John Norman - Los nómadas de Gor
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Tarl Cabot, solo, intentará rescatarlo.
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—¿Ha entrado o salido algún tarn del recinto durante esta última noche?
—No —respondió el oficial.
—¿Estás seguro?
—Había luna llena, y no hemos visto nada. Eso sí, he contado tres o cuatro tarns que están ahí dentro desde antes.
—No permitáis que escapen.
—Intentaremos que no lo hagan.
Ahora, por el este, del mismo modo que en la Tierra, podíamos distinguir algo de luminosidad en el cielo. Me pareció notar que mi respiración se había hecho más profunda.
Kamchak seguía sin moverse.
Abajo se oía el murmullo que los hombres producían al comprobar sus armas.
—¡Ahí va un tarn! —gritó uno de los que estaba con nosotros en la azotea.
Allí arriba, muy alto, tanto que no parecía más que un punto en el cielo, vimos a un tarn volando hacia el recinto de Saphrar, procedente de la torre en la que creía que Ha-Keel se había hecho fuerte.
—¡Preparados para disparar! —ordené.
—No —dijo Kamchak—, dejadle entrar.
Los hombres no dispararon, y el tarn, una vez se encontró casi sobre el centro del recinto, siempre manteniéndose lo más lejos posible de nuestro fuego, descendió bruscamente, levantando las alas y abriéndolas solamente en el último momento para aterrizar en el techo del torreón, muy lejos del alcance de nuestras ballestas.
—Saphrar puede escapar —observé.
—No —dijo Kamchak—, para Saphrar no hay escapatoria posible.
No dije nada.
—Su sangre me pertenece —insistió Kamchak.
—¿Quién es el jinete? —pregunté.
—Ha-Keel, el mercenario. Viene a negociar con Saphrar, pero sería mejor que lo hiciera conmigo, sean cuales sean los términos de esa negociación, pues yo dispongo de todo el oro y de todas las mujeres de Turia, y cuando caiga la noche poseeré también las hordas privadas de ese mercader.
—Ten cuidado, Kamchak —le advertí—, porque los tarnsmanes de Ha-Keel pueden volverse contra ti en lo más fuerte de la batalla.
Kamchak no me respondió.
—Los mil tarnsmanes de Ha-Keel —dijo Harold— han abandonado su torre antes del amanecer y emprendido camino hacia Puerto Kar.
—Pero, ¿por qué? —pregunté.
—Han recibido una buena cantidad de oro turiano, un material del que disponemos en grandes cantidades.
—Entonces, Saphrar está solo.
—Más solo de lo que piensa.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Espera y verás —repuso Harold.
La luz del este se había hecho ya mucho más clara, y podía ver los rostros de los hombres que aguardaban ahí debajo. Algunos llevaban correas de cuero con ganchos de metal a un extremo, mientras que otros aguantaban escaleras.
Intuía que el ataque total al recinto se produciría en el plazo de un ahn.
La Casa de Saphrar estaba rodeada literalmente por millares de guerreros.
Sobrepasábamos en número a los desesperados defensores de sus murallas, quizás en una proporción de veinte a uno. La lucha iba a resultar encarnizada, pero no parecía que el resultado estuviera en duda, ni siquiera antes de empezarla. Y particularmente ahora que los tarnsmanes de Ha-Keel habían dejado la ciudad, con las albardas de sus monturas repletas de oro turiano.
Kamchak volvió a tomar la palabra:
—He esperado durante mucho tiempo la sangre de Saphrar de Turia.
Levantó la mano, e inmediatamente un hombre que estaba a su lado subió al muro de la azotea para emitir un largo toque con su cuerno de bosko.
Creí que ésa podía ser la señal para que empezara el ataque, pero ninguno de los hombres se movió.
