John Norman - Los nómadas de Gor
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Tarl Cabot, solo, intentará rescatarlo.
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Saphrar avanzó un poco más hacia el centro y el estanque se lo permitió. Los fluidos llegaban ahora a su pecho.
—¡Bajad las parras! ¡Bajadlas! —rogó Saphrar.
Nadie se movió.
Saphrar echó atrás la cabeza y aulló de dolor como lo haría un perro. Empezó a arañarse el cuerpo, como si hubiese enloquecido. Después, con lágrimas en los ojos, extendió los brazos hacia Kamchak de los tuchuks.
—¡Piedad!
—Acuérdate de Kutaituchik —dijo Kamchak.
Saphrar gritó, desesperado. Bajo la superficie distinguí que algunas fibras filamentosas empezaban a rodear sus piernas para conducirle a una parte más profunda del estanque, para que se hundiera por completo.
Saphrar, el mercader de Turia, intentó evitarlo agitando los brazos en el material pastoso que te rodeaba, pero era inútil. Los ojos de la víctima parecían salir de sus órbitas, y la boca, con sus dos colmillos vacíos ya del veneno de ost, parecía gritar, pero de ella no salía sonido alguno.
—Ese huevo —le dijo Kamchak— era sólo un huevo de tharlarión. No tenía ninguna utilidad, ni valor.
El fluido llegaba ahora a la barbilla de Saphrar, que echó hacia atrás la cabeza para intentar mantener la boca y la nariz sobre la superficie. Su cabeza se sacudía por el horror.
—¡Piedad! —volvió a gritar.
Pero aquella palabra se perdió entre la masa burbujeante y amarilla que había alcanzado en aquel momento su boca.
—Acuérdate de Kutaituchik —repitió Kamchak.
Las fibras filamentosas arrastraron al mercader por las piernas y los tobillos hacia las profundidades del estanque. Algunas burbujas salieron a la superficie. Después, sus manos de uñas escarlatas, aún extendidas como pretendiendo alcanzar las parras, desaparecieron bajo el estanque brillante y espumoso.
Permanecimos allí en silencio durante un rato, hasta que Kamchak vio surgir en la ahora líquida superficie, huesos blancos, como maderas flotantes, que eran desplazados uno por uno a los lados del estanque. Supuse que algún criado los recogería para deshacerse de ellos, según la costumbre.
—Traed una antorcha —ordenó Kamchak.
No quitaba los ojos del fluido del estanque, de ese líquido viviente.
—Saphrar de Turia fue quien aficionó a Kutaituchik a las cuerdas de kanda —me dijo Kamchak—. Por lo tanto, mató a mi padre dos veces.
Trajeron la antorcha, y el estanque parecía descargarse de vapores más rápidamente, y los filamentos empezaron a agitarse y se dirigieron al otro extremo. Los colores amarillos parpadeaban, las fibras se retorcían, y las esferas de diferentes colores oscilaban y giraban bajo la superficie, corriendo en una dirección y luego en otra.
Kamchak tomó la antorcha y con su mano derecha, después de describir un amplio arco, la arrojó al centro del estanque...
Fue como una explosión, como una conflagración: el estanque ardía como un volcán, y tanto Kamchak, como Harold, los demás hombres y yo tuvimos que cubrirnos el rostro y retroceder ante la fuerza de las llamas. Se oían los rugidos, silbidos y borboteos del estanque que lanzaba fragmentos incendiados de sí mismo a las paredes. Incluso las parras prendieron. El estanque parecía intentar desecarse para retroceder y volver a su condición sólida, pero el fuego había prendido tanto en su interior que abrió las capas que empezaban a endurecerse en el exterior, y lo convirtió todo en algo que parecía un lago de aceite en llamas. Los fragmentos recién endurecidos prendieron y luego se elevaron en el aire, por encima de las llamas.
Durante más de una hora estuvo ardiendo, hasta que finalmente la cuenca del estanque quedó vacía de su contenido, completamente ennegrecida. En algunos lugares, el mármol se había fundido y derretido. No quedaba nada, aparte de algunas manchas de carbón y grasa, así como unos cuantos huesos carbonizados y unas gotas de oro derretido, que quizá eran todo cuanto restaba del que Saphrar de Turia llevaba sobre los ojos y de sus dos colmillos de oro, que una vez contuvieron el veneno de un ost.
