John Norman - Los nómadas de Gor

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El terráqueo Tarl Cabot, ahora guerrero de la Contratierra, se aleja de los Montes Sardos llevando la misión de recuperar un misterioso objeto, fundamental para los destinos de los reyes sacerdotes. Los nómadas de Gor, los salvajes y peligrosos pueblos de las Carretas, conservan ese objeto.
Tarl Cabot, solo, intentará rescatarlo.

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—¿Cuánto pagaste? —pregunté.

—Es difícil ser más listo que un tuchuk cuando se trata de negocios —dijo Harold, con tono seguro.

—Pronto llegará la época de la caza de tumits —murmuró Kamchak, que miraba por la llanura, hacia los carros apostados más allá de la muralla.

Recordaba muy bien cómo Kamchak había hecho que Albrecht de los kassars pagase por el retorno a su carro de la pequeña Tenchika, y recordaba también cómo el Ubar de los tuchuks estuvo a punto de morirse de risa al ver que el kassar pagaba un precio exorbitante, lo que era señal evidente de que había cometido el error de caer en las redes amorosas de la chica, ¡que encima era turiana!

—En mi opinión —dijo Harold— un tuchuk tan despierto como Kamchak, el Ubar de nuestros carros, no debe haber pagado más que un puñado de discotarns de bronce por una muchacha de su estilo.

—En esta época del año —observó Kamchak—, los tumits suelen correr hacia el Cartius.

—De verdad —dije—, estoy muy contento de que Aphris vuelva a estar en tu carro. Te aprecia mucho, ¿sabes?

Kamchak se encogió de hombros.

—Por lo que he oído —dijo Harold—, no hace más que cantar alrededor de los boskos y en el interior del carro todo el día. Yo también me desharía de una chica que insiste en hacer tanto ruido.

—Creo que voy a encargar que me hagan otra boleadora para mis cacerías —dijo Kamchak.

—Estoy seguro —continuó Harold— de que habrá mantenido bien alto el honor de los tuchuks, y que le habrá pagado una cantidad ridícula al estúpido kassar.

Cabalgamos en silencio un rato más, y luego pregunté:

—Oye, Kamchak, sólo por saberlo, ¿cuánto has pagado por ella?

La cara de Kamchak había oscurecido por la rabia. Miró primero a Harold, que sonreía con aire inocente e interrogante, y luego me miró a mí. Puedo asegurar que mi curiosidad era honesta, pero no diría lo mismo de la de Harold, mucho más maliciosa. Las manos de Kamchak sujetaban, rígidas y blancas, las riendas.

—Diez mil barras de oro —respondió al fin.

Tiré de las riendas de mi kaiila y le miré, perplejo. Harold empezó a dar palmadas en su silla mientras se reía a carcajadas.

Los ojos de Kamchak, si hubiesen sido cohetes de fuego, habrían carbonizado al joven tuchuk.

—Vaya, vaya, vaya —dije, sin estar muy seguro de que en mi voz no se detectase un cierto grado de malicia socarrona.

Los ojos de Kamchak parecían tener la intención de carbonizarme a mí también.

Una expresión divertida empezó a vislumbrarse en los ojos del Ubar, y finalmente la cara cicatrizada se distorsionó en una tímida mueca:

—Sí, Tarl Cabot, hasta ahora no sabía que era un estúpido.

—De todos modos, Cabot —dijo Harold—, ¿no crees que después de todo, aunque un poco insensato en ciertos asuntos, Kamchak es un excelente Ubar?

—Bien, pues sí —dije yo—. Después de todo, y aunque sea un poco insensato en ciertos asuntos, es un excelente Ubar.

Kamchak miró a Harold, y luego a mí, para finalmente bajar la cabeza y rascarse la oreja. Volvió a levantar la cabeza, nos miró, y después los tres rompimos a reír, y el rostro de Kamchak incluso se llenó de lágrimas, que bajaban por entre los surcos de sus cicatrices.

—Deberías haber precisado —dijo Harold— que el oro era turiano.

Volvimos a reírnos y, de pronto, apresuramos el paso de nuestras kaiilas, ansiosos por llegar a nuestros respectivos carros, pues en cada uno de ellos nos esperaba una chica, una chica maravillosa, deseable y nuestra. En el de Harold estaría Hereena, la que había sido del Primer Carro. Aphris de Turia, de ojos almendrados, exquisita, que antes había sido la mujer más rica y quizás la más bella de su ciudad, mientras que ahora se había convertido en la esclava del Ubar de los tuchuks, estaría en el de Kamchak. En el mío, en cambio me esperaba la esbelta Elizabeth Cardwell, de ojos y cabellos oscuros, la que había sido una muchacha orgullosa de la Tierra, y ahora sólo era la desamparada y bella esclava de un guerrero de Ko-ro-ba. En su nariz se había fijado el delicado y provocativo anillo de las mujeres tuchuks, en su muslo estaban marcados los cuatro cuernos de bosko, y su cuello estaba rodeado por un collar de acero que llevaba mi nombre grabado. La incontrolable y explosiva sumisión de aquella chica nos había sorprendido a ambos por su profundidad, tanto a mí, que mandaba, como a ella, que se sometía; tanto a mí, que daba, como a ella, que recibía y no tenía más remedio que rendirse. Aquella noche tras abandonar mis brazos, Elizabeth se había tendido sobre la alfombra y llorado.

