Nick Brooks - La buena muerte

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Sobre La buena muerte: Hugh Madden trabaja como embalsamador y le encanta su trabajo: vive para sus «bellezas durmientes». Cuando su antiguo profesor de medicina aparece en el depósito de cadáveres, Madden recuerda sus años como estudiante en la universidad de Glasgow; en especial su amistad con un colega poseedor de un carisma peligroso, y de cómo acabó trabajando con muertos en lugar de salvar vidas…
Atrapado desde hace cuarenta años en un matrimonio insatisfactorio con una mujer hipocondríaca, en la vida cuidadosamente ordenada de Madden surge el caos cuando despide a la persona encargada del cuidado de su mujer y alguien descubre un cuerpo en un lago cercano. Los secretos enterrados de Madden empiezan a salir a la luz.
Nick Brooks se ha revelado como una de las voces más audaces y renovadoras de la narrativa británica. La buena muerte es un relato deslumbrante y oscuro teñido de elegante perversidad, acerca de esqueletos en el armario y cadáveres en la mesa mortuoria.

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Un piel roja se arrojaba del caballo con un alarido y agitaba el tomahawk para cortar la cabellera a una mujer que chillaba y protegía a un bebé acurrucado. Bang. El gran jefe Cara de Huevo lo mata de un tiro, se vuelve y acribilla a otro, los flecos de la chaqueta de ante agitados por el viento. Bang. Pum. Bang, bang, bang.

Camina a zancadas hacia otro indio. Las balas pasan rozándolo. Un grito espantoso. Un alarido indio. Muertos por el suelo. Ni gota de sangre. Era cosa verdaderamente notable, teniendo en cuenta la masacre que estaba en marcha, que no hubiera sangre por todas partes. Una imprecisión, en lo tocante a los datos. Dispara a un hombre en el corazón a bocajarro: sangrará. Indudable y vigorosamente. Sangrará hasta que las ranas críen pelo. Y aquello en una cinta en color, encima. Lo lógico hubiera sido que la sangre saltara por todo el cine. Los indios iban ganando, a pesar de eran los que se llevaban la peor parte y de los montones de cadáveres de rostro pálido que había aquí y allá. Y usaban arcos y flechas y tomahawks y vete tú a saber qué más. Menudo engorro tenía que ser eso. Madden se preguntaba de qué tribu serían. ¿Pies negros? ¿Pawnees? ¿Apaches?

Rose le tiró de la manga.

– Tengo que ir al servicio, de verdad -dijo Rose-. ¿Dónde está?

Él apartó el brazo.

– No tengo ni idea -contestó.

Alguien detrás de ellos les mandó callar. Madden se concentró en la película, se rascó el brazo y procuró no pensar en las pulgas.

– Si ves a la acomodadora, pregúntaselo -añadió, intentando no alzar la voz.

– ¿Dónde está?

– Puede que ahí abajo, en el foso de la orquesta. Pero me parece que hay cola.

Rose soltó inexplicablemente un bufido.

– ¿Por qué has hecho eso? -le preguntó él.

– Por nada. Solo porque sí.

– ¿Porque sí qué?

Rose se había sentado muy tiesa y miraba fijamente la pantalla. Había dejado de mascar y Madden la miró achicando los ojos en la oscuridad.

– Tú sabrás, doctor -respondió ella sin mirarlo.

Madden se resignó a no obtener una respuesta satisfactoria.

– ¿Quién va ganando? -preguntó Rose mientras se removía en su asiento-. ¿Los buenos o los malos?

Madden no estaba seguro. Un vaquero vestido de ante y un indio de aspecto atlético (uno de los pocos que había así) se observaban a la vez que describían un círculo con los machetes desenfundados, aunque Madden ignoraba si eran eso, machetes. El indio estaba desnudo de cintura para arriba y una marca roja de un cuchillo le cruzaba el pecho en diagonal. Con los músculos tensos, se parecía mucho a Burt Lancaster, y se pasaba con agilidad el cuchillo de una mano a la otra. Aquellos movimientos no engañaban al vaquero, que empuñaba su cuchillo con una mano y no cambiaba de postura, y cuyas patillas rojizas se prolongaban hasta bien adentro de la mandíbula, grande como un bloque.

El indio empezó a cantar mientras seguía trazando un círculo para acercarse al otro y tallaba en el aire, delante de él, esquemáticos arabescos; después se lanzó de cabeza hacia el vaquero de pelo rubio, pero éste se apartó con destreza y le asestó una cuchillada que dibujó un corte sobre su hombro.

– ¡Uuuy! -exclamó Rose.