—Kutaituchik ha sido vengado —dijo Kamchak.
Acto seguido, abandonó aquel lugar.
Harold, yo y los demás le seguimos.
Fuera del recinto de Saphrar, que ahora estaba ardiendo, montamos en nuestras kaiilas para volver a los carros, al otro lado de las murallas.
Un hombre se acercó a Kamchak.
—El tarnsman ha escapado —dijo—. Como tú nos habías ordenado, no hicimos fuego contra él, pues no iba con el mercader, Saphrar de Turia.
—No tengo nada en contra de Ha-Keel el mercenario —repuso Kamchak.
Después se volvió a mí y dijo:
—Quien puede volver a encontrarse con él eres tú, sobre todo ahora que sabe lo que hay en juego en todas estas disputas. Sólo saca su espada en nombre del oro, pero supongo que ahora que Saphrar está muerto, los que emplearon al mercader deberán necesitar nuevos agentes que hagan su trabajo..., y que pagarán con placer los servicios de una espada como la de Ha-Keel.
Kamchak me sonrió, por primera vez desde la muerte de Kutaituchik y añadió:
—Dicen que la espada de Ha-Keel es apenas un poco menos rápida y hábil que la de Pa-Kur, el Maestro de Asesinos.
—Pa-Kur está muerto —dije—. Murió en el sitio de Ar.
—¿Recuperaste el cuerpo?
—No.
—Creo, Tarl Cabot —dijo Kamchak sonriendo—, que nunca serías un buen tuchuk.
—Y eso, ¿por qué?
—Eres demasiado inocente, demasiado confiado.
—Hace ya tiempo —dijo Harold, que se encontraba por allí cerca— que no me hago ilusiones con los korobanos.
—Pa-Kur —dije sonriendo— fue derrotado en combate singular sobre el tejado del Cilindro de Justicia de Ar. Allí, para evitar que le capturasen, se lanzó al vacío, y no creo que pudiese volar.
—¿Se recuperó su cuerpo? —volvió a preguntar Kamchak.
—No, pero eso ¿qué importancia tiene?
—Para un tuchuk, mucha.
—Realmente, los tuchuks sois lo que se dice desconfiados.
—¿Qué debió ocurrir con el cuerpo? —preguntó Harold, que parecía tomarse muy en serio esta cuestión.
—Supongo que las multitudes de abajo lo destrozarían. También es posible que lo llevaran junto a los demás cadáveres... Pudieron ocurrir muchas cosas.
—Por lo tanto —dijo Kamchak—, tú crees que está muerto.
—Seguro.
—Bien, pues esperemos que eso sea cierto..., por tu bien.
Hicimos que nuestras kaiilas girasen y, uno al lado del otro, salimos del jardín de la Casa de Saphrar, que seguía ardiendo. Cabalgamos sin hablar, pero Kamchak, por primera vez en semanas, silbó una tonadilla. Luego se volvió hacia Harold y le dijo:
—Creo que dentro de unos cuantos días podremos ir a cazar tumits.
—Sí, me encantaría.
—¿No querrás venir con nosotros? —me preguntó Kamchak.
—Creo que dentro de muy poco tendré que dejar los carros pues he fracasado en la misión que me habían encomendado los Reyes Sacerdotes.
—¿Qué misión es ésa? —inquirió Kamchak con aire inocente.
—Encontrar el último huevo de los Reyes Sacerdotes —respondí, quizás con un poco de irritación—, y luego devolverlo a las Sardar.
—¿Y cómo es que los Reyes Sacerdotes no lo hacen por sí mismos? —preguntó Harold.
—No pueden soportar la luz del sol. No son como los hombres, y si los hombres los viesen, les temerían, e intentarían matarlos, con lo que se correría el peligro de que también destruyesen el huevo.
—Algún día me tendrás que hablar de los Reyes Sacerdotes.
—De acuerdo.
—Pensé que tú podrías ser el hombre —dijo Kamchak.
—¿Qué hombre? —pregunté.
—Los dos que trajeron la esfera me dijeron que un día vendría otro a solicitarla.
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