John Norman - Los nómadas de Gor
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Tarl Cabot, solo, intentará rescatarlo.
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—Toma —dijo Tenchika poniendo el fardo que llevaba entre las manos de Dina. Son tuyas. Es tu derecho tenerlas, porque te las has ganado.
Dina, que ignoraba el contenido de aquel envoltorio, lo abrió, y vio que en su interior había copas y anillos, piezas de oro y otros objetos valiosos que Albrecht le había dado como recompensa por sus victorias en las competiciones de boleadora.
—Tómalo —insistió Tenchika.
—¿Lo sabe él? —preguntó Dina.
—¡Claro que sí!
—Es muy amable.
—Le quiero —dijo Tenchika antes de besar a Dina y correr fuera de la estancia.
Me acerqué a Dina de Turia, y mirando los objetos que tenía en la mano dije:
—Debes haber hecho una carrera realmente buena.
Ella se echó a reír.
—Con esto tendré bastante para alquilar la ayuda de unos cuantos hombres. Podré reabrir el comercio de mi padre y mis hermanos.
—Si quieres, puedo darte mil veces esta cantidad.
—No —respondió sonriendo—. Prefiero empezar sólo con esto, que es realmente mío.
Acto seguido, se bajó brevemente el velo y me besó.
—Adiós, Tarl Cabot, te deseo lo mejor.
—Yo también te deseo lo mejor, noble Dina de Turia.
—¡Ésta sí que es una fantasía de guerrero! —exclamó—. ¡Sí sólo soy la hija de un panadero!
—Era un hombre noble y valiente.
—Gracias.
—Y su hija también lo es. Sí, es una mujer noble y valiente, y además muy bella.
No le permití que volviera a ponerse el velo hasta después de besarla por última vez, suavemente.
Volvió a cubrirse y se llevó las yemas de los dedos a los labios ahora ocultos para después tocar con ellas los míos, antes de volverse y abandonar la sala.
Elizabeth había contemplado la escena, pero no daba muestras de enfado.
—Es muy bella —me dijo.
—Sí, lo es. —Después miré a Elizabeth y añadí—: Tú también eres bella.
—Lo sé —dijo mirándome con una sonrisa.
—¡Qué muchacha más vanidosa!
—Una muchacha goreana —dijo— no necesita fingir que es modesta cuando sabe que es bella.
—Eso es cierto. Pero, ¿de dónde has sacado la noción de que eres bella?
—Mi amo me lo ha dicho —dijo levantando su preciosa nariz—, y mi amo no miente, ¿verdad que no?
—No demasiado a menudo, y menos cuando se trata de cuestiones de tal importancia.
—Por otra parte, he visto que los hombres me miran, y sé positivamente que alcanzaría un buen precio.
Debí parecer escandalizado.
—Sí —continuó diciendo ella—, estoy segura de que valgo muchos discotarns.
—Sí los vales —admití.
—Pero tú no me venderás, ¿verdad que no?
—No, de momento no. Ya veremos, si continúas complaciéndome.
—¡Oh, Tarl!
—Amo —corregí.
—Amo.
—¿Y bien? —inquirí.
—Procuraré seguir complaciéndote —dijo sonriendo.
Me rodeó el cuello con los brazos y me besó.
La retuve durante un buen rato en mis brazos, saboreando sus labios tibios, y la delicadeza de su lengua en la mía.
—Seré tu esclava para siempre —murmuró—. Para siempre, amo, para siempre.
Me resultaba difícil comprender que esa belleza que tenía en mis brazos había sido una vez una simple muchacha de la Tierra. Era casi incomprensible que esa criatura, ahora tuchuk y goreana, era la misma Elizabeth Cardwell, la joven secretaria que hacía ya tanto tiempo se encontrara inexplicablemente en medio de las llanuras de Gor, entre intrigas y circunstancias que tan lejos quedaban de su comprensión. No importaba lo que hubiese sido antes, no importaba que en la Tierra no tuviese más valor que un número de teléfono, que hubiese sido una empleada de poca importancia, con su salario, con la obligación de complacer e impresionar a otros empleados un poco más importantes que ella. No, todo eso no importaba, porque ahora era una criatura que vivía, con libertad de emociones, aunque su carne estuviera sujeta por las cadenas. Ahora era una chica vital, apasionada, enternecedora, amante, mía. Pensaba si aquella transformación habría sido posible en otras muchachas de la Tierra, si habrían podido acabar perteneciendo a un hombre, a un mundo, sin entender lo ocurrido. Me preguntaba si realmente habrían podido sobrevivir en un mundo en el que debían encontrarse con ellas mismas, para ser ellas mismas, un mundo en el que deberían correr, y respirar, y reír, y ser rápidas, y amables. Me preguntaba si otras chicas de mi planeta podrían conservar el orgullo, y hacer que sus corazones se sintieran libres y abiertos mientras su hombre las mantenía con el collar de la esclava durante el tiempo que le viniera en gana. Pero finalmente rechacé estos pensamientos, pues me parecieron cosa de locos.