Ocurrió lo contrario. Con asombro, vi que una de las puertas del recinto se abría, y algunos hombres de armas salían cautelosamente, con un saco en la mano y en la otra sus armas, preparadas. Avanzaron en fila por la calle situada debajo de nosotros, bajo la mirada desdeñosa de los guerreros de los Pueblos del Carro. Cada uno de esos hombres se dirigió a una larga mesa, sobre la que había varias balanzas de pesas, y cada uno de ellos recibió cuatro piedras goreanas de oro, alrededor de tres kilos terrestres, y las guardó en el saco a tal fin. Les escoltarían hasta las afueras de la ciudad, porque el peso de cuatro piedras en oro es una fortuna.
Yo estaba profundamente sorprendido. No comprendía lo que ocurría. Por delante nuestro ya debían haber pasado centenares de guerreros que hasta pocos instantes todavía militaban en las filas de Saphrar.
—No... No lo entiendo —le dije a Kamchak.
El no se volvió para mirarme, sino que continuó observando el recinto.
—Deja que Saphrar de Turia muera por el oro —dijo.
Solamente entonces tuve conciencia de lo que estaba ocurriendo, y comprendí también la profundidad del odio que Kamchak sentía por Saphrar.
Hombre a hombre, piedra de oro a piedra de oro, se estaba acercando la muerte de Saphrar. Sus murallas, sus defensas estaban siendo adquiridas, grano a grano, arrebatándosele de entre las manos. Su oro no podía comprar ya los corazones de los hombres. Kamchak, para no desmerecer de la crueldad propia de los tuchuks, se quedaría tranquilamente a un lado y moneda a moneda, poco a poco, compraría a Saphrar de Turia.
En un par de ocasiones oí el entrechocar de las espadas en el otro lado de las murallas. Quizás algunos hombres fieles a Saphrar, o a sus códigos, intentaban evitar que sus compañeros abandonasen el recinto. Pero a juzgar por el continuo éxodo que presenciábamos los leales estaban divididos y eran franca minoría. Por otra parte, aquellos que habrían deseado luchar por Saphrar, al ver que sus compañeros desertaban en tan gran número, debieron comprender enseguida que el peligro era inminente y que se había incrementado, con lo que no tardaron en unirse a los desertores. Incluso vi que algunos esclavos abandonaban el recinto, y a pesar de su condición les dieron también las cuatro piedras de oro. Quizás era ésta una manera de insultar a quienes habían aceptado el soborno tuchuk. Supuse que Saphrar había reunido en torno suyo a aquellos hombres durante los años en que estuvo acumulando su fortuna. Ahora pagaría el precio, su propia vida.
La expresión de Kamchak seguía siendo impasible..
Finalmente, más o menos un ahn después del amanecer, ya no salieron más hombres del recinto, y las puertas quedaron abiertas.
Kamchak había bajado de la azotea, y estaba montado en su kaiila.
Lentamente, dirigió su montura hacia la puerta principal. Harold y yo le acompañamos a pie. Detrás de nosotros venían varios guerreros. A la derecha de Kamchak caminaba un maestro de eslines, que sujetaba con una cadena a dos de esas bestias sanguinarias y sinuosas.
En la silla de Kamchak colgaban varias bolsas de oro. Cada una de ellas debía pesar más de cuatro piedras. Y siguiéndole, entre los guerreros, iban varios esclavos turianos, cubiertos con el Kes y encadenados, cargando con grandes cazos repletos de sacos de oro. Entre esos esclavos estaba Kamras, el Campeón de Turia, y Phanius Turmus, el Ubar turiano.
Una vez en el interior del recinto, vi que las murallas parecían desiertas. El terreno que las separaba de los edificios aparecía igualmente vacío. Aquí y allá se veían desperdicios, como trozos de cajas, flechas rotas, pedazos de ropa.
Kamchak se detuvo y miró a su alrededor. Sus ojos oscuros y profundos miraban los edificios y examinaban con gran detenimiento las azoteas y las ventanas.
Instantes después hizo que su kaiila avanzara lentamente en dirección a la entrada del edificio principal. Ante él había dos guerreros, que parecían totalmente dispuestos a defenderlo. Me sorprendió ver, un poco más atrás, una figura huidiza, vestida de blanco y dorado. Era Saphrar de Turia. Se quedó allí, en segundo término, sujetando algo entre los brazos, algo que estaba envuelto en un paño dorado.
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