John Norman - Los nómadas de Gor
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Tarl Cabot, solo, intentará rescatarlo.
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—Ahora tengo que dormir —dije acomodándome sobre la alfombra de piel.
—Gracias —dijo besándome en el hombro—. Gracias por liberarme, Tarl Cabot.
Girando sobre mí mismo, la tomé por los hombros y la empujé contra la alfombra, mientras ella me miraba y reía.
—¡Ya basta de tantas tonterías sobre libertades! ¡Lo que has de recordar es que eres una esclava!
Acto seguido di un estirón de su nariguera.
—¡Ay! —exclamó.
Levante su cabeza de la alfombra sin soltar el anillo. Los ojos le lloraban a causa del dolor.
—Desde luego —dijo Elizabeth—, ésta no es la manera indicada de respetar a una señorita.
Le retorcí la nariguera y se le saltaron las lágrimas.
—Claro que yo sólo soy una esclava.
—Y eso no debes olvidarlo —le recomendé.
—No, no, amo —sonrió.
—No me pareces suficientemente sincera.
—¡Pero lo soy! —dijo riendo.
—Creo que lo mejor será que te echemos a las kaiilas.
—Pero entonces, ¿dónde podrás encontrar a otra esclava tan maravillosa como yo?
—¡Muchacha insolente!
—¡Ay! —gritó al sentir que daba otro estirón de su nariguera—. ¡Basta, por favor!
Con mi mano izquierda di un tirón al collar, que se apretó contra la parte posterior del cuello.
—No olvides que en tu cuello llevas un collar de acero.
—¡Tu collar! —dijo inmediatamente.
Le di una palmada en el muslo y añadí:
—Y en este muslo también creo recordar que llevas la marca de los cuatro cuernos de bosko.
—¡Soy tuya! ¡Como un bosko!
Contuvo un grito al ver que volvía a tenderla sobre la alfombra, y luego me miró con ojos traviesos.
—Soy libre.
—Por lo visto, no has aprendido el significado del collar.
Elizabeth se rió con ganas. Finalmente levantó los brazos y los puso delante de mí, tierna y delicadamente.
—Tranquilo —dijo—. Esta muchacha ha aprendido bien la lección del collar.
Me eché a reír.
Ella volvió a besarme.
—Vella de Gor —dijo—, quiere a su amo.
—¿Y qué ocurre con la señorita Elizabeth Cardwell?
—¿La preciosa secretaria? —dijo con sorna.
—Sí, la secretaria.
—No es secretaria. No es más que una esclava goreana.
—De acuerdo. ¿Qué ha pasado con ella?
—No sé si habrás oído —susurró— que a esa muchacha, a Elizabeth Cardwell, la horrible chiquilla, su amo la ha obligado a rendirse como esclava.
—Sí, eso he oído.
—Ese amo es una bestia cruel.
—Y ahora, ¿cómo está ella?
—Esa esclava está ahora enamorada locamente de esa bestia.
—¿Cuál es su nombre?
—Se llama igual que quien hizo rendirse a Vella de Gor.
—¿Cómo dices que se llama?
—Tarl Cabot.
—Ése sí que es un tipo afortunado. Tales mujeres no están al alcance de cualquiera.
—Están celosas una de otra —dijo Elizabeth como confidencialmente.
—¿Y eso?
—Cada una intenta complacer a su amo más que la otra, para así convertirse en la favorita.
La besé.
—Me pregunto cuál será la favorita —dijo.
—Deja que las dos le complazcan —sugerí—, deja que cada una intente hacerlo mejor que la otra.
Estuvimos besándonos y acariciándonos durante un largo rato. Y de vez en cuando, a lo largo de toda la noche, Vella de Gor y la pequeña salvaje, Elizabeth Cardwell, solicitaban servir al placer del amo, y éste les permitía hacerlo. Pero no podía decidirse entre una de las dos, pese a que ahora podía tomarse las cosas con más calma, sopesándolas.
Ya era de madrugada, y él se encontraba ya casi completamente dormido, cuando las sintió contra sí, con sus mejillas apoyadas en su muslo.
