A menudo, estaba tan mal que le resultaba imposible conciliar el sueño y, en esas ocasiones, no soportaba que Madden se le acercara. Para él también era preferible no andar cerca de ella: pasaba mucho más tiempo en el trabajo que Joe hijo o que Catherine, a pesar de que el sueldo era insignificante y con frecuencia había muy poco que hacer. Aun así, quedarse en el trabajo significaba que podía relajarse un poco, leer un poco, beber un poco de la botella del maletín negro, vivir un poco en compañía de los ex vivos, sus pupilos durmientes. Podía ponerse al día de los últimos adelantos tecnológicos o trabajar un poco más con quien hubiera llegado ese día. A veces se emborrachaba un poco y se ponía también un poco llorón. Sentía, no sin algo de mala conciencia, que la funeraria era su verdadero hogar, y que su hogar era una funeraria. Desde hacía algún tiempo, ambos conceptos se confundían fácilmente en su cabeza.
Rose estaba tan quieta como cualquier cadáver en la mesa de embalsamar, una buena mujer provista de un corazón de oro que, sin embargo, rara vez, en su calidad de órgano, estaba a la altura de las funciones que demandaba su cuerpo. Solo de manera intermitente era consciente de la gravedad de su estado, tan ávida estaba de apoderarse de otras muchas dolencias, ninguna de las cuales soportaba dejar escapar. A lo largo de los años, Madden había intentado en incontables ocasiones convencerla de que aquellos trastornos formaban parte de uno mucho más amplio e importante, cuya nebulosidad escapaba continuamente a la comprensión de Rose y era, no obstante, la materia oscura que mantenía su sufrimiento intacto.
Lo cierto era que la enfermedad crónica se había convertido para ella en un modo de vida: era el foco, reconcentrado y esclarecedor, de su existencia. En cierto sentido, la definía. Aseguraba que nadie que no hubiera sufrido como sufría ella podía comprender lo que suponía vivir la vida como una guerra de desgaste perpetua y adversa contra la enfermedad y la invalidez. Poco a poco, Madden había ido dándose cuenta de que la enfermedad que afligía a Rose era el miedo morboso a la enfermedad misma. Nada, sin embargo, podría haberla convencido de que así era. Cualquier síntoma real, cualquier enfermedad auténtica, servía para apuntalar su causa y demostrar que tenía razón desde el principio. «Ahí está. ¿Lo ves? ¿No te dije que me pasaba algo?». La ironía de la situación estribaba en que, cuando por fin le diagnosticaron una dolencia cardíaca, sintió que todos sus años de obsesión quedaban redimidos, que sus innumerables consultas con médicos y especialistas de todos los estratos del espectro médico estaban justificadas.
Y era una ironía literalmente dolorosa, pues la angina de pecho le ocasionaba una incapacidad severa y molestias casi constantes.
Todos esos años (pensaba Madden sin poder remediarlo), todos esos años de búsqueda de una prueba que confirmara las sospechas de Rose le habían pasado factura también a él.
Y la enfermedad persistía, subsistía como una entidad en sí misma. Para Rose, su dolencia cardíaca no había sido nunca el quid de la cuestión. Los síntomas que buscaba de manera tan obsesiva eran fantasmales: incluso ahora, Madden no podía convencerse de lo contrario. Los terrores nocturnos de Rose no se justificaban por el miedo a la arritmia, a la embolia pulmonar, al fallo cardíaco o al colapso respiratorio. Nadie podía convencerla de que aquellas dolencias fueran otra cosa que efectos secundarios de una enfermedad aún por diagnosticar y a la que su existencia parasitaria se aferraba, pero que nunca se manifestaba.
Madden la veía dormir mientras bebía tranquilamente su copa. La observaba premeditadamente, con la atención fija en las menudencias de sus rasgos faciales, en el movimiento, semejante a un tic, de su rizo, que flotaba espontáneamente en el aire sobre su cara; en la posición de sus manos, una metida bajo la almohada y bajo la cabeza, la otra hacia abajo, cerrada junto a su costado en un puño de aspecto afectadamente infantil. Madden esperaba a que gradualmente, con el paso de muchos minutos, aquella mano se fuera abriendo despacio, dejara que los dedos se estiraran y aflojara la garra con que sujetaba el pescuezo fantasmal, fuera cual fuese, que el sueño ponía junto a su cama noche tras noche. Tal vez fuera el miedo a la enfermedad, tal vez fuera ese espectro que velaba por su ser durmiente. Solo cuando aquel puño se aflojaba sabía Madden que Rose estaba ya a salvo hasta la mañana, que podía quedarse sola, sin nadie que la atendiera. Mientras tanto, él observaba y esperaba y bebía de su copa. Entonces sonó el timbre.
La señora Spivey regresó arrastrando tras ella al bruto de su hijo: un intento de extorsión que, según pensó Madden más tarde, superó con creces sus ambiciones. Era ya pasada la medianoche y la señora Spivey se negó a dejar de pulsar del timbre del portal hasta que le abrió. Cuando Madden llegó a la puerta y miró por la mirilla, ella ya estaba allí, grotesca en gran angular, con los brazos cruzados y aquellas facciones enjutas, como cortadas a hachazos, que le recordaban a las de su madre. Madden abrió la puerta y se halló inmediatamente empujado hacia el interior de la habitación por el hijo, que debía de haber permanecido junto a la puerta, fuera de su vista. La señora Spivey entró y, al ver cómo cruzaba los brazos sobre el pecho y metía las manos bajo las axilas, Madden tomó la resolución de no volver a comprar nunca más pollo en el supermercado. Se disponía a hablar cuando el hijo le puso una gran zarpa simiesca sobre el hombro y le apretó la clavícula. Dio un respingo y ladeó el cuello. La cabeza y el hombro le dolían.
– Está bien, señor Madden, ¿qué es lo que pasa? -dijo el hijo. Tenía acento de Glasgow, pero ello servía de escaso consuelo. Había en él un algo de orangista [14], el pelo rojo cortado al ras y la cazadora de aviador. Madden no se acordaba de su nombre y ello no parecía apremiante de momento.
– Es hora de aflojar la mosca -dijo el hijo-. Mi madre dice que anda un poco corta de cambio para el parquímetro.
– Ya le he pagado adecuadamente -contestó Madden, dirigiéndose a la señora Spivey-. Dígale a este gorila que me suelte. -Sintió que el hijo daba otro meneo a su clavícula.
– No me ha dado suficiente. Joder, la puta agencia me va a despedir porque tú me has despedido, así que, por lo que a mí respecta, me debes una puta compensación, cabronazo. Me he pasado seis putos meses cuidando de esa imbécil de tu mujer, dándole de comer, poniéndole sus putas inyecciones, escuchando sus putos gemidos y limpiándole el puto culo. ¿Es que te crees que aguantaría esa puta mierda día tras día por lo que me pagas si no necesitara el jodido dinero? Podría volver a limpiar aseos para ganarme la vida, pero me parece que tú me debes un poquito más que eso, ¿no crees?
– ¡Chist! Rose está dormida, no quiero que se despierte.
La señora Spivey descruzó los brazos y volvió a cruzarlos. Levantando la voz, dijo:
– ¿Es que no me has oído, joder? ¡He dicho que me debes dinero, hostias!
– Le he pagado hasta final de mes, ¿qué más quiere? No puedo permitirme darle más de lo que ya le he dado. -Madden se retorcía alrededor del foco del dolor, casi de puntillas. Se fijó en que las botas sucias del hijo habían dejado huellas en la moqueta.
– Joder, podría denunciarte a magistratura laboral por despido improcedente.
Madden seguía retorciéndose de puntillas: intentaba descubrir un modo de permanecer de pie y aflojar la garra del chico lo suficiente como para volver a apoyarse sobre las plantas de los pies.
– Le aconsejo encarecidamente que no lo haga. No está usted en situación de amenazarme con acciones legales. Faltó usted de su puesto de trabajo. -Notó que en su voz se insinuaba un dejo de desesperación mientras decía aquello. Ignoraba si lo que decía era cierto o no. ¿Tenían los cuidadores por horas los mismos derechos que los cuidadores internos? ¿Cuáles eran los derechos de los cuidadores internos? Nunca antes se había planteado aquella cuestión.
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