John Norman - Los nómadas de Gor

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Los nómadas de Gor: краткое содержание, описание и аннотация

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El terráqueo Tarl Cabot, ahora guerrero de la Contratierra, se aleja de los Montes Sardos llevando la misión de recuperar un misterioso objeto, fundamental para los destinos de los reyes sacerdotes. Los nómadas de Gor, los salvajes y peligrosos pueblos de las Carretas, conservan ese objeto.
Tarl Cabot, solo, intentará rescatarlo.

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Caminé tras Kamchak, y Harold lo hacía a mi lado. Hereena y Elizabeth nos seguían, según los cánones, dos pasos atrás.

—¿Cómo es posible que haya perdonado a Turia? —le pregunté a Harold.

—Su madre era turiana —me respondió.

Me detuve.

—¿Acaso no lo sabías? —preguntó.

—No —dije sacudiendo la cabeza—, no lo sabía.

—Tras su muerte, Kutaituchik se aficionó a las cuerdas de kanda.

Kamchak estaba a bastante distancia de nosotros ahora. Harold me miró.

—Sí. Era una chica turiana a la que Kutaituchik había adoptado como esclava. Pero la apreciaba, y la liberó. Se quedó con él en los carros hasta que murió. Era la Ubara de los tuchuks.

Kamchak nos esperaba en el exterior de la puerta principal del palacio. Nuestras kaiilas estaban atadas allí y montamos. Hereena y Elizabeth correrían junto a los estribos.

Empezamos a cabalgar para descender por la avenida que nos llevaría a la puerta principal de la ciudad.

La cara de Kamchak seguía inescrutable.

—¡Esperad! —oímos.

Al girar nuestras monturas vimos a Aphris de Turia, descalza y vestida de Kajira cubierta, corriendo detrás de nosotros.

Se detuvo junto al estribo de Kamchak, y allí se quedó quieta, con la cabeza gacha.

—¿Qué significa esto? —preguntó Kamchak con severidad.

La muchacha no respondió, ni tampoco levantó la cabeza.

Kamchak hizo volver a su kaiila y continuó cabalgando hacia la puerta principal, con nosotros detrás. Aphris, como Hereena y Elizabeth, corría junto al estribo.

Kamchak tiró de las riendas, y todos nos detuvimos. Aphris estaba a su lado, con la cabeza gacha.

—Eres libre —le dijo Kamchak.

Ella, sin levantar la mirada, negó con la cabeza.

—No, no soy libre. Soy de Kamchak de los tuchuks.

Apoyó la cabeza tímidamente en la bota de piel de Kamchak.

—No te entiendo.

Aphris levantó la cabeza, y había lágrimas en sus ojos.

—Por favor, amo —imploró.

—Pero, ¿por qué?

—Porque el olor de los boskos ha acabado por gustarme —dijo sonriendo.

Kamchak también sonrió, y alargó su mano hacia ella.

—Cabalga conmigo, Aphris de Turia —dijo Kamchak de los tuchuks.

Ella tomó su mano, y él la levantó hasta la silla y la colocó frente a sí. Una vez sentada, se volvió y apoyó la cabeza en el hombro del guerrero, llorando dulcemente.

—Esta mujer —dijo Kamchak de los tuchuks con brusquedad, con voz severa, pero a la vez emocionada—, esta mujer se llama Aphris, ¡conocedla! ¡Es la Ubara de los tuchuks! ¡Es la Ubara Sana, la Ubara Sana de mi corazón!

Dejamos que Kamchak y Aphris se adelantaran, y los seguimos unos centenares de metros más atrás, siempre en dirección a la puerta principal de Turia. Abandonamos aquella ciudad, y su Piedra del Hogar, y a sus gentes. Volvíamos a los carros, a los espacios abiertos, a la llanura azotada por el viento que quedaba más allá de las puertas de las altas murallas turianas, de esa ciudad que sólo había sido conquistada una vez. Turia la de las nueve puertas. Turia, la ciudad de las llanuras meridionales de Gor.

28. Elizabeth y yo partimos de los Pueblos del Carro

A Tuka, la esclava, no le iba demasiado bien ahora que estaba en manos de Elizabeth.

En el campamento de los tuchuks, Elizabeth Cardwell me había pedido que esperase todavía otra hora más para liberarla.

—¿Por qué? —había preguntado yo.

—Porque lo mejor que pueden hacer los amos es no interferir entre las disputas de sus esclavas.

