– Brido, rompe el brazo a este imbécil -dijo ella.
– ¡Está bien! -exclamó Madden-. ¿Cuánto quiere?
– La paga de otro mes. Luego, ya veremos.
– ¿Qué? No puede hacer eso, iré a la policía.
Brido le apretó otra vez la clavícula y Madden hizo una mueca de dolor. Estaba seguro de que aquello le estaba pasando a otro. ¡Él era un hombre de mediana edad, casi una persona mayor! Justo en ese momento Rose salió de su dormitorio frotándose los ojos. Llevaba la bata echada sobre los hombros y avanzaba cojeando con las dos muletas. Se le veía el camisón grisáceo. Madden, que apenas podía concebir una estampa más vergonzante que aquella, se sonrojó profundamente.
– ¿Hugh? ¿Ellen? ¿Qué está pasando?
La señora Spivey inclinó la cabeza para mirar a Brido y éste aflojó su garra y dejó caer el brazo. Rose se frotó los ojos, distraída.
– Lo que pasa es que me deben dinero -dijo la señora Spivey-. Y no pienso irme hasta que me lo den, joder. O se lo saca él.
Rose parecía atónita y se tambaleaba un poco sobre las muletas.
– No te preocupes, querida -dijo Madden-. Solo hemos tenido una pequeña disputa sobre lo que le debemos a Ellen. Vuelve a tu cuarto y échate. Todo va bien.
Rose miró a Madden, a Brido y a la señora Spivey.
– Pensaba que éramos amigas -dijo a su ex cuidadora-. Las amigas no se hacen estas cosas.
– No, joder, en eso tienes toda la razón -contestó la señora Spivey-. Así que, si queremos seguir siendo todos amigos, habrá que llegar a algún acuerdo, ¿no? -Hizo una seña con la cabeza a Brido, y el chico puso otra vez la mano sobre el hombro de Madden, pero no le apretó como antes: le dio unas palmadas como si fueran viejos amigos que recordaran los buenos tiempos.
Rose miró a la señora Spivey vagamente dolida y después volvió a mirar a Madden.
– Por favor, aclara las cosas, Hugh. Si le debemos algo a la señora Spivey, págale lo que pida. Es muy tarde, ¿sabes?
– Bri, aclara esto con el señor Madden, que yo voy a llevar a Rose a la cama.
Su hijo asintió con la cabeza y la señora Spivey se acercó a Rose y la ayudó a volver hacia el dormitorio. Luego se dio la vuelta, miró hacia atrás y guiñó un ojo a Madden.
– Seguro que todo sale bien, ¿eh, Hugh? -dijo con voz tan desagradable que hizo estremecerse a Madden.
– Voy a buscar mi cartera -dijo él, y al instante la mano desapareció de su hombro. Brido se volvió y le sonrió, le alisó el cuello y puso los brazos en jarras.
– Otro follón del que se libra, ¿eh, señor Madden? -dijo con una sonrisa afable mientras emitía una especie de silbido susurrante. Madden se frotó el hombro. Exageraba adrede su malestar con la esperanza de inducir a la contención a aquel adolescente desmesurado, cuyas manos eran como cepos de acero. Notaba que Brido se alegraba de no tener que seguir adelante, pero también que haría lo que fuera preciso si su madre se lo exigía. No era una idea reconfortante.
El hijo de la señora Spivey paseó la mirada por la habitación, se acercó a la repisa de la chimenea, sopesó algunas figurillas, miró detrás de las cortinas, asintió con la cabeza y cloqueó para sí con la estridencia de una gallina clueca: Madden casi esperaba que pasara un dedo por el rodapié para ver si había polvo. De espaldas parecía demasiado grande para hallarse en un piso de aquellas dimensiones. Su cabeza en forma de bollo quedaba solo a unos centímetros del techo. Se interesó especialmente por una fotografía de Madden y Rose frente al Nardini, en Largs. El pelo de Madden, que el viento había arrojado insulsamente sobre su cara, dejaba al descubierto una calva del tamaño de una moneda de dos peniques que, con el tiempo, acabaría apoderándose de todo su cráneo. En la fotografía, Rose se sujetaba la falda contra las piernas para que el aire no se la levantara y sostenía en la mano un helado de cucurucho, grande y caracoleado, cuya salsa de arándanos le chorreaba por los dedos. Parecía histérica, bien por la actitud del fotógrafo, bien por la de alguna otra persona que hubiera tras la cámara. Madden odiaba aquella fotografía: Rose la conservaba únicamente para fastidiarlo, y los años de fingida indiferencia hacia ella habían rendido por fin su fruto: ya podía mirarla con lo que estaba seguro debía de ser una suerte de impunidad pasivo-agresiva. No en ese momento, sin embargo. Justamente ahora, aquella instantánea era para él fuente de humillación extrema.
