Nick Brooks - La buena muerte

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Sobre La buena muerte: Hugh Madden trabaja como embalsamador y le encanta su trabajo: vive para sus «bellezas durmientes». Cuando su antiguo profesor de medicina aparece en el depósito de cadáveres, Madden recuerda sus años como estudiante en la universidad de Glasgow; en especial su amistad con un colega poseedor de un carisma peligroso, y de cómo acabó trabajando con muertos en lugar de salvar vidas…
Atrapado desde hace cuarenta años en un matrimonio insatisfactorio con una mujer hipocondríaca, en la vida cuidadosamente ordenada de Madden surge el caos cuando despide a la persona encargada del cuidado de su mujer y alguien descubre un cuerpo en un lago cercano. Los secretos enterrados de Madden empiezan a salir a la luz.
Nick Brooks se ha revelado como una de las voces más audaces y renovadoras de la narrativa británica. La buena muerte es un relato deslumbrante y oscuro teñido de elegante perversidad, acerca de esqueletos en el armario y cadáveres en la mesa mortuoria.

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Maisie apartó la mano del claxon y encendió el motor. Después lanzó a Madden una mirada penetrante.

– Me gustaría sinceramente que esto fuera un adiós, Hugh -dijo-, pero algo me dice que solo es un hasta la vista.

Dio marcha atrás, revolucionó el motor y salió a la calzada describiendo una curva. Madden se quedó mirando el coche. Las huellas de los neumáticos hacían ondular los reflejos anaranjados de las farolas sobre la superficie negra y oleosa del pavimento.

Rose estaba a su lado.

– ¿Dónde coño te has metido? -dijo. Le tiró de la manga y él se desasió bruscamente. Estaba harto de que la gente lo zarandeara de acá para allá, de que le preguntaran una u otra cosa y contestaran luego a sus propias preguntas en un sentido o en otro. Estaba cansado de todo aquello.

– Estaba aquí -dijo-. Aquí mismo, en este escalón. ¿Dónde te has metido tú?

Rose resopló.

– Te perdí en la oscuridad. Estaba esperándote al lado de la taquilla. ¿Es que no me veías?

– No, no te veía.

– Pues mucho no me habrás buscado, ¿no? -dijo ella-. Todos esos pervertidos me miraban como si quisieran violarme.

Ahora fue Madden quien resopló. Vio que tenía los zapatos manchados con la sangre de Gaskell.

– ¿Qué? -preguntó Rose.

– Dame un respiro, ¿quieres? -contestó él-. Vámonos de aquí antes de que se ponga otra vez a llover.

Rose se animó.

– Madden, ¿tú crees que habrá algún sitio abierto a estas horas?

– No, ¿por qué?

– Tengo hambre. Quiero que me compres una bolsa de patatas fritas.

Y Madden levantó por primera vez la mano para hacerla callar: la primera de muchas. Estaba demasiado cansado para hablar. Demasiado cansado para servirse de palabras.

8

– Un hecho en el que raramente se repara (si exceptuamos a personas de mérito como un servidor) es que hoy en día apenas se discute la propiedad de un cadáver en términos legales, dado que por regla general los departamentos de anatomía disponen de un suministro adecuado de cuerpos para uso de los estudiantes de Medicina, cosa sumamente preferible al empleo de indigentes o cadáveres que nadie reclamaba, que era lo predominante en décadas pasadas. Naturalmente, unos pocos ejemplos notorios parecen querer desmentir nuestra reputación, por otro lado impecable, como individuos que persiguen la verdad médica, generosos y de miras elevadas. Se me vienen a la memoria los casos de Burke y Hare.

La voz de Kincaid retumbaba cuando se hallaba al mando de una audiencia de rehenes, era difícil saber si por la ingesta excesiva de alcohol o a causa, quizá, de la fanfarronería de su ego. En cualquier caso, su voz producía el resultado apetecido: lograba captar por entero la atención tanto de los investigadores posdoctorales como de los excedentes trasplantados de otros departamentos. Predominaban en los seminarios los matemáticos fallidos y los ingenieros que habían preferido cambiar de carrera a seguir luchando a brazo partido con la que habían elegido en un principio. Llevado por una especie de afán vengativo, Kincaid parecía disfrutar pinchando a aquellos infortunados, presumiblemente por no haber tenido «empaque» para escoger en primer lugar su disciplina, mucho más encomiable.

Desde el principio, había quedado claro que consideraba a Gaskell potencialmente digno de sus esfuerzos, aunque Madden nunca conseguía adivinar en qué sentido se manifestaría aquella predilección: algún comentario estimulante acerca de la contingencia de la ética o un desaire altanero respecto a las tendencias contemporáneas del pensamiento médico popular podían bastar para que uno u otro picaran en el anzuelo. Quizá la formación de Gaskell en filosofía tuviera algo que ver con ello. Tal vez la prosopopeya de Kincaid, desdeñosa y a menudo inflamada por el alcohol, fuera provocación suficiente. En cualquier caso, ambos disfrutaban por igual del combate.

