Nick Brooks - La buena muerte

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Sobre La buena muerte: Hugh Madden trabaja como embalsamador y le encanta su trabajo: vive para sus «bellezas durmientes». Cuando su antiguo profesor de medicina aparece en el depósito de cadáveres, Madden recuerda sus años como estudiante en la universidad de Glasgow; en especial su amistad con un colega poseedor de un carisma peligroso, y de cómo acabó trabajando con muertos en lugar de salvar vidas…
Atrapado desde hace cuarenta años en un matrimonio insatisfactorio con una mujer hipocondríaca, en la vida cuidadosamente ordenada de Madden surge el caos cuando despide a la persona encargada del cuidado de su mujer y alguien descubre un cuerpo en un lago cercano. Los secretos enterrados de Madden empiezan a salir a la luz.
Nick Brooks se ha revelado como una de las voces más audaces y renovadoras de la narrativa británica. La buena muerte es un relato deslumbrante y oscuro teñido de elegante perversidad, acerca de esqueletos en el armario y cadáveres en la mesa mortuoria.

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– ¿A qué has venido aquí, entonces? -iba mascullando mientras se retiraba hacia el fondo. Madden no sabía si era el susto o la iluminación de la sala lo que daba a la palidez de aquel hombre su intensidad breve y fantasmagórica-. Trabajas para la policía, ¿eh? ¡Pues que te den por saco! -El hombre le imprecaba con el puño levantado, pero su persona parecía menos real que cualquier amenaza de violencia física que pudiera proferir-. ¡Vete por donde has venido! ¡Chivato!

Hasta a oscuras notaba el ardor de sus mejillas y se sentó en la fila anterior a la que había ocupado previamente con Rose. Las pesadas cortinas que cubrían parcialmente la pantalla absorbieron su atención, le ofrecieron una superficie hacia la que desplazar su conciencia en lugar de estar sobre sí mismo. Se sentía degradado, pero no estaba seguro del motivo, de qué era lo que acababa de ocurrir. Tal vez aquel hombre lo había confundido con otra persona y su acercamiento tenía a otro por destinatario: un amigo, un conocido. La luz escasa favorecía esta hipótesis. Dos amigos que quedan en encontrarse en un cine al final de una sesión; el siguiente pase empezaría enseguida y fuera diluviaba, los dos habrían querido resguardarse de la lluvia. Como teoría, naturalmente, no tenía nada que objetar. Pero había en ella lagunas, agujeros que llenar.

Madden había oído hablar de lugares donde se celebraban encuentros clandestinos, aquelarres de invertidos y afeminados. Su padre le había advertido de su existencia. Deseó que Rose se diera prisa: quería marcharse enseguida. Algún otro podía verlo y acercarse a él furtivamente con sus «cariño» y sus «si estás sentado cómodamente, empiezo». El olor a sábanas sucias era mareante, como el de carne que llevara tres días en el gancho. De modo que era así como se hacía. Tres filas por delante, distinguió la espalda de una entidad plural que se movía con un ritmo casi imperceptible, que se separaba y volvía a fundirse (las dos cabezas juntas) y emitía un sonido bajo, semejante a un gemido. Observaba fascinado mientras la adrenalina circulaba a golpes por su cuerpo. Era como si pudiera de pronto dejar escapar un grito sofocado a la par que ellos, correrse con un quejido leve al mismo tiempo que se corrían ellos. Cuando aquel ser se dividió por fin en dos mitades nítidas, Madden exhaló un suspiro largo y profundo y se recostó en la silla como si formara parte de ella. Necesitaba un lugar al aire. Ansiaba el aire fresco y limpio, una llovizna con que limpiarse la cara sucia. Pero no podía irse sin Rose. Una de las dos mitades de la pareja se levantó y se palpó la chaqueta o los pantalones; luego retrocedió a trompicones por la fila de butacas y se sentó a cierta distancia. El ojo rojo de un cigarrillo brilló, se abrió parpadeando y se cerró con la inhalación. A los pocos minutos, aquella figura se levantó y se fue. La otra silueta continuó sentada donde estaba, esperando quizá la llegada de otro amigo. O quizá esperara a la acomodadora con un helado de chocolate. Madden estaba sediento. Sí, estaba decididamente seco.

Rose regresó y se sentó de nuevo. Lo buscó un momento antes de que él le clavara un dedo para advertirle que se había sentado en la fila de atrás.

– Te has cambiado de sitio -dijo ella-. ¿Van a volver a poner la película?

– Puede que dentro de un momento -contestó Madden-. En cuanto hayan puesto el otro rollo.

Rose se había pintado y perfumado en el aseo: Madden lo notó por lo penetrante de su olor desagradable, que le hizo sentirse extrañamente avergonzado y un poco mareado.