En la corte del Ubar no quedábamos más que Kamchak y Aphris, Harold y Hereena, y yo junto a Elizabeth Cardwell.
Kamchak me miró desde el otro lado de la habitación.
—En fin —dijo—, parece que la apuesta ha salido bien.
—Apostaste que los otros pueblos, los kassars y los kataii —dije recordando de qué me hablaba—, acudirían en nuestra ayuda, y por eso decidiste no abandonar la ciudad para defender los boskos y los carros de los tuchuks. Realmente, era una apuesta peligrosa.
—Quizás no fuera tan peligrosa como crees, pues conozco a los kataii y a los kassars mejor que ellos mismos.
—Pero también me dijiste que una parte de tu apuesta no había acabado. ¿Ha acabado ya?
—Sí, ha acabado.
—¿Cuál era esta última parte?
—Preveía que los kataii y los kassars, y con el tiempo también los paravaci, comprenderían de qué manera habíamos estado divididos entre nosotros, y cómo nos habíamos destruido, y que al comprenderlo, intentarían ponerle remedio, reconociendo la necesidad de unir nuestros estandartes y poner a todos los millares a las órdenes de un solo mando...
—Es decir, preveías que reconocerían la necesidad de un Ubar San.
—Sí, eso es. En eso consistía la apuesta, en que comprenderían que necesitaban un Ubar San.
—¡Salve! —grité—. ¡Kamchak, Ubar San!
—¡Salve! —gritó Harold—. ¡Kamchak, Ubar San!
Kamchak sonrió y bajó la mirada.
—Pronto llegará la época de caza de los tumits —dijo.
Cuando se volvió para abandonar la habitación del trono de Phanius Turmus, Aphris de Turia se levantó para seguir sus pasos, discretamente.
Kamchak se giró para encararse con ella, que le miró, tratando de averiguar qué era lo que ocurría, pero la expresión de Kamchak era inescrutable. Aphris se quedó donde estaba.
Con gran delicadeza, Kamchak puso las manos en sus brazos y la atrajo hacia sí. Entonces, muy suavemente, la besó.
—¿Amo? —dijo ella, extrañada.
Las manos de Kamchak se pusieron sobre el pesado cierre del collar turiano que ella llevaba. Hizo girar la llave y lo abrió, para luego lanzarlo lejos.
Aphris no decía nada. Solamente se la veía temblar, y su cabeza se agitaba un poco. Se tocó el cuello, todavía incrédula.
—Eres libre —dijo el tuchuk.
Ella le miraba, y era evidente que no le creía.
—No temas. Te daré riquezas —dijo Kamchak sonriendo—. Volverás a ser la mujer más rica de todo Turia.
Aphris no podía responderle nada.
Ella, como los demás, estaba perpleja. Todos nosotros sabíamos que el tuchuk había asumido muchos riesgos para adquirirla. Todos sabíamos el alto precio que había pagado recientemente para que volviese a su carro, tras haber caído en las manos de otro guerrero.
No podíamos entender lo que había hecho.
Kamchak se volvió lentamente y dio la espalda a Aphris. Tomó las riendas de su kaiila, puso un pie en el estribo y montó con facilidad. Después, sin azuzar al animal, salió lentamente de la estancia. Los demás le seguimos, a excepción de Aphris, que permanecía atónita en pie ante el trono del Ubar, vestida de Kajira cubierta, pero ahora sin collar, libre. Se había llevado los dedos a los labios. Parecía aturdida, y sacudía su cabeza.
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