John Norman - Los nómadas de Gor
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Tarl Cabot, solo, intentará rescatarlo.
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Los ojos del paravaci emblanquecieron bajo la capucha negra y su cabeza se volvió bruscamente para mirar a los tuchuks que habían retrocedido hasta el otro extremo de la estancia.
—Entonces, ¡esa esfera será mía! —exclamó corriendo hacia Saphrar para intentar arrebatársela.
—¡Es mía! ¡Mía! —gritaba Saphrar intentando retenerla.
Ha-Keel observaba la escena con mucho interés.
Hubiera deseado correr hacia ellos, pero la mano de Kamchak me sujetó por el brazo y lo evitó.
—¡Que la esfera no sufra ningún daño! —grité.
El paravaci era mucho más fuerte que el obeso mercader, y pronto tuvo sus manos sobre la esfera y tiraba de ella, mientras Saphrar la sujetaba con sus pequeñas manos y gritaba histéricamente. Con sorpresa vi que mordía el antebrazo del paravaci, con lo que sus dos colmillos envenenados se mezclaron con la sangre del encapuchado. Éste gritó, desesperado, y se estremeció. Entonces contemplé con horror que la esfera dorada, que el paravaci había conseguido arrebatarle a Saphrar, caía a unos cuatro metros de él y se rompía contra el suelo.
De mis labios surgió un grito de terror y corrí hacia delante. Las lágrimas brotaban en mis ojos, y no pude evitar un gemido cuando caí sobre mis rodillas ante los fragmentos esparcidos del huevo. ¡Todo había acabado, pues! ¡Todo! ¡Había fracasado en mi misión! ¡Los Reyes Sacerdotes morirían! Este mundo, y quizás también mi querida Tierra, caería ahora en manos de esos Otros misteriosos, todo había acabado, todo estaba perdido, muerto, sin esperanza de remisión.
Apenas tenía conciencia de los estertores del paravaci, que se debatía sobre la alfombra mientras daba dentelladas al aire y levantaba el brazo herido. Su sangre se convertía en naranja debido a los efectos del veneno de ost, y no tardó en morir tras un último suspiro.
Kamchak fue hacia él y le apartó la máscara. Contemplé aquella cara distorsionada, de color anaranjado, retorcida, agónica, Su piel, parecida ahora a un pellejo, era como de papel coloreado, como si algo siguiera abrasándola desde el interior. Se distinguían gotas de sudor y de sangre sobre ella.
—Es Tolnus —oí que decía Harold.
—Naturalmente que es él. ¿Quién si no el Ubar de los paravaci podía haber enviado a sus jinetes para que atacaran los carros tuchuks? ¿Quién si no él podía haberles prometido a los tarnsmanes mercenarios la mitad de los boskos, del oro, de las mujeres y de los carros de los paravaci?
Me acordaba de Tolnus, pues había sido uno de los cuatro Ubares con los que me había encontrado sin saberlo al llegar a los Pueblos del Carro.
Kamchak se inclinó sobre aquel cadáver y le arrancó el collar de valor incalculable que llevaba, compuesto por una multitud de joyas. Después, arrojándolo a uno de sus hombres, dijo:
—Dádselo a los paravaci, así quizás podrán comprar algunos de los boskos y mujeres que les quitaron los kassars y los kataii.
En verdad no tenía demasiada conciencia de todo cuanto ocurría a mi alrededor, pues estaba desbordado por la pena, y seguía arrodillado en el salón de audiencias de Saphrar, ante los restos de la esfera dorada destrozada.
Noté que Kamchak y Harold se habían acercado al lugar en el que me encontraba.
Sin ninguna vergüenza, sollozaba.
No lo hacía solamente por haber fracasado, por ver que el objeto protagonista de mi misión se había desvanecido. No, y tampoco lloraba porque la guerra de los Reyes Sacerdotes, en la que yo había tomado parte prominente, resultase ahora totalmente infructuosa y absurda. Ni tampoco porque la vida de mi amigo Misk se viese ahora desprovista de propósito, destrozada. Tampoco lo hacía por pensar que ese mundo, y quizás la misma Tierra podían caer ahora en manos de esos Otros misteriosos. No, no se trataba de eso. Mis sollozos respondían a lo que yacía en el interior del huevo, a la víctima inocente de tantas intrigas, de tantas luchas desatadas durante siglos, que podían llevar al conflicto a diferentes mundos. Sí, lloraba porque esa criatura había muerto, y no había hecho nada que la llevase a tal suerte. El niño, por llamarlo de alguna manera, de los Reyes Sacerdotes, ese niño que podía haberse convertido en la Madre, estaba ahora muerto.
