Caryl Férey - Zulú

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Tras una infancia traumática en la que asistió al asesinato de su padre y de su hermano por el mero hecho de ser negros en la Sudáfrica del apartheid, Ali Neuman ha conseguido superar todos los obstáculos hasta convertirse en jefe del Departamento de Policía Criminal de Ciudad del Cabo. Pero si la segregación racial ha desaparecido, se impone otro tipo de apartheid, basado en la miseria, la violencia indiscriminada y el contagio del Sida a gran escala. Tras la aparición del cuerpo sin vida de Nicole Wiese, hija de un famoso jugador de rugby local, Ali Neuman deberá introducirse en el mundo de las bandas mafiosas dedicadas al tráfico de drogas.

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– No intentes jugar conmigo -le dijo Epkeen-: acompáñame por las buenas a la central si no quieres que te pegue un tiro y me quede más ancho que largo.

– No tiene nada que hacer aquí -replicó Rick-. Le advierto que avisaré a mi abogado enseguida.

– Wouter Basson, Joost Terreblanche, el Project Coast: ¿no te dice nada todo eso?

El dentista conservó su aplomo.

– Ruby tiene razón, está usted loco de atar.

– ¿Ah, sí? 1986-1991, hospital militar de Johannesburgo: ¿qué curabas? ¿Lo que les quedaba de dientes a los prisioneros políticos? ¿O experimentabas nuevos productos con Basson, sobre cobayas humanos?

– ¡Vamos, hombre! -se impacientó Rick-. ¡Soy dentista, no torturador!

– Y yo soy policía, no tonto del haba: sudas como un cerdo, Ricky, y conozco ese olor: apestas a miedo.

El dentista se sonrojó. Mentía. Y no sólo a Ruby.

– Ni siquiera tiene una ord…

Epkeen lo agarró por los trapecios y lo tumbó en el suelo de la cocina.

– Trae esa bocaza -le dijo, haciéndole papilla el tendón.

Rick gimió de dolor. Ruby observaba la escena, desconcertada, cuando un hombre con pasamontañas apareció en la terraza. Una mano fuerte la agarró sin que le diera tiempo a esbozar un solo gesto: Ruby retrocedió con un grito de estupor y sintió el frío de un arma automática contra la sien.

– ¡No te muevas, poli!

Epkeen vio el rostro de Ruby, petrificado de miedo, y la Walther 7,65 apuntándole a la cabeza. Soltó al dentista, que gimoteaba a sus pies. Ahora eran dos los hombres que había en la terraza, armados hasta los dientes.

– ¡Las manos sobre la cabeza! -gritó el del pasamontañas, el que apuntaba a Ruby con su arma.

Epkeen obedeció, asqueado. Rick, con la cabeza gacha, se masajeaba el cuello mientras retrocedía hacia el interior de la cocina. Un cuarto hombre hizo irrupción en la habitación. De pelo entrecano muy corto, con entradas, y un cuerpo de músculos bien dibujados pese a aparentar más de sesenta años, Joost Terreblanche no llevaba pasamontañas pero sí un arma bajo su guerrera militar beis. Epkeen, con las manos en alto, buscaba una salida sin mucha esperanza de encontrarla: un culatazo en los riñones lo dejó fuera de combate.

Ahogó un grito en el suelo de la cocina, que no tardó en mancharse de sangre; se le había vuelto a abrir la herida.

Terreblanche atravesó a Rick con sus ojos metálicos: -No te va nada mal, VDV…

El dentista se cruzó con la mirada de Ruby, aterrada. No era el momento de dar explicaciones. Terreblanche calibró al poli tendido en el suelo a sus pies, incapaz de levantarse, y tomó impulso: la puntera de su bota militar le acertó de lleno en el hígado.

Un largo gemido se escapó de su garganta mientras rodaba contra la barra. El ex militar dio un paso hacia él.

– ¡No! -gritó Ruby.

Epkeen, a cuatro patas en el suelo, ya no sabía muy bien si estaba vivo o no: el talón de la bota le partió la espalda.

5

Janet Helms se comunicaba con los hackers a través de líneas seguras que compartían cuyas contraseñas de acceso cambiaban todos los meses y nunca en fechas fijas. Una manera como otra cualquiera de compensar su soledad y de perfeccionar su dominio del pirateo: ¡¿o qué se creían los de los servicios de inteligencia, que se había hecho hacker pagándose cursillos intensivos en institutos high-tech a doscientos rands la hora?!

Chester Murphy vivía en Woodstock, a dos manzanas del apartamento que Janet tenía alquilado. Chester huía de la luz del sol, era un verdadero vampiro y, como ella, se alimentaba principalmente de comida basura y de informática. Janet pasaba la noche en su casa, a razón de una o dos veces por semana, en función de las actividades del club. Chester no era guapo, con esa cara mofletuda y esa nariz de tapir, pero Janet lo apreciaba; nunca le había tirado los tejos.

Chester había creado una red de hackers, compuesta por doce miembros de identidad secreta que se lanzaban desafíos individuales o colectivos: ser el primero en introducirse en el disco duro de una institución determinada o de una empresa sospechosa de malversación de fondos, aliarse para piratear un sistema radar del ejército. La red que había creado era, hasta el momento, indetectable, autónoma y de una eficacia demostrada.

Chester no había hecho preguntas al ver aparecer en su casa a Janet hacia las diez de la noche: estaba en plena acción en el ordenador de su dormitorio… Janet se instaló ante la pantalla del salón, con sus latas de refresco, sus cuadernos y sus caramelos de menta. Se había hecho con sus valiosas contraseñas en el despacho de la comisaría y se sentía preparada y con ganas para piratear a medio universo. Tras varias horas dedicadas a tantear las defensas del enemigo, la agente logró por fin introducirse en algunos ficheros clasificados del ejército. Muchos se remontaban a los tiempos del apartheid. El organigrama de Project Coast lo consiguió hacia las cinco de la mañana; doscientos nombres en total, que le envió por fax a Epkeen, que se había marchado de excursión nocturna a Hout Bay… Este no tardó en contestarle, por sms: «Rossow».

Ya despuntaba el alba cuando Chester le dijo que se iba a la cama; Janet apenas lo oyó subir la escalera. Siguió con sus pesquisas y dio con cierta información interesante. Al contrario que Joost Terreblanche, Charles Rossow sí figuraba en varios epígrafes que se podían consultar en Internet y no ocultaba ninguna de sus actividades como químico: había trabajado para varios laboratorios destacados, al principio sólo nacionales, pero después también internacionales. No se mencionaba su colaboración con Basson, pues la página sólo hablaba de sus éxitos. Charles Rossow tenía actualmente cincuenta y ocho años y era investigador en biología molecular en Covence, un organismo especializado en la elaboración de ensayos clínicos en el extranjero financiados por grandes laboratorios farmacéuticos. Además, Rossow había firmado varios artículos en prestigiosas revistas y había centrado sus estudios en la secuencia del genoma, «un avance importantísimo para el conocimiento molecular del cuerpo humano».

Janet profundizó en el tema y comparó la información recabada.

Todavía no se conocía ni la composición de la mayoría de los genes, ni el lugar y el momento en que se expresaban en forma de proteína, pero el genoma era una caja de herramientas de suma utilidad: la etapa siguiente consistía en descubrir la totalidad de los genes, su localización, su comprensión y su significación, así como, sobre todo, el análisis de sus mecanismos de control. Gracias a la biología molecular, el conocimiento preciso del genoma humano y de los genomas de los agentes infecciosos y parasitarios conduciría de manera gradual a la descripción de todos los mecanismos de la vida y sus perturbaciones. A partir de lo cual sería ya posible actuar de manera específica para corregir las anomalías, curar o erradicar las enfermedades, o incluso, actuar en la prevención de las mismas: todo ello representaba un avance importantísimo en lo que a la condición humana y al porvenir de la humanidad entera se refería… Rossow proseguía, citando a Fichte, que si bien todos los animales estaban terminados, el hombre por el contrario estaba apenas esbozado: «El hombre aún no es, sino que será». Se trataba de un camino infinito hacia la perfección, o así dejaban presagiar los descubrimientos recientes: la fuerza de la investigación actual residía, en efecto, en su capacidad de modificar la naturaleza humana en sí. Se desmarcaría de la medicina tradicional por su aptitud para actuar sobre el propio genotipo del hombre, afectando no sólo a un individuo en concreto, sino a toda su descendencia. La biotecnología podría entonces llevar a cabo lo que un siglo de ideología no había podido realizar: un nuevo género humano. Crear individuos menos violentos, liberados de sus tendencias criminales; se podría así refabricar hombres, como un producto mal diseñado que se devuelve a la fábrica, en tanto en cuanto la biotecnología permitiría modificar sus taras, su naturaleza misma…

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