Se abalanzaron el uno hacia el otro, cada uno de ellos sujetó con su mano libre la mano con que el otro sostenía el cuchillo, cayeron al suelo, el indio encima, pero el vaquero lo apartó, se levantó de un salto y de un puntapié le arrojó arena a la cara. Otro forcejeo, una finta. El vaquero, marcado en la mejilla, se detuvo a probar el sabor de su propia sangre. El indio sonreía torvamente. Un último alarido espeluznante y se arrojó con el cuchillo extendido hacia el bueno, el héroe, que en ese preciso momento se marchitaba, se rizaba sobre sí mismo como humo negro, con un sonido como de agua arrojada sobre grasa caliente…

Las luces se encendieron despacio, la gente del foso de la orquesta se dispersó. Debieron pensar que había fuego en el edificio.

– ¿Qué ha pasado? -dijo Rose.

Madden movió la cabeza de un lado a otro.

– Que la puñetera bobina se ha quemado, eso pasa. Han dejado que el proyector se recalentara.

Levantó la vista. Las luces emitían un resplandor mortecino y la mustia cornisa del techo le recordó el pastel de bodas de la señorita Havisham [15]. Cuando volvió a fijar la vista en la platea, vio que un roedor de buen tamaño se escabullía a toda prisa a lo largo de la pared y buscaba cobijo en la oscuridad, llevado por sus patas demasiado cortas para ser bonitas.

– ¡Poned la película de una puta vez! -gritó alguien, sin duda un aficionado al género-. ¡Iba a arrancarle la cabellera!

– ¡Ya mojar pan en la yema! -dijo otro, pero era imposible saber quién era quién. Madden pensó que el público estaba compuesto en su mayor parte por hombres, aunque en varios rincones había una o dos parejas que se reían por lo bajo.

El proyeccionista vociferó:

– ¡Haya paz! Pondré el otro rollo en cuanto se enfríe la máquina. Pasaremos unos dibujos animados de propina cuando se acabe la película.

Las luces empezaron a apagarse otra vez, devolviendo la sala a su acostumbrado nivel de penumbra. Madden notaba más que nunca el olor del local, que la peste del celuloide quemado hacía aún más desagradable. En el foso de la orquesta no quedaba nadie, y no había ni rastro de la acomodadora, con su cara de colilla consumida.

– Si quieres ir al servicio -dijo Madden-, ahora podría ser el momento ideal.

Rose, que había recuperado su humor de siempre, resopló. Madden se sintió casi aliviado. La autocompasión era una cosa aborrecible. Solo a sí mismo se toleraba el regodeo en ella.

– Ideal -añadió como si dictara sentencia, y se sintió como un idiota.

– Lo que tú digas, doctor -repuso ella, y se levantó del asiento. Madden puso las piernas a un lado para dejarla pasar, pero se dio cuenta de que no bastaría con eso y acabó poniéndose de pie en el pasillo. Rose pasó rozándolo, miró pasillo adelante, se volvió, levantó la vista hacia el fondo de la sala, miró a Madden y arrugó el ceño.

– Abajo, creo -dijo él-. Los servicios suelen estar abajo. ¿No?

Rose resopló.

– No sé si hay algún reglamento al respecto.

Madden se metió las manos en los bolsillos, pero los tenía todavía húmedos y volvió a sacarlas. Se imaginaba a Kincaid diciendo algo así como: «Al cuerno con los reglamentos», pero se contentó con guardar silencio.

– La limpieza y la santidad van de la mano -dijo Rose-. ¿No significa eso que los aseos deberían estar arriba?

– Merece la pena probar -respondió él.

– Bien -dijo Rose-, pórtate bien. Y no te vayas a ningún sitio sin mí.

– Ni soñarlo.

Volvió a sentarse y dejó que la oscuridad se lo tragara. Solo llevaba allí un momento cuando notó una presencia a su lado, un algo incorpóreo que se acercaba, y se le crisparon los hombros al darse cuenta de que una mano tocaba su pierna. Sería Rose, que quería gastarle una broma. Debía de haber vuelto por la otra puerta y se había deslizado a hurtadillas por la fila de butacas. El caso era que había algo raro en aquella mano, algo que no encajaba. No era la mano de Rose. La mano apretó su pierna, él se retiró bruscamente y la mano quedó colgando.

– Tranquilo, cariño -dijo un hombre cuya cara no podía distinguir-. No hace falta acalorarse. A no ser que quieras, claro.

Madden se levantó.

– Lo denunciaré a la policía -dijo con repentina serenidad-. Haré que lo detengan. -El hombre se levantó inmediatamente y se alejó un par de butacas, arrastrando los pies. Era de mediana edad, posiblemente. Había algo en su forma de andar encorvado que lo delataba. Una respiración trabajosa. Una irregularidad.

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