Los sollozos hacían que mi cuerpo se convulsionase, y no me preocupaba que aquellos hombres fuesen testigos de mi dolor.
—Saphrar y Ha-Keel han huido —oí vagamente que alguien decía.
—Suelta a los eslines, y dejemos que cacen un rato —dijo Kamchak cerca de mí, con gran tranquilidad.
Oí cómo soltaban las cadenas de los animales, y los dos eslines salieron disparados de la habitación, con los ojos brillantes por la excitación.
No me habría gustado estar en la piel de Saphrar de Turia.
—Has de ser fuerte, guerrero de Ko-ro-ba —dijo Kamchak con amabilidad.
—Creo que no lo entiendes, amigo mío —susurré—. No, no lo entiendes.
De pronto me di cuenta del fuerte hedor que despedía la esfera destrozada que tenía delante de mí.
—Huele muy mal —dijo Harold.
Se agachó junto a los fragmentos, con expresión de asco, e investigó por entre aquella sustancia espesa, tocando los fragmentos dorados de la cáscara, esparcidos como consecuencia de la caída. Frotó uno de esos fragmentos entre el pulgar y el índice.
Yo seguía con la cabeza gacha. Nada me importaba.
—¿Has examinado esta esfera dorada? ¿Te has fijado bien en ella? —me preguntó Harold.
—Nunca tuve la oportunidad de hacerlo —respondí.
—Pues deberías hacerlo ahora —dijo Kamchak.
Negué con la cabeza.
—Mira —dijo Harold mostrándome la yema de sus dedos índice y pulgar. Vi que estaban manchados de dorado.
Me quedé observando aquella mano, sin entender todavía qué ocurría.
—Es tinte —dijo Harold.
—¿Tinte? —repetí.
Harold volvió a agacharse para tocar las sustancias espesas del huevo roto. De entre éstas sacó un feto arrugado, podrido, que quizás había muerto meses o años atrás. Era el feto de un tharlarión.
—Como ya te había dicho —dijo Kamchak sin abandonar su tono amable—, el huevo era un objeto inútil.
Me puse inmediatamente en pie, e investigué también entre los restos de aquel huevo. Tomé un trozo de cáscara, y frotándolo vi que efectivamente el dorado se desprendía fácilmente y manchaba mis dedos.
—Éste no es el huevo de los Reyes Sacerdotes —dijo Kamchak—. ¿De verdad crees que dejaríamos que nuestros enemigos conociesen el paradero de un objeto así?
Miré a Kamchak con lágrimas en los ojos.
De pronto, desde muy lejos nos llegó un terrible grito, agudo, tembloroso, acompañado de los aullidos estridentes de los frustrados eslines.
—Ha terminado —dijo Kamchak—. Ha terminado.
Se volvió hacia la dirección de la que provenía el grito. Siempre sin prisas, caminó por la alfombra para dirigirse a ese lugar. Cuando estuvo a la altura del cadáver de Tolnus de los paravaci dijo:
—Mala suerte. Habría preferido atarle a una estaca en el camino de los boskos.
Sin añadir nada más, Kamchak abandono la estancia, y nosotros le seguimos, guiándonos por los aullidos frustrados y distantes de los eslines.
Juntos llegamos al borde del Estanque Amarillo de Turia. En su contorno de mármol se hallaban los dos eslines, que alzaban y bajaban sus cabezas y aullaban, furiosos. Sus ojos azules, enloquecidos, no perdían ni por un momento de vista a la triste figura de Saphrar de Turia, que gimoteaba y lloriqueaba en el interior del estanque. Sus dedos intentaban alcanzar las parras graciosas y decorativas que colgaban sobre él, a más de seis metros por encima de su cabeza.
Se debatía e intentaba desplazarse en la sustancia brillante, palpitante, burbujeante, del Estanque Amarillo, pero no lo logró. Sus manos rechonchas de uñas escarlatas parecían de pronto derretidas, delgadas, en sus desesperados esfuerzos por encontrar un punto al que agarrarse. El mercader estaba cubierto de sudor. Le rodeaban las luminosas esferas blancas, que flotaban bajo la superficie, quizás observando, o quizás solamente registrando la posición de la presa en virtud de las corrientes de presión. Las gotas de oro que Saphrar llevaba a modo de cejas pasaban inadvertidas bajo el fluido gelatinoso y palpitante que empezaba a subir por su cuerpo, pegándosele irremisiblemente. Bajo la superficie podíamos ver que sus ropas habían desaparecido en parte, devoradas por las sustancias del estanque, que ahora empezaban a atacar su piel, cada vez más blanca. Sí, aquellos jugos empezaban a abrirse paso en su cuerpo, y de él extraían las proteínas y alimentos que necesitaba el estanque para nutrirse.
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