– Bonita foto -dijo Brido. Madden, completamente quieto, lo miraba con odio apenas disimulado-. Y bonito sitio. Les va bien, ¿eh? Tienen una casa muy bonita.
– Gracias -dijo Madden, refrenándose-. La decora, la decoró Rose. Yo tengo poca mano para esas cosas.
Brido se sentó en su sillón. Le indicó con una seña que él también se sentara.
– Mi madre es buena mujer, señor Madden -dijo-. Trabaja mucho, ha trabajado toda su vida para que mis hermanos y yo tuviéramos todo lo que queríamos, ¿sabe lo que le digo?
Madden no habló ni se movió.
– Siéntate, Hugh. ¿Te importa que te llame así? Llámame Brido, por cierto. Así me llama todo quisque, con perdón.
– Mira, Brido, yo…
– No, a tomar por culo, no lo soporto, joder. Llámame Brian. Así es como me llamo. Hay que ver, el bandolero, que ni sabe cómo se llama.
Madden estaba seguro de que había querido decir «majadero». Aunque, bien mirado, quizá «bandolero» fuera más apropiado para el caso.
Inclinado en el sillón de una manera que resultaba alarmante en extremo, Brido (Brian) se sobaba la palma de una mano con el puño de la otra. Madden resolvió sentarse.
– La gente se cree que eres un pringao si te llamas Brido, tío. Yo me llamo Brian, joder, llámame Brian. ¿Sabes que mi madre siempre me llama así? Es una cosa que me saca de quicio, tío, te lo juro. No me llama otra cosa. Como si no supiera que me revienta. Siempre le estoy diciendo «no me llames así, mami, llámame por mi nombre», pero ni caso. Joder, tío, es muy lista y todo eso. Que yo no digo ni pío, porque la quiero, ¿sabes?, que s'a portao de puta madre conmigo y con mis hermanos, s'a matao a trabajar por nosotros y tal, nos cuidó cuando el viejo la diñó, pero, tío, ¿es que no puede llamarme por mi nombre, cojones? Joder, me vendría de puta madre una copa. ¿Tienes algo de beber? Sé que le has dao dinero a mi madre, pero ella no sabe que necesito pasta. Es para mis cosas. Y punto. El caso es que voy a volver.
Brido se había recostado en el sillón y miraba a Madden con una pierna cruzada sobre la rodilla.
Madden no sabía qué decir. ¿Le estaban chantajeando? ¿Otra vez? ¿Dos en una noche? La vida se le estaba escapando de las manos. Los días anteriores habían sido un espejismo. Había creído que su vida se arrastraba lentamente, que las cosas seguirían del mismo modo un día tras otro, que habría trabajo y descanso y comer y beber, que no molestaría a nadie ni nadie lo molestaría a él, que Rose se estabilizaría o se pondría mejor, o peor, y que Joe Caldwell entraría por fin en razón y le cedería las riendas del negocio, y que él usaría el dinero que había ahorrado para comprarle la empresa, que Kincaid ocuparía su lugar en la tierra y lo dejaría por fin en paz, y que las tostadas ya no se quemarían y encontrarían otra cuidadora para Rose, y ahora esto. Estaba siendo amenazado y extorsionado y chantajeado y llamado viejo imbécil y quizá incluso maldito mameluco y cabrón y el cielo se desplomaba. Tenía la boca seca, se sacudió el cuello de la camisa para airearse el pescuezo. ¿Qué le estaría haciendo la señora Spivey a Rose en el dormitorio? ¿Qué hacían aquellas huellas en su moqueta? Todo aquello era absurdo. Obligó a su voz a adoptar una apariencia de normalidad y se esforzó mentalmente por aquietar sus temblores. Vamos, se decía, tranquilo, hombre, tranquilo.
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