John Norman - Los nómadas de Gor

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Los nómadas de Gor: краткое содержание, описание и аннотация

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El terráqueo Tarl Cabot, ahora guerrero de la Contratierra, se aleja de los Montes Sardos llevando la misión de recuperar un misterioso objeto, fundamental para los destinos de los reyes sacerdotes. Los nómadas de Gor, los salvajes y peligrosos pueblos de las Carretas, conservan ese objeto.
Tarl Cabot, solo, intentará rescatarlo.

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Los dos hombres se prepararon para defender el portal.

Kamchak detuvo su kaiila.

Detrás de nosotros oí el estruendo de centenares de escaleras y de ganchos que golpeaban las murallas. Al volverme vi que cientos y cientos de hombres se adentraban en el recinto por encima de ellas, y también por las puertas abiertas. Los muros se convirtieron en un hervidero de tuchuks y de otros guerreros de diferentes pueblos nómadas. Inmediatamente se detuvieron, y quedaron en actitud expectante.

De pie sobre su silla, Kamchak se anunció a sí mismo:

—Kamchak de los tuchuks, cuyo padre Kutaituchik fue asesinado por Saphrar de Turia, llama a Saphrar de Turia.

—¡Matadle con vuestras lanzas! —gritó Saphrar desde el interior del umbral.

Los dos defensores dudaban.

—Saludad a Saphrar de Turia de parte de Kamchak de los tuchuks —dijo Kamchak con calma.

—¡Kamchak de los tuchuks quiere saludar a Saphrar de Turia! —dijo uno de los guardianes volviéndose bruscamente.

—¡Matadle! —gritó Saphrar—. ¡Matadle!

Una docena de arqueros, que empuñaban el pequeño arco de cuerno, se situaron frente a los guardianes y apuntaron con las armas a sus corazones.

Kamchak desató dos de los sacos de oro que colgaban de su silla. Lanzó uno hacia un guardián, y el otro hacia el segundo guardián.

—¡Luchad! —gritó Saphrar.

Los dos guardianes abandonaron la puerta, para recoger cada uno su saco de oro, y luego corrieron por entre los tuchuks.

—¡Eslines! —gritó Saphrar antes de volverse y correr al interior de la casa.

Sin darse ninguna prisa, Kamchak hizo subir a la kaiila por las escaleras que conducían a la entrada de la casa, y luego, siempre a lomos de su kaiila, entró en la gran sala de recepción de la Casa de Saphrar.

Allí miró detenidamente alrededor suyo y después, con Harold y yo detrás, y también con el hombre de los dos eslines, con los esclavos cargados de oro y con los arqueros y demás hombres, empezó a subir por las escaleras de mármol sobre su kaiila, tras los pasos del aterrorizado Saphrar.

En el interior de la casa nos encontramos también con guardianes, y Saphrar siempre se refugiaba detrás de ellos. Pero Kamchak arrojaba el oro y los guardianes se lanzaban a recogerlo, con lo que Saphrar, jadeante y resollando, no tenía más remedio que seguir corriendo con sus piernas cortas, conservando el objeto envuelto en tela dorada entre las manos. El mercader cerraba puertas tras de sí, pero pronto las volvían a abrir, forzándolas, los que iban con nosotros. Cuando podía arrojaba muebles escaleras abajo para detenernos, pero no teníamos más que esquivarlos. Esa persecución nos llevaba de habitación en habitación, de sala en sala, por toda la inmensa mansión de Saphrar de Turia. Pasamos también por la sala de banquetes, el lugar en el que un tiempo antes el mercader que ahora huía había sido nuestro anfitrión. Pasamos por cocinas y por pasadizos, e incluso por las habitaciones privadas de Saphrar, en donde vimos una multitud de vestidos y pares de sandalias pertenecientes al mercader; cada una de esas prendas estaba confeccionada preferentemente en los colores blanco y dorado, pero en ocasiones se mezclaban con centenares de otros colores. Cuando llegamos a ese punto de la casa, pareció que la persecución había terminado, pues Saphrar se había esfumado. Aun así, Kamchak no dio muestras de la más mínima irritación.

Lo que hizo fue desmontar y tomar una de las prendas que se hallaban sobre la inmensa cama de la habitación. Luego hizo olfatear esa prenda a los dos eslines y les ordenó:

—¡Cazad!

