John Norman - Los nómadas de Gor
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Tarl Cabot, solo, intentará rescatarlo.
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—Esos dos hombres han muerto. Sus ciudades se levantaron una contra otra, y se mataron entre sí en una batalla.
—Me parecieron buenos guerreros. Siento mucho oírte decir eso.
—¿Cuándo vinieron a los carros?
—Ahora hará dos años —respondió Kamchak.
—¿Te entregaron el huevo?
—Sí, y me dijeron que lo guardara para los Reyes Sacerdotes. Era una decisión astuta por su parte, pues los Pueblos del Carro son los más fieros de todos los goreanos, y viven a centenares de pasangs de todas las ciudades, menos de Turia.
—¿Sabes dónde está el huevo en este momento?
—Naturalmente que lo sé.
Empecé a moverme incontroladamente sobre la silla de mi kaiila. Estaba temblando. Las riendas se movían en mis manos y la bestia se meneó, nerviosa.
—No me digas dónde está —dije—, o me veré tentado a arrebatártelo para llevarlo a las Sardar.
—Pero, ¿acaso no eres tú quien ha de venir en nombre de los Reyes Sacerdotes para reclamar el huevo?
—Sí, ése soy yo.
—Entonces, ¿por qué pretendes arrebatarlo? ¿No te lo puedes llevar de otra manera?
—Lo que ocurre es que no dispongo de nada que me permita probar que vengo de parte suya. ¿Por qué razón ibais a creerme?
—Porque he acabado conociéndote —repuso Kamchak.
No dije nada.
—Te he estado observando con mucho detenimiento, Tarl Cabot de la ciudad de Ko-ro-ba —dijo Kamchak de los tuchuks—. Una vez me perdonaste la vida, y tomamos juntos la tierra y la hierba, y desde ese momento, aunque tú hubieses sido un proscrito o un bellaco, habría muerto por ti, pero de todos modos aún no podía darte el huevo. Al cabo de un tiempo viniste con Harold a la ciudad, y de esta manera supe que estabas dispuesto a dar tu vida para obtener la esfera dorada, y que para conseguirlo podías superar obstáculos enormes. Una actuación así habría sido imposible en alguien que solamente trabajase por dinero. Eso me demostró que era realmente probable que tú fueses el escogido por los Reyes Sacerdotes para venir en busca del huevo.
—¿Y por esa razón dejaste que viniera a Turia, aun a sabiendas de que la esfera dorada era inútil?
—Sí, exactamente.
—¿Y por qué no me diste el huevo falso?
—Porque necesitaba una última cosa, Tarl Cabot —dijo Kamchak sonriendo.
—¿Y qué era?
—Necesitaba saber si deseabas obtener el huevo para devolvérselo a los Reyes Sacerdotes, y no para ti, para tu propio beneficio. —Kamchak me agarró por brazo y añadió—: Por esa razón también, quería que se rompiese esa esfera dorada. Si no la hubiesen destrozado, lo habría hecho yo mismo, para ver cuál era tu reacción, para ver si esa pérdida simplemente te enfurecía o si por el contrario te llenaba de tristeza, como enviado de los Reyes Sacerdotes.
El Ubar de los tuchuks sonrió y luego añadió:
—Cuando lloraste, supe que tu interés era legítimo, y que tú eres el enviado, el que había de venir, el que lo quería para ellos, y no para sí mismo.
Le miré confundido.
—Perdóname, Tarl Cabot. Soy demasiado cruel, porque soy un tuchuk, pero piensa que por mucho que te aprecie, tenía que conocer la verdad de todas estas cuestiones.
—No tengo por qué perdonarte, Kamchak. En tu lugar, creo que habría hecho lo mismo.
La mano de Kamchak se cerró en la mía, y permanecieron estrechadas durante un buen rato.
—¿Dónde está el huevo? —pregunté.
—¿Dónde crees tú que podrías encontrarlo?
—Si no hubiese dispuesto de otras informaciones..., lo habría buscado en el carro de Kutaituchik, el carro del Ubar de los tuchuks.
—Apruebo tu conjetura —dijo Kamchak—, pero como ya sabes, Kutaituchik no era el Ubar de los tuchuks.
Le miré fijamente.
—Yo soy el Ubar de los tuchuks —dijo sosteniendo mi mirada.
—¿Quieres decir que...?
