Nick Brooks - La buena muerte

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Sobre La buena muerte: Hugh Madden trabaja como embalsamador y le encanta su trabajo: vive para sus «bellezas durmientes». Cuando su antiguo profesor de medicina aparece en el depósito de cadáveres, Madden recuerda sus años como estudiante en la universidad de Glasgow; en especial su amistad con un colega poseedor de un carisma peligroso, y de cómo acabó trabajando con muertos en lugar de salvar vidas…
Atrapado desde hace cuarenta años en un matrimonio insatisfactorio con una mujer hipocondríaca, en la vida cuidadosamente ordenada de Madden surge el caos cuando despide a la persona encargada del cuidado de su mujer y alguien descubre un cuerpo en un lago cercano. Los secretos enterrados de Madden empiezan a salir a la luz.
Nick Brooks se ha revelado como una de las voces más audaces y renovadoras de la narrativa británica. La buena muerte es un relato deslumbrante y oscuro teñido de elegante perversidad, acerca de esqueletos en el armario y cadáveres en la mesa mortuoria.

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– No, señor Kincaid…

– Doctor Kincaid, por favor.

– No, doctor Kincaid, no estoy de acuerdo. -Gaskell lo miraba fijamente mientras daba golpecitos con su pluma (una Parker de punta dorada, muy bonita) sobre su cuaderno, sin darse cuenta de que la punta dejaba gotas de tinta sobre sus garabatos-. En mi opinión, ningún conocimiento, ningún avance puede hacerse legítimamente si justifica el asesinato de personas. ¿Cómo podría ser de otro modo?

– Ah, la legitimidad. Bien, admito que tal vez también tenga usted razón en eso. Pero la mayoría de esos cadáveres llegó a nuestras mesas legítimamente, y con ello me refiero a la aplicación debida de la ley. Puede que sea desagradable, pero es un hecho que los ladrones de cuerpos y los saqueadores de tumbas se quedaron sin negocio al aprobarse leyes que permitían el uso de cadáveres no reclamados y cuerpos de indigentes para su disección. Y, en tiempos más recientes, se ha convertido más o menos en norma que algunos individuos donen sus cuerpos para que se practique con ellos la disección anatómica. Por otra parte, y por desagradable y cuestionable que sea, las prácticas de siglos pasados y culturas antiguas han desempeñado también su papel en este proceso. Porque, como sin duda le dirá el señor Madden, seguimos necesitando especímenes. ¿No es cierto, señor Madden?

Madden esquivó la mirada de Gaskell.

– Sí, creo que sí -dijo. Kincaid lo miró jocosamente.

– ¿Sí qué, señor Madden?

– Sí, doctor Kincaid.

– ¿Y puede explicarnos por qué razón? En palabras de pocas sílabas, si es tan amable.

Madden repasó mentalmente los epigramas médicos que había aprendido de memoria, sus tablas de verbos anatómicos y su provisión de réplicas.

– Porque nadie muere de viejo -contestó.

– Precisamente. Nadie muere de viejo. Ahora bien, usted, yo, el señor Gaskell y todos los demás aquí presentes sabemos que eso es una tontería y que es, no obstante, un hecho legal. Y ya que hablamos de legitimidad… -lanzó una mirada penetrante a Gaskell, que seguía llenando furiosamente de manchas su cuaderno-… hemos de aceptar el dictamen de la ley. Es la ley la que define la muerte, no los médicos ni los cirujanos. Los verdaderos mecanismos biológicos de la agonía y de la muerte no tienen nada que ver con cómo los definimos nosotros, los simples médicos. La muerte requiere un nombre. Requiere una enfermedad. Requiere un fallo cardíaco, un derrame cerebral, una neumonía para ella solita. Requiere un accidente; requiere el acto deliberado del ser o la intención de otro. Suicidio, asesinato, homicidio involuntario, enfermedad. Nadie se muere de viejo. Es la ley.

La campana del final de la clase cobró vida con estrépito y Madden se sobresaltó. Automáticamente, los alumnos del seminario empujaron sus sillas hacia atrás con un chirrido y recogieron sus cosas. Madden notó que Aduman se escabullía el primero por la puerta, como si se hubiera ido aproximando a ella poco a poco para escapar cuanto antes. Agitaba la sempiterna bufanda tras él como una cola antediluviana. Cuatro o cinco alumnos lo siguieron, entre ellos Hector Fain, sobre cuyo cuello, del lado izquierdo, se extendía con descaro un enorme chupetón. Si se hubiera desplomado allí mismo, no habría hecho falta un genio de la medicina para adivinar, a partir de aquel hematoma, que la noche anterior se había dado el lote con alguien. Sin embargo, aquel era el acontecimiento más improbable que Madden podía imaginar en el caso de un revolucionario temeroso de Dios como Hector. Quizá fuera mejor que se muriera en el acto. Sin duda el rayo no golpeaba nunca dos veces en suelo tan poco hospitalario. ¿Era posible que fuera Carmen quien le había dado aquel amoroso mordisco? ¿Como insignia honorífica en pago a sus leales servicios, por así decirlo? No. Semejante idea jamás cruzaría la mente de Carmen. Tenía que haber sido alguien más de la cuerda de Hector. Indudablemente, una chica más comprometida con la causa.