Me encogí de hombros. De todos modos no importaba, porque pasaría por lo menos otra hora antes de que estuviese listo para emprender el vuelo hacia las Sardar, con el huevo de los Reyes Sacerdotes a buen recaudo en la silla de mi tarn.

Bastante gente se había reunido por los alrededores, cerca del carro de Kamchak. Entre los que allí estaban figuraba el amo de Tuka, y también la chica. Recordaba cuán cruel había sido con Elizabeth en los largos meses que ésta había pasado con los tuchuks, y también cómo la había atormentado incluso cuando estaba desamparada en la jaula de un eslín, burlándose de ella y pinchándole con el bastón del bosko.

Era muy probable que Tuka hubiese adivinado lo que se preparaba en la mente de Elizabeth, porque salió corriendo tan pronto como vio que la americana se volvía hacia ella.

A una distancia no superior a los cincuenta metros, oímos un grito asustado, y vimos que Tuka caía al suelo después de que Elizabeth le hubiera hecho una presa que no desmerecía del mejor fútbol americano. Poco después se produjo un revoloteo vigoroso y polvoriento entre los carros. Se veía a dos figuras girando sin cesar, mordiéndose, abofeteándose, arañándose y de vez en cuando, a juzgar por el ruido caía algún puñetazo que otro, que normalmente iba a parar a las curvaturas protoplásmicas de la contrincante. Durante un rato siguieron las cosas en la misma tónica, hasta que por fin oímos los gritos pidiendo clemencia de Tuka. Cuando así ocurrió, si no recuerdo mal, Elizabeth estaba encima de la turiana y le agarraba por el pelo para golpearle una y otra vez la cabeza contra el suelo. El cuero que cubría el cuerpo de Elizabeth había sido arrancado en su mayor parte durante la pelea. En cambio Tuka, que solamente iba vestida de Kajira, ni siquiera había tenido esta suerte: cuando Elizabeth acabó con ella, a la turiana sólo le quedaba encima la Curla, la banda roja que mantiene el pelo atado a la parte posterior de la cabeza. Ahora cumplía un cometido diferente: atarle las muñecas por detrás. Acto seguido, Elizabeth ató una correa en la nariz de la esclava, y la condujo al riachuelo, en donde hallaría la fusta adecuada. Cuando encontró la que necesitaba, de suficiente flexibilidad y longitud, así como del espesor y la ligereza apropiados, ató a Tuka por la nariguera en las raíces de un arbusto pequeño pero robusto. Allí la azotó sonoramente. Después la desató del arbusto, y le permitió correr hacia el carro de su amo, todavía atada por la nariz y por las muñecas a la correa de Elizabeth, que la siguió en su carrera como si Tuka fuera un eslín cazador, administrándole los azotes necesarios para que corriese a mayor velocidad.

Finalmente, jadeante, sangrando aquí y allí, medio desnuda, triunfante, Elizabeth Cardwell volvió a mi lado, y se arrodilló como una esclava obediente.

Cuando recuperó el aliento, quité de su cuello el collar. Era libre.

La coloqué en la silla del tarn, ordenándola sujetarse al pomo. Cuando yo montase, la ataría a él con unas correas. También yo me colocaría la correa de seguridad, que normalmente es de color púrpura y constituye una parte clásica en la silla de los tarns.

Elizabeth no parecía asustada de estar sobre un tarn. Pensé con alivio que habría algunas ropas para ella en el fardo, porque evidentemente las necesitaba.

Kamchak estaba allí, y su Aphris también, lo mismo que Harold y su Hereena, que seguía siendo su esclava. Se arrodillaba a su lado, y si por casualidad se le ocurría apoyar la cabeza en el muslo de su amo, éste se la apartaba con buenos modos.

—¿Cómo están los boskos? —le pregunté a Kamchak.

—Tan bien como puede esperarse.

—¿Están afiladas las quivas? —pregunté volviéndome a Harold.

—Así procuro mantenerlas —me respondió el rubio.

—Es muy importante —dije mirando a Kamchak— que los ejes de los carros estén bien engrasados.

—Sí, yo también lo creo así.

Estreché las manos de esos dos hombres.

—Te deseo lo mejor, Tarl Cabot.

—Te deseo lo mejor, Kamchak de los tuchuks.

—Realmente, no eres un mal tipo... —dijo Harold—, para ser korobano, claro.

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