Los dos animales parecieron beber del olor de la prenda, y después empezaron a temblar, y de sus patas anchas y ligeras emergieron las garras para luego volver a retraerse, y sus cabezas se levantaron para empezar a oscilar a uno y otro lado. Como si de un solo animal se tratara, se volvieron y arrastraron por la cadena a su cuidador. Quedaron frente a lo que parecía un muro, y se levantaron sobre las dos patas posteriores, mientras que con las cuatro delanteras arañaban el muro, entre gritos, lloriqueos y gruñidos.

—Romped esta pared —ordenó Kamchak.

No era cuestión de tomarse la molestia de buscar el botón o la palanca que debía abrir aquel panel.

Un momento después, el muro ya estaba destrozado, revelando el oscuro pasadizo que quedaba tras él.

—Traed lámparas y antorchas —ordenó Kamchak.

Nuestro Ubar entregó su kaiila a un subordinado y prosiguió su camino a pie, con una antorcha y una quiva en las manos. Se adentró en el pasadizo con los dos eslines al lado. Tras él avanzábamos Harold y yo, y el resto de sus hombres, varios de ellos con antorchas, e incluso los esclavos que cargaban con el oro. Bajo la guía de los eslines, no tuvimos dificultades en seguir el rastro de Saphrar a través del pasadizo, aunque éste se ramificaba en varias ocasiones. El camino estaba completamente a oscuras, pero allí donde se bifurcaba había encendidas algunas pequeñas lámparas de aceite de tharlarión. Supuse que Saphrar de Turia debía llevar una lámpara o una antorcha, a menos que conociese de memoria los entresijos de aquel laberinto.

En un punto, Kamchak se detuvo y pidió que trajesen planchas. Mediante algún mecanismo había desaparecido la superficie del camino en una longitud de unos cuatro metros. Harold lanzó un guijarro a ese vacío, y tardamos más de diez ihns en oír su choque con el agua allá en las profundidades.

A Kamchak no parecía importarle esa espera. Se sentó y permaneció inmóvil como una roca, con las piernas cruzadas junto al vacío y mirando al otro lado. Finalmente llegaron las tablas que había pedido, y él y los eslines fueron los primeros en cruzar.

En otra ocasión nos ordenó que permaneciéramos quietos donde estábamos. Luego pidió una lanza, con cuya punta rompió un alambre que había en el camino. Inmediatamente, cuatro cuchillas salieron despedidas de una de las paredes, para introducirse con sus puntas afiladas en unos orificios practicados en la pared opuesta. Kamchak rompió las barras que sujetaban esas cuchillas a patadas, y seguimos nuestro camino.

Finalmente, emergimos en una amplia sala de audiencias, de techo abovedado, con espesas alfombras y repleta de tapices. La reconocí inmediatamente, pues era la estancia donde fuimos conducidos Harold y yo tras ser apresados para ser presentados ante Saphrar de Turia.

En esa habitación había cuatro personas.

En el puesto de honor, con las piernas cruzadas, tranquilo, apoyado en los cojines del mercader, estaba el enjuto Ha-Keel con su rostro cruzado por una cicatriz. El que había sido tarnsman de Ar, ahora mercenario del escuálido y maligno Puerto Kar, se encontraba engrasando tranquilamente la hoja de su espada.

En el suelo, bajo esa tarima, estaba Saphrar de Turia, que sujetaba con desesperación el objeto envuelto en púrpura. También se encontraba allí el paravaci, todavía con la capucha del Clan de los Torturadores; sí, allí estaba el que habría podido ser mi asesino, el que había estado con Saphrar de Turia cuando entré en el Estanque Amarillo de Turia.

Oí que Harold gritaba de alegría al descubrir a aquel tipo. El hombre se volvió hacia nosotros, con una quiva en la mano. Bajo su máscara negra debía haber palidecido al ver a Harold de los tuchuks. Sí, podía sentir cómo temblaba.

El otro hombre que les acompañaba era un joven, de ojos y cabellos oscuros. Se trataba de un simple hombre de armas, que no debía pasar de la veintena. Vestía el rojo de los guerreros. Empuñaba una espada corta y no se movía de su sitio, entre nosotros y los demás.

Kamchak le miraba, y en su expresión se denotaba únicamente que parecía divertido con la presencia de aquel muchacho.

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