—Chicas —murmuró el guerrero—, no olvidéis que lleváis mi acero.
—No lo olvidaremos —respondieron.
Y él sintió sus besos.
—Te amamos, te amamos —oyó que decían.
Mientras caía dormido, decidió que las mantendría a ambas como esclavas durante unos cuantos días, aunque sólo fuese para darles una lección. Además, como bien recordaba, el que libera a una esclava no es más que un estúpido.
26. El huevo de los Reyes Sacerdotes
El sol todavía no había salido, y en la oscuridad, las fuerzas de Kamchak llenaban las calles de Turia, sobre todo alrededor del recinto de Saphrar. Allí esperaban en silencio sus soldados, que no parecían más que sombras sobre las piedras. A veces se podían distinguir los destellos que el armamento o el equipo de los hombres provocaban a la luz pálida de una de las lunas. Una tos o el frufrú del cuero. A un lado oí cómo alguien afilaba una quiva, mientras otro procedía a tensar la cuerda de su pequeño arco.
Kamchak, Harold y yo nos hallábamos con otros oficiales en la azotea de un edificio que quedaba junto al recinto de Saphrar.
Al otro lado de las murallas podíamos oír a los centinelas dando las novedades de su puesto.
Kamchak permanecía en la penumbra, con las manos apoyadas en el pequeño muro que rodeaba la azotea en la que nos encontrábamos.
Hacía ya más de una hora que había dejado mi carro de comandante. Uno de los guardias del exterior se había encargado de avisarme. Cuando me iba, Elizabeth Cardwell se despertó. No nos dijimos nada, pero la abracé para cubrirla de besos antes de abandonar el carro.
De camino hacia el recinto de Saphrar, me había encontrado con Harold. Juntos comimos algo de carne seca de bosko y bebimos un poco de agua en uno de los carros de provisiones destinado a uno de los millares de la ciudad. En nuestro grado de comandantes, podíamos comer donde quisiéramos.
Los tarns que Harold y yo habíamos robado del torreón de Saphrar estaban ahora en el interior de la ciudad, y a nuestra disposición, pues había pensado que podían sernos de utilidad, aunque sólo fuera para enviar informes de un punto a otro. Naturalmente, en la ciudad también abundaban las kaiilas. Las había a millares, aunque los cuerpos principales de estas monturas estaban fuera de la ciudad, desde donde podían maniobrar mucho más fácilmente.
Oí que alguien mascaba cerca de mí, y al volverme vi que Harold, que había tomado del carro de intendencia algunas tiras de carne de bosko metiéndolas en su cinturón, se dedicaba a ir cortando con su quiva los trozos de carne con los que luego se llenaba la boca.
—Ya es casi de día —masculló al ver que le observaba.
Asentí.
Kamchak se inclinó hacia delante y continuó observando el recinto. En aquella oscuridad parecía un jorobado a causa de la brevedad de su cuello y de la amplitud de sus hombros. No se había movido de ese lugar en el último cuarto de ahn. Esperaba a que amaneciera.
Al dejar el carro había notado que Elizabeth Cardwell, aunque no me decía nada, estaba asustada. Recordaba sus ojos, y sus labios, que temblaban en los míos. Luego había separado sus manos de mi cuello y dado la vuelta para salir del carro. Pensaba en si volvería a verla.
—Yo, lo que haría —decía Harold— es enviar a la caballería de tarns por encima de las murallas, para que lanzaran sobre ellas millares de flechas. Después en una segunda oleada, utilizaría a los tarns que llevaran docenas de cuerdas de guerreros a los tejados de los edificios principales; así podrían tomarlos y quemar el resto.
—Pero, ¡si no tenemos caballería de tarns!
—Ése es el punto débil de mi plan —dijo Harold sin dejar de masticar carne.
Cerré los ojos brevemente, y después volví a mirar al oscuro recinto que quedaba al otro lado de la calle.
—Ningún plan es perfecto —reconoció.
Me volví a uno de los comandantes de centenar, el que estaba a cargo de los hombres a los que había entrenado con la ballesta, y le pregunté:
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