– Un momento, Hugh -dijo Kincaid cuando Madden se disponía a salir. Él se volvió para mirar a Gaskell, que pasó a su lado hoscamente, sin responder a su mirada. Se quedó parado donde estaba, sin saber si volver a sentarse o quedarse en pie.

– Cierre la puerta, señor Gaskell, si es usted tan amable. -Madden vio que la puerta se cerraba y apoyó el peso del cuerpo en el otro pie, sin saber qué protocolo se esperaba de él.

– Hay un asunto que quisiera discutir con usted.

Era de Carmen Alexander de quien Kincaid quería hablarle. Un chica de «pasmosa hermosura», para usar una de las frases preferidas por Gaskell. Una chica a la que Madden había observado el día después de su encontronazo en el club, sentada en un banco del jardín botánico: su última tarde viva.

Debía de haber terminado las clases que tenía ese día, estaba completamente sola y daba de comer a las palomas. Invisible para ella, Madden se había sentido extrañamente conmovido por su aspecto de desolada inconsciencia. Tenía los ojos rojos como si hubiera estado llorando. Arrancaba pellizcos de un bollo de pan y esparcía las migajas por el suelo. Desde que Madden la había visto con Gaskell en el club, sus gestos habían adquirido una nueva dureza. Madden suponía que, en otro tiempo, debía de haber compuesto una bonita postal playera de Largs o Dunoon: una chica italiana muy guapa, la primera generación nacida en Escocia, no quería pasarse la vida trabajando detrás del mostrador de un bar, como habían hecho sus padres. Madden casi notaba el olor a grasa de patatas fritas que despedía, patatas hechas en la freidora con manteca auténtica, como se hacían en casa, en Barga, en algún sitio de las montañas lo bastante remoto como para que Mussolini les dejara un respiro. Se imaginaba sus amistades superficiales y desenfadadas de antes de conocer a Gaskell, sus encuentros triviales en cafés y sus visitas al cine, sus castos bailes los sábados por la noche en el Cosmo y sus furtivos manoseos en portales camino de casa, para estar de vuelta en su habitación a las once y media, ni un minuto más tarde, faltaría más. Cómo vivía la otra mitad. Y cómo moría. Ella habría encontrado cierta libertad en aquellas banalidades, como no les sucedía nunca a las chicas menos agraciadas. Su pasmosa hermosura suponía una inmensa diferencia. Ella lo sabía, desde luego. Las Carmen Alexander siempre sabían esas cosas.

Cuando Carmen se levantó para irse, Madden la siguió. Se mantuvo a cierta distancia, de modo que pudiera alcanzarla de una carrera, mientras ella pasaba junto al Kibble Palace y seguía colina arriba hasta la puerta de Kirklee, con un porte que era en sí mismo una señal de decoro, una advertencia de que no se trataba de «una chica de esas».

Al llegar a lo alto de la colina, Madden dejó de verla al otro lado. Había poca gente en el sendero: una pareja joven que hacía carantoñas a un niño montado en un cochecito, una anciana con el pelo como un nido de pinzones, dos críos que se peleaban ruidosamente sobre la hierba, junto a los árboles. Entonces la vio, tapada momentáneamente por las verjas de hierro forjado del pie de la colina, cogida de la mano de él.

Y allí estaba otra vez ese día, más al oeste, en la ciudad, y a lo grande: muerta como la que más.

– Es simple rutina, desde luego -dijo Kincaid, una extraña manera de formular la frase, dadas las circunstancias. Pero para él los cadáveres eran pura rutina, por supuesto. Simplemente daba la casualidad de que a aquel lo había conocido cuando hablaba y caminaba. Hinchó las aletas de su nariz, sacó del bolsillo de su chaleco una cajita de caoba no más grande que la concha de un mejillón y decorada con madreperla, abrió la tapa y ofreció a Madden su contenido.

– ¿Rapé? -preguntó. Madden negó con la cabeza y el buen doctor arrugó el ceño, visiblemente defraudado-. Yo el tabaco lo prefiero al estilo de los pioneros -dijo. Tomó una pizca del polvillo negro, lo apelmazó sobre la palma de la mano y se lo metió bajo el labio superior-. Dicen que da cáncer. Pero usted no se cree una sola palabra, ¿verdad, muchacho? Un tipo joven como usted, ¿por qué iba a creerse esas cosas? Usted nunca morirá. Espero que ella creyera lo mismo.

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