—Sí. El huevo ha estado en mi carro durante dos años.
—¡Pero si yo he vivido durante meses en tu carro, y no...!
—¿No has visto nunca el huevo?
—No. Debía estar maravillosamente bien escondido.
—¿Qué apariencia crees que tiene ese huevo?
Permanecí unos momentos en silencio sobre la silla de mi kaiila, pensativo.
—No... No lo sé...
—¿Acaso no pensabas que sería un huevo esférico, un huevo dorado?
—Sí, es cierto.
—Por esa misma razón, nosotros los tuchuks tomamos un huevo de tharlarión, lo teñimos, y lo colocamos en el carro Kutaituchik. Luego, solamente tuvimos que hacer saber dónde se encontraba.
Me había quedado sin habla, y no podía hacer comentario alguno.
—Me parece que habrás visto en muchas ocasiones el huevo de los Reyes Sacerdotes —continuó diciendo Kamchak— porque está en el interior de mi carro, bien a la vista. Pero ni siquiera los paravaci que lo saquearon lo encontraron digno de interés, y lo dejaron allí.
—¡Era aquello! —grite.
—Sí —dijo Kamchak—, esa curiosidad, ese objeto gris, como de piel. Ése es el huevo.
Sacudí la cabeza, sin poder creer lo que estaba oyendo.
Recordaba que Kamchak se sentaba en aquella cosa gris, más bien angular, granulosa, de esquinas redondeadas.
—A veces —dijo Kamchak—, la mejor forma de ocultar algo es no ocultarlo, porque todos creemos que si tiene algún valor, esa cosa estará oculta, y por tanto, si está a la vista, es señal de que no lo tiene.
—Pero... Pero lo tenías allí en medio —dije con voz temblorosa—. Lo arrastrabas sobre la alfombra del carro, y un día incluso le diste una patada para que pudiese examinarlo... ¡Y te sentabas encima!
—Espero —dijo Kamchak alborozado— que los Reyes Sacerdotes no se ofendan, y que entiendan que esos pequeños detalles eran una parte esencial del engaño..., que por lo que creo ha funcionado bastante bien.
—No te preocupes —sonreí al pensar en la alegría de Misk al recibir el huevo—, no se ofenderán en absoluto.
—Y no temas, que no ha sufrido ningún daño. Para perjudicar al huevo de los Reyes Sacerdotes habría tenido que usar una quiva o un hacha.
—¡Tuchuk astuto! —exclamé.
Kamchak y Harold se echaron a reír.
—Ahora sólo espero que después de todo este tiempo, el huevo siga viable.
—Lo hemos vigilado —dijo Kamchak encogiéndose de hombros—, hemos hecho lo que ha estado en nuestra mano.
—Y yo te lo agradezco en nombre de los Reyes Sacerdotes.
—Nos complace estar al servicio de los Reyes Sacerdotes. Pero recuerda que nosotros sólo reverenciamos al cielo.
—Y al coraje, y a esa clase de cosas —añadió Harold.
Kamchak y yo reímos.
—Creo que por esta razón, porque reverenciáis al cielo, y al coraje, y esa clase de cosas, os trajeron el huevo a vosotros.
—Quizás sea cierto —dijo Kamchak—, pero sentiré un gran alivio cuando me libre de él, y por otra parte estamos casi en la mejor época para la caza del tumit con la boleadora.
—Hablando de otra cosa, Ubar —dijo Harold guiñándome un ojo—. ¿Cuánto has pagado por Aphris de Turia?
Kamchak le dirigió una mirada que parecía una quiva, directa al corazón.
—¿Has encontrado a Aphris? —pregunté con alegría.
—Albrecht de los kassars la recogió cuando atacaban el campamento paravaci —comentó despreocupadamente Harold.
—¡Fantástico! —exclamé.
—Solamente es una esclava —gruñó Kamchak—, una persona de poca importancia.
—¿Cuánto pagaste para volver a disponer de ella? —inquirió Harold con aire inocente.
—Prácticamente, nada, porque es casi una inútil.
—Me alegra mucho saber que Aphris está bien. Supongo que no te fue demasiado difícil arrebatársela a Albrecht de los kassars.
Harold se puso la mano sobre la boca y volvió la cabeza para reírse más disimuladamente. La cabeza de Kamchak parecía hundírsele en los hombros a causa de la ira que le invadía.
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