Caryl Férey - Zulú

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Tras una infancia traumática en la que asistió al asesinato de su padre y de su hermano por el mero hecho de ser negros en la Sudáfrica del apartheid, Ali Neuman ha conseguido superar todos los obstáculos hasta convertirse en jefe del Departamento de Policía Criminal de Ciudad del Cabo. Pero si la segregación racial ha desaparecido, se impone otro tipo de apartheid, basado en la miseria, la violencia indiscriminada y el contagio del Sida a gran escala. Tras la aparición del cuerpo sin vida de Nicole Wiese, hija de un famoso jugador de rugby local, Ali Neuman deberá introducirse en el mundo de las bandas mafiosas dedicadas al tráfico de drogas.

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Con los ojos doloridos detrás de su pantalla de ordenador, Janet Helms empezaba a comprender lo que se tramaba: Rossow era el padre de la célula desconocida encontrada en la droga.

Las instancias políticas habían cometido un grave error al permitir que fueran los industriales quienes financiaran la investigación clínica. Cuando una empresa farmacéutica solicitaba la adjudicación de una autorización de comercialización, sólo ella podía proporcionar los elementos de evaluación del producto que se quería lanzar al mercado; así, era cada vez más frecuente la comercialización de medicamentos falsamente innovadores y muy costosos. Dicha empresa conservaba asimismo los derechos exclusivos, o lo que es lo mismo, ello abría la puerta a que ahora todo se redujera a una cuestión de conseguir patentes para todos y cada uno de los aspectos de la vida… Rossow y sus comanditarios se habían infiltrado en esa brecha abierta.

Janet dio con una dirección en Johannesburgo, en un barrio elegante de las afueras, estrechamente vigilado, pero no encontró nada en la provincia del Cabo. Orientó sus pesquisas hacia Covence, el organismo especializado en ensayos clínicos que había contratado a Rossow. Tenía actividades en la India, Tailandia, México, Sudáfrica…

– Hombre, esto quería yo encontrar -dijo bajito.

Las siete y cuarto. Janet Helms pasó un momento por su casa para darse una ducha antes de acudir a la cita en el puerto comercial.

El Waterfront estaba casi desierto a esa hora. Los comerciantes empezaban a abrir sus tiendas y colocaban los expositores con la mercancía en venta. La mestiza fue la primera en llegar al bar donde se habían citado. Tenía cinco minutos antes de que aparecieran los demás y un hambre de lobo. Se acomodó en la terraza y dejó a su lado sobre la mesa el cuaderno donde había apuntado la información que había ido recopilando durante la noche. Que no quedara ningún rastro informático, les había pedido Neuman…

El aire era fresco, y el camarero, indiferente a su presencia. Janet le hizo una señal y pidió un té con leche y galletas.

Estaba excitada pese a su noche en vela. Aparte de vengar a su amor perdido, ése era el caso de su vida. Una operación que, si resultaba un éxito, la catapultaría al equipo del capitán. Ascendería y trataría directamente con Neuman. Se volvería indispensable. Todo tendría que pasar por ella. Como con Fletcher. Neuman ya no podría trabajar sin ella. Terminaría por apartar a su actual brazo derecho, Epkeen, que no era en absoluto bien visto por el superintendente. El tiempo jugaba a su favor. Su capacidad de trabajo era inigualable. Janet sustituiría a Dan en el equipo de Neuman…

Consultó de nuevo su reloj -las ocho y once minutos…-. La brisa azotaba las drizas de los veleros, las lanchas de las compañías marítimas brillaban bajo el sol antes de la llegada de los turistas, el Waterfront despertaba despacio. El camarero pasó delante de ella, todo sonrisas, alertado por la joven rubia que acababa de instalarse en la mesa de al lado.

La luz se elevó por encima de la montaña frondosa. Las ocho y media. Janet Helms esperaba en la terraza del café donde se habían citado, pero nadie acudía.

Nunca acudió nadie.

***

El talón de una bota militar que le partía la espalda: ése fue su último recuerdo. Epkeen perdió el conocimiento. La realidad volvió poco a poco, hija del alba, y se coló entre las láminas de la persiana bajada: los ojos de Ruby, justo encima de él, bailaban en la atmósfera postboreal.

– Empezaba a creer que estabas muerto -le dijo bajito.

Y así era. Sólo que no se veía. Sus pupilas se estabilizaron por fin. El mundo seguía ahí, seminocturno, doloroso; una descarga eléctrica en la espalda, que le taladró la columna vertebral. Apenas era capaz de moverse. No sabía si podría volver a caminar. Pensaba a retazos, fragmentos de ideas que, incluso ordenadas, no tenían mucho sentido. Su espalda había sufrido, pero su cabeza también. Cayó en la cuenta de que estaba tendido en el parqