Joan Fuster - Joan Fuster - escritos de crítica cultural

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Joan Fuster (Sueca, 1922-1992) ejerció la crítica cultural de manera continuada a lo largo de su intensa trayectoria literaria, y en ella desplegó su gran sagacidad y su pensamiento «hipercrítico» –en palabras de J. M. Castellet– para opinar y reflexionar sobre cuestiones relacionadas con la literatura, las artes plásticas, la música, la filosofía, la historia… Este volumen recoge una selección representativa de estos escritos de «estética cultural» –en los que destacan su prosa incisiva, su perspicacia para observar la realidad y su amplio bagaje cultural–, que hasta ahora se encontraban dispersos en revistas o periódicos publicados entre la segunda parte de la década de 1940 y la primera de 1980, etapas clave en el panorama cultural contemporáneo, tanto en España como en el resto del mundo occidental. En este sentido, la presente antología es una auténtica operación de rescate intelectual hecha a partir de los fondos documentales, hemerográficos y bibliográficos del escritor.

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Y es que la Guerra Civil supuso para él, afirma Pla, «una etapa nebulosa y exasperada» en la que experimentó el hambre y el miedo, unidos a las crisis de la adolescencia. Y prosigue el escritor ampurdanés: «Por un pelo no lo llevaron al frente; quizá no lo habría soportado ni física ni moralmente. En aquellos terribles años, fue un chico anémico, nervioso y obsesionado» (Pla, 1975: 367). La generación de Fuster, incluso para aquellos que no llegaron a pisar el campo de batalla, fue una generación sacrificada, con un déficit fundamental: no tuvieron adolescencia, pasaron bruscamente de niños a hombres. Además, en plena posguerra, tuvieron que sobrellevar el lastre de la mistificación de la propaganda franquista y el ofuscamiento sistemático que imposibilitaba cualquier atisbo de abertura hacia un futuro más libre. Y en el caso de Fuster, su familia fue duramente golpeada con la muerte de tres parientes directos y el encarcelamiento de su padre en las prisiones de Orihuela y València, sin duda por motivos políticos. Todo ello, que condicionaría el desarrollo moral e intelectual de cualquier joven, Fuster pudo revertirlo gracias a su temprana afición a la lectura, que empezó a cultivar en los años de la guerra. Así pues, aquel joven, tímido e introvertido, halló una providencial tabla de salvación en los libros, aunque reconocía, ya de adulto, que mediaba un abismo entre sus lecturas de aquella época y las que hubiera deseado tener a su alcance. No debe extrañar, por tanto, que Unamuno y Ortega y Gasset fueran sus máximas aspiraciones intelectuales a finales de los años cuarenta, dos pensadores «contra» los que no tardó en mostrar una manifiesta animosidad. Tal vez, dicho sea de paso, por este motivo, entre otros de mayor calado. Autores de renombre como Marx, Nietzsche, Brecht, Aragon, Silone o Camus –conviene tener presente que tradujo a los dos últimos al catalán en los años sesenta– eran inaccesibles, casi unos perfectos desconocidos excepto para círculos muy reducidos. Pero tampoco eran más accesibles clásicos contemporáneos como Joyce o Mann, ni siquiera los novelistas franceses del siglo XIX –sus admirados Balzac y Stendhal–. 9Es indicativa, en este sentido, la evocación que Fuster hizo de su primera lectura de Sartre:

Le leí muy tarde. Cuando me correspondía leerle –por razones cronológicas–, Sartre estaba prohibido: archiprohibido. Le vetaban los censores de la Curia Romana y los censores de no sé qué ministerio de Madrid. Sus libros, cuando llegaban a mi alcance, eran de contrabando, y caros, carísimos. Pero, además, tarde: insisto. Mi juventud estuvo sometida al tornismo –a los «tornatistas», que decía Arnau de Vilanova–, y hasta unos «pensadores» tan deliciosamente reaccionarios como Unamuno y Ortega quedaban condenados como herejes y literalmente diabólicos. Eran las cosas de la Dictadura. Abrir un libro de Sartre, entonces, venía a ser una invitación a la libertad. Y no pongo énfasis en la manera de decirlo. Sus temas, el enfoque, las contradicciones que le ahogaban, eran los que esperábamos, en nuestra obnubilación provinciana, clerical y fascistoide. La cosa tenía su picante supernumerario: Sartre representaba una «izquierda» desembarazada, sin afiliación, sin dogmas, ligeramente libertaria. Los de «entonces» le debemos una gratitud inmensa. Nos enseñó a estar en contra de él mismo (Fuster, 1980 b : 136).

Finalizado el conflicto bélico y habiendo retomado los estudios secundarios, fue cuando Fuster empezó a cimentar modestamente su biblioteca personal, que amplió en la época de estudiante universitario en València, donde residió regularmente entre 1942 y 1948. Allí estudió la carrera de Derecho y realizó los cursos previos al doctorado, que pensó en llevar a cabo en un momento dado, aunque no lo hizo finalmente. Sin duda, aprovechó la oportunidad que se le presentaba de vivir en una capital de provincia –una realidad mucho más estimulante que la de su pueblo natal– con compañeros de estudios y amigos con quienes entablaba largas conversaciones paseando, disfrutando de la libertad que conlleva no estar sujeto a las consabidas limitaciones del control paternal, invirtiendo el tiempo libre y la escueta asignación económica que pudiese tener en ojear y adquirir, de vez en cuando, algún ejemplar interesante en librerías de viejo. Estas solían alojar fondos procedentes de bibliotecas familiares, dispersadas o saqueadas durante la guerra, que ejercían de contrapeso de las insuficiencias del mercado editorial, tan restringido y huérfano de novedades estimulantes, y que le permitieron entrar en contacto con pensadores relevantes del periodo de entreguerras, todavía de una relativa vigencia. 10

Pero también, indica Iborra (2010 a : 18), existía la posibilidad, por reducida que fuese, de acceder a libros de publicación reciente en establecimientos como la librería Rigal, con una trastienda por la que circulaban, prohibidos o permitidos, libros de importación franceses y nuevos títulos de editoriales mexicanas y sudamericanas como Fondo de Cultura Económica, Losada, Emecé o Sur, y también la española Aguilar. Este fondo literario permitió incorporar a pensadores como Bertrand Russell y a otros autores de la literatura inglesa como T. S. Eliot. De Russell, a quien Fuster atribuía la cualidad de ser un detergente moral, cabe destacar, entre otros títulos, su Elogio de la ociosidad y otros ensayos , editado por Aguilar en 1953, tan solo unos pocos años antes de que se publicase la versión catalana del Diccionario para ociosos de Fuster. Al margen de las reminiscencias evidentes del título, la intencionalidad de la palabra «ocio», también en el ensayista valenciano, está relacionada con la concepción que Russell plantea en los dos primeros artículos de su excelente ensayo –«Elogio de la ociosidad» y «Conocimiento “inútil”»–, basada en el aprovechamiento del tiempo libre como una posibilidad real de crecimiento personal y de enriquecimiento cultural. En definitiva, el acceso progresivo a estos escritores y corrientes de pensamiento complementaban otras lecturas más asentadas en Fuster, como el existencialismo de Sartre y de Camus o los grandes nombres del simbolismo y del postsimbolismo francés, con atención especial al pensamiento quintaesenciado de Paul Valéry.

Junto con los autores internacionales, no siempre asequibles, coexistían los escritores españoles: Baroja y Azorín, de la Generación del 98, y Vicente Aleixandre y Gerardo Diego, de la del 27. No recuerdo que Fuster dedicase una sola frase halagüeña a Baroja. A él, y a la Generación del 98 al completo, los tildó de energúmenos, retomando el calificativo empleado bastantes años antes por Ortega y Gasset, a propósito de su famosa polémica con Unamuno, como reacción a los lacerantes reproches con los que el rector de Salamanca censuró su declarado europeísmo. 11En la línea de Ortega, Fuster hacía extensivo el epíteto al resto de compañeros de generación por su actitud indecorosa, vocinglera y desaforada. Y con ello no se refería únicamente a su exasperación verbal, sino, sobre todo, a la ira mesiánica de sus formas y a la sempiterna vocación de declararse en contra de algo o alguien, haciendo gala del irracionalismo más absoluto. 12No obstante, Azorín sí le interesaba, aunque principalmente desde una perspectiva sociolingüística. Otra historia, bien distinta, fue su relación con Aleixandre y Gerardo Diego. La poesía del primero caló hondamente en él, y además lo trató personal y epistolarmente, aunque de manera esporádica. No menos importante fue la atención que dispensó a la poesía de Diego. 13De hecho, al uno y al otro, les concedió un lugar preferente en su Antología del surrealismo español . 14

Mención aparte merecen tres pensadores importantes en la España del momento: Unamuno, Ortega y Gasset y Eugenio d’Ors, con o sin el «don» delante, según la carga irónica con que Fuster se refería a ellos, en ocasiones, para hacerlos tambalear de su pedestal. No fueron pocas las diatribas que les lanzó, no sin reconocer sus méritos previamente. Sin duda, lo hizo de una manera más sistemática contra Unamuno, y no solo por el explícito título de su ensayo Contra Unamuno y los demás (1975 a ) –tomado del unamuniano Contra eso y aquello –, sino también por la causticidad, cómica e irreverente, de la que se sirvió para desmitificar el «sentimiento trágico de la vida» y el pretendido existencialismo que se le atribuyó post mortem , sobre la base de su individualismo exacerbado. Sea como fuere, la lectura que hizo de Unamuno está en la génesis de su ensayo Las originalidades y le suscitó artículos polémicos sobre el escritor bilbaíno. No tiene desperdicio, en este sentido, el sarcástico «Desunamunícense ustedes» (Fuster, 1962 b ), en el que le reprobaba su reconocido acientificismo , que, a inicios de los años sesenta, era todavía bien visto por una parte de la población española recelosa de la modernidad europea.

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