos de manera individualizada.
( Ventana Indiscreta , n.° 1, primer semestre del 2009, pp. 40-43)
Al otro lado de la frontera y más allá del charco
EL CRUCE DE LA FRONTERA
Hagamos un poco de historia. No han sido escasas las prestaciones latinoamericanas al cine norteamericano. Las hubo, especialmente del país hispanohablante ubicado más al norte de la región. Algunos que empezaron en la era silente como el actor Ramón Novarro, nacido en Durango, se afincaron en Hollywood para siempre, aunque ocasionalmente incursionaran en el cine de su país de origen. Otros, como Dolores del Río, prima segunda del anterior, se inició en el Hollywood mudo, siguió allí en los años treinta y se trasladó luego con éxito al México de los estudios Churubusco para, finalmente, culminar su carrera en algunas producciones norteamericanas. Más tarde, Gilbert Roland y Ricardo Montalbán, entre otros mexicanos, se instalaron en la ciudad de los grandes Estudios, como lo hizo la portuguesa-brasileña Carmen Miranda, la dominicana María Montez, el puertorriqueño José Ferrer o el argentino Fernando Lamas. En cambio, el también mexicano Arturo de Córdova protagonizó algunos filmes en los estudios de Los Ángeles, pero volvió a su México natal para convertirse en la gran figura masculina del melodrama.
Entre los directores, el argentino Hugo Fregonese tentó suerte en algunos westerns y dramas criminales de bajo presupuesto en Hollywood. No le fue mal pero no duró mucho tiempo en tierras californianas y prosiguió luego su carrera en Europa y cerró el ciclo en Argentina. Otras presencias latinoamericanas fueron más esporádicas en la dirección de producciones norteamericanas.
En todo caso, el aporte latinoamericano, más allá de la inevitable cuota de ‘latinidad’ actoral, no supuso la influencia que sí pudieron tener cineastas provenientes de otras latitudes, especialmente los alemanes y austríacos, cuya impronta fue ciertamente considerable.
¿Qué ha pasado en estos últimos años? Hay dos figuras femeninas de gran notoriedad como la mexicana Salma Hayek y la puertorriqueña Jennifer López que se suman, entre otros, a los españoles Antonio Banderas y los intermitentes Penélope Cruz y Javier Bardem al team ‘hispano’, tal como se denomina en los Estados Unidos en estos tiempos a todos los que tienen al español como lengua materna. Fuera del pequeño contingente de intérpretes, tres directores mexicanos han logrado una posición expectante en la gran industria norteamericana. Ellos son, como se sabe, Guillermo del Toro, Alfonso Cuarón y Alejandro González Iñárritu. La competencia por los Oscares tuvo a los tres en liza en la ceremonia de premiación de 2007. No obtuvieron rabo ni oreja en materia de premios, pero sí una respetable cuota de notoriedad. Como que México pasaba por primera vez de manera triunfal por esa frontera tan esquiva que separa (y ahora con muro incluido en etapa de construcción) a los Estados Unidos de su vecino.
Pero, claro, no era México ni el cine mexicano, sino tres realizadores de ese país que hacían producciones importantes, dos de ellas norteamericanas y la otra española. Ni Cuarón ni González Iñárritu filmaban sus primeras películas al interior de la gran industria hollywoodense. El primero, ya con tres títulos en inglés, entre ellos la tercera parte de la saga dedicada a Harry Potter, y con una respetable ubicación, era el responsable de Niños del hombre ( Children of Men , 2006), un relato de ciencia ficción bastante solvente, con Clive Owen, sin duda uno de los mejores actores que se hayan perfilado en estos años, y con la fotografía de otro mexicano muy relevante en la producción norteamericana de esta década, Emmanuel Lubezki. González Iñárritu, de fulgurante aparición en Amores perros (2000), hizo su segundo largo de producción norteamericana, 21 gramos ( 21 grams , 2003), laboriosa dramatización de tres casos límite interpretados por Sean Penn, Naomi Watts y Benicio del Toro, para luego coincidir con su paisano Cuarón en la ceremonia de los Oscares correspondientes a 2006 con Babel , una ambiciosa propuesta, también con tres historias entrecruzadas, escritas como las dos anteriores por el también mexicano Guillermo Arriaga. Este último, después de haber cortado su relación profesional con González Iñárritu ha dirigido Corazones ardientes ( The Burning Plan , 2008).
El caso de Guillermo del Toro es algo distinto, porque después de Cronos (1993), una historia de ciencia ficción, con Federico Luppi como protagonista, su primer largo y el único realizado en México, ha dirigido cuatro películas en Hollywood y dos en España, demostrando, y no solo con El laberinto del fauno (2006), una capacidad de fabulación y un talento para la creación de imágenes y personajes de raíz fantástica más bien ajenos a la geografía del cine de América Latina.
A diferencia de los anteriores, Rodrigo García, nacido en Bogotá e hijo del autor de la novela Cien años de soledad , ha realizado sus primeros largos y una constante labor televisiva en Norteamérica y, por lo visto, allí parece plenamente integrado, sin que sus raíces sudamericanas se reconozcan en su trabajo cinematográfico, más bien abocado al retrato de ciertos sectores de la clase media estadounidense.
Sin querer agotar la relación de todos los que han hecho ‘el cruce de la frontera’, hay que consignar al mexicano Luis Mandoki, instalado en Estados Unidos desde los años noventa (aunque en el 2004 rodó en México la demagógica Voces inocentes ), y al argentino Alejandro Agresti, procedente de los predios de un cine independiente y de pretensiones innovadoras hecho en Holanda y Argentina, quien recala en Hollywood con La casa del lago (2006), una historia de amor con ribetes fantásticos, de un marcado convencionalismo narrativo. También el brasileño Fernando Meirelles, quien luego de Ciudad de Dios (2002), esa poliédrica y llamativa, más que eficiente o creativa, recreación de la violencia de las favelas de Río de Janeiro, ha adaptado a John Le Carré en El jardinero fiel ( The Constant Gardener , 2005) y a José Saramago en Ceguera ( Blindness , 2008) con una declinante potencia expresiva.
EL SALTO DEL CHARCO
Mucho menos significativa es la ‘migración’ temporal o permanente al viejo continente. A diferencia de los años setenta y ochenta, en los que el exilio, especialmente chileno, produjo un cierto número de películas en Alemania y otros países, la presencia latinoamericana en Europa se ha reducido considerablemente. En Francia siguen varios argentinos como Edgardo Cozarinsky, Hugo Santiago y Eduardo de Gregorio. El más constante de ellos es Cozarinsky, que también ha filmado en Buenos Aires ( Ronda nocturna , 2005). Pero el argentino más notorio, sin obra previa en su país de origen, ha sido en estos últimos años Gaspar Noé cuyos Solo contra todos (1998) y especialmente Irreversible (2002), han generado polémica y, mientras que la primera ha sido más favorecida por la opinión crítica, la segunda ha recibido cuestionamientos muy sólidamente sustentados. Irreversible es un tour de force de narración temporal invertida, modulado sobre el paroxismo de la violencia, la frialdad quirúrgica de una violación y la dudosa poesía de la felicidad final (mejor dicho, inicial) de la pareja.
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