En tales situaciones, Madden se contentaba con ocupar un segundo plano, en parte debido a su sentido de la propiedad respecto a Gaskell, en parte porque, pese a sí mismo, disfrutaba de aquellos pequeños rifirrafes, del ocasional topetazo que constituía en buena medida una característica de su relación. El hecho era que Gaskell se las ingeniaba para hacer entrar al trapo al buen doctor, cosa que si Madden hubiera atrevido a intentar, habría sido causa de expulsión.

– Creía que las universidades hacían la vista gorda con esas cosas -dijo Gaskell sin mirar a Kincaid mientras proseguía con el leve arañar de su lápiz sobre el papel del cuaderno. Su traje se hallaba en su estado habitual entre lavado y lavado, arrugado y sucio, y tanto su cara como su pelo tenían un aspecto lacio y desaliñado. Una mancha de tinta grande y oscura florecía en el lóbulo de su oreja izquierda.

– En efecto, señor Gaskell. La demanda de cuerpos era grande en aquellos tiempos y la oferta pequeña.

Madden miró de reojo al puñado de almas cautivas en el despacho, parecido a una cripta, de Kincaid. Solo Gaskell tomaba notas.

– Entonces, ¿podría decirse que apoya usted esa forma de connivencia?

Kincaid suspiró, irritado, y se sacudió la solapa de la chaqueta de tweed. Su corbata de lazo color carmesí era garbosa y llamativa. A Madden no le habría sorprendido que se hubiera presentado en el trabajo luciendo una boina.

– No creo que «apoyar» sea la palabra indicada.

– ¿Y «connivencia» sí lo es? -Gaskell seguía tomando notas sin mirar a Kincaid, que estaba sentado en una silla giratoria de madera, de espaldas a la ventana estrecha y arqueada que ese día servía como única fuente de luz a la habitación. A ambos lados de él, sobre las estanterías abarrotadas, se amontonaban papeles en una suerte de afectada desidia que (saltaba a la vista) atraía a alguien de una sensibilidad tan disparatadamente ludita como Kincaid. O quizá atrajera a la de Gaskell, aunque Madden estaba convencido de que ambos negarían en sí mismos un rasgo de carácter tan obvio y se apresurarían a señalar tal defecto en el otro.

– Supongo que «connivencia» no se aparta mucho de la verdad. Pero la connivencia, creo, no está tan lejana en el tiempo.

Gaskell levantó la vista por primera vez.

– ¿Y por qué no el asesinato? Eso era lo que pasaba, ¿no?

– Pudiera haber sido asesinato, señor Gaskell, pero no por parte de las facultades. Ellas simplemente se abstenían de investigar minuciosamente sus fuentes.

Se oyó un murmullo de risas suaves mientras Gaskell volvía a mirar su cuaderno y empezaba a garabatear otra vez, a la espera de que la pequeña victoria de Kincaid se disipara.

– Pero los estudiantes de medicina y los anatomistas participaban en el saqueo de tumbas y en otros… métodos, ¿no es cierto? ¿Cómo puede justificarse eso?

Kincaid se tiró del pelo que cubría su labio superior con los dedos índice y pulgar y afirmó lacónicamente:

– Por desgracia era necesario, a mi modo de ver, en aras del avance del conocimiento anatómico. En Londres y Edimburgo, durante quince años, entre 1805 y 1820, hubo cerca de doscientos estudiantes de Medicina y apenas setenta y cinco ejecuciones. Cifra muy escasa para satisfacer ambiciones incluso tan modestas como las de, pongamos por caso, nuestro querido señor Madden, aquí presente.

De nuevo se oyó un murmullo de risas. Madden se hundió en su silla y tosió quedamente en la palma de su mano. Gaskell le lanzó una mirada cortante, como si aquel comentario hiriente procediera de él. Madden se encogió de hombros y se miró las rodillas.

– Ahora, caballeros (y señoras), si me lo permiten, me gustaría señalar unos cuantos hechos muy simples que tal vez hayan escapado a la atención del señor Gaskell. Todo lo que hoy en día sabemos sobre el cuerpo humano, sobre la anatomía, se remonta a los resurreccionistas profesionales, como los señores Burke y Hare. Podríamos remontarnos más atrás, mucho más atrás, pero hasta Galeno necesitó un par de cadáveres a los que aplicar el escalpelo y tuvo que practicar sus disecciones con animales. ¡Animales, fíjense! Luego, nada. Nada hasta el siglo XV. El hecho es que necesitamos a los muertos. Los necesitamos para ayudar a vivir a los vivos. Si tal evidencia repugna a alguno de ustedes, les sugiero que se busquen otro campo de estudio. Tal vez la ingeniería de presas o la investigación epistemológica. Ambos son empeños dignos de mérito, según aseguran nuestros colegas de las facultades de Ingeniería y Filosofía, y sin embargo no están exentas de riesgos para los individuos que las practican. Particularmente, la última, muchas de cuyas infortunadas víctimas, estoy seguro de ello, han sido abiertas en canal aquí, sobre las mesas de operaciones de esta casa tan verde y querida para nosotros. Me temo, señor Gaskell, que es ley de vida. ¿No está de acuerdo?

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