—No tengo nada más que ofrecer. ¡Nada más!

—Es suficiente —le había dicho.

Y ella lloró de alegría, apoyando su cabeza sobre mi costado con todo su cabello suelto.

—¿He complacido a mi maestro?

—Sí. Sí, Vella, Kajira. Estoy muy complacido, de verdad. Mucho.

Al llegar al carro, salté de mi kaiila y corrí hacia él, y la chica que allí se encontraba gritó de alegría y corrió hacia mí. Nos abrazamos, y nuestros labios se encontraron, mientras ella repetía:

—¡Vives! ¡Estás a salvo!

—Sí, estoy a salvo. Y tú estás a salvo. Y el mundo está a salvo.

Entonces creía que aquello era verdad.

27. La dispensa de la Piedra del Hogar de Turia

Deduje que la época adecuada para la caza de tumits, las grandes aves carnívoras de las llanuras meridionales, estaba cerca, pues Kamchak, Harold y los demás parecían muy impacientes. Kutaituchik había sido vengado, y a Kamchak ya no le interesaba Turia, aunque deseaba que la ciudad se recuperase, probablemente pensando que era un mercado muy valioso para los asuntos de los Pueblos del Carro, y si los ataques a las caravanas no resultaban beneficiosos durante un tiempo, siempre podrían cambiar pieles y cuernos por los productos de la civilización.

En el día anterior a la retirada de los Pueblos del Carro de la ciudad de las nueve puertas y de las altas murallas, Turia, Kamchak celebró audiencia en el palacio de Phanius Turmus. El mismo Ubar turiano, junto con Kamras, el anterior Campeón de Turia, estaba encadenado a la puerta. Ambos vestían el Kes, y limpiaban los pies de todos cuantos entraban.

Turia había sido una ciudad rica, y aunque a los tarnsmanes de Ha-Keel se les pagó una buena cantidad de oro, no representaba gran cosa al lado del total, ni siquiera contando con el que se llevaron los ciudadanos en su huida por las puertas de la muralla que Kamchak mantuvo abiertas durante el incendio de la ciudad. Realmente, las cantidades que tenía escondidas Saphrar en lugares secretos, en docenas de enormes almacenes subterráneos, habrían sido suficientes para hacer de cada tuchuk, y quizás también de cada kataii y de cada kassar un hombre rico, muy rico, en cualquiera de las ciudades de Gor. Recordé que Turia nunca había caído desde su fundación, quizás miles de años atrás.

Así, una buena parte de sus riquezas, aproximadamente un tercio, se destinaron por orden de Kamchak a la ciudad, para que así fuese posible su reconstrucción.

Como buen tuchuk, Kamchak no podía mostrarse tan generoso con las mujeres de la ciudad, y las cinco mil muchachas más bonitas de Turia fueron marcadas y entregadas a los comandantes de los centenares, para que ellos las distribuyesen entre los más bravos y fieros de sus hombres. A las demás mujeres se les permitió quedarse en la ciudad, o bien marcharse por las puertas de las murallas para buscar a sus hombres y familias. Naturalmente, además de las mujeres libres, muchas esclavas habían caído en manos de los guerreros y también fueron enviadas a los diferentes comandantes de los centenares. De ellas, las más maravillosas eran las que se encontraron en los Jardines del Placer de Saphrar de Turia. Por supuesto, las chicas de los Pueblos del Carro que sufrían esclavitud fueron liberadas. En cuanto a las otras, aparte de algunas de Ko-ro-ba en cuya defensa actué, cambiaron sus sedas perfumadas y sus baños calientes y perfumados por la vida nómada, el cuidado de los boskos y armas de sus amos guerreros. Para mi sorpresa, no hubo demasiadas que pusieran objeciones a dejar los lujosos placeres de los jardines de Saphrar, pues con el cambio ganaban la libertad de los vientos y de las llanuras. También soportarían el polvo, el olor a bosko y el collar de un hombre que las dominaría profundamente, pero ante él serían seres humanos individuales; a cada una se la consideraría de diferente manera, cada una sería un ser único y maravilloso, un ser apreciado en el mundo secreto del carro de su amo.

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