– Vámonos -dijo-. No tengo ganas de esperar más.

– Yo quería ver el final -refunfuñó Rose-. Quería saber a quién cortaban la cabellera.

– Ya hemos visto el final, ¿te acuerdas? Cuando entramos.

– Ya lo sé, no soy tonta. Me refería a cómo empieza.

Madden empezó a levantarse, pero Rose le tiró de la manga de la chaqueta para que volviera a ocupar su sitio en la butaca, y, al sentarse con un ruido sordo, algo en punta se le clavó en la nalga. Cambió de postura, se recostó otra vez y miró con fastidio cómo se abría el telón mientras se alzaban dos o tres vítores desvaídos. La acción comenzó bruscamente, en una coyuntura nueva e inexplicable, y la música bramó con súbito estruendo.

«Gu-juu», cantaban los indios. «Hey-ya, hey-ya, hey-ya, hey-ya…».

Los pocos vaqueros supervivientes (condenados a cabalgar a pelo en mustangs robados a los indios por el mismo descampado hollywoodiense lleno de cicatrices) iban y venían una y otra vez. Poco después yacían todos muertos en el suelo, cosidos a flechazos.

Salieron furtivamente al vestíbulo, los primeros en irse. Madden había saltado de su butaca nada más acabar la película y se había dirigido a la puerta sin molestarse siquiera en ver si Rose lo seguía. La acomodadora estaba allí, fumando un cigarrillo liado. Su cara casi parecía formar un todo con la colilla. Saludó con un gesto a Madden y él respondió con un seco movimiento de la cabeza y salió dejando que la puerta oscilara a su espalda. Se oyó un golpe y Madden se paró en seco, asaltado por la súbita sensación de haber vivido ya aquel instante.

Y allí estaba él otra vez, empujaba la puerta con una mano mientras con la otra se tocaba la boca. Unas cuantas personas pasaron en fila por su lado, todas ellas hombres. Nadie le preguntó cómo se encontraba, aunque se veía claramente que estaba no poco dolorido.

No había visto a Madden, a quien un pánico inerte mantenía clavado en el sitio a pesar de que deseaba más que nada en el mundo salir corriendo por la puerta. No podía hacerlo, sin embargo. El traje verde empezaba a mancharse de gotas de sangre fresca. Gaskell levantó los ojos llorosos y pareció menguar y encogerse ante Madden.

– Tú -dijo, y escupió sangre en babas caballunas-. Debí imaginarlo.

Madden no sabía qué decir. La humillación que había sufrido a manos de Gaskell en el club de alumnos era aún tan reciente que no le permitía articular su ira. Sin duda, más adelante se le ocurriría algún dardo hiriente, cuando fuera ya demasiado tarde para darle un uso práctico.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó Gaskell. Echó mano de su pañuelo y se disponía a taparse con él el labio roto cuando, por alguna razón en la que Madden no quiso pararse a pensar, volvió a guardárselo en el bolsillo del pantalón.

– Estaba con Rose -dijo-. Ella quería ver la película. Lo siento muchísimo. ¿Quieres que te preste el mío? -Buscó su pañuelo y lo sacó, pero Gaskell negó con la cabeza.

– Tiene cojones la cosa -dijo-. Ojalá dejaras de tirarme muebles encima. Ahora ya tengo el morro a juego con la nariz.

Su nariz tenía un bulto de buen tamaño desde su primer encuentro con Madden: ya siempre tendría aquel aspecto. Aquel bulto le confería un porte más romano, cierto aire de nobleza latina. No carente de atractivo, desde luego.

– Esto se está convirtiendo en una costumbre, ¿no, tarado? -Gaskell se recostó contra una parte grasienta de la pared cuyo papel se había levantado-. Empiezo a pensar que tienes algo contra mí. ¿Te hice algo en una vida anterior? Debe de ser eso. Sí, definitivamente tuve que hacerte algo.

– Lo siento -dijo Madden-. De veras. Es que tenía un poco de prisa por salir.

Gaskell levantó la vista.

– ¿Un poco de prisa? Creía que hablabas en plural.

– ¿Cómo dices? -preguntó Madden.

– Has dicho que estabas con Rose -contestó Gaskell, que se había erguido y se tocaba el labio con cuidado-. No la veo. ¿Seguro que no estabas con otra… eh, compañía? -Metió la mano en el bolsillo, sacó una lata de tabaco y comenzó a liar un cigarrillo. Lo encendió, tiró la cerilla sin apagarla y ésta se quemó en la moqueta, formando a su alrededor una pequeña marca negra. Madden chasqueó la lengua y apagó la cerilla con el pie, pero se acordó de usar el zapato que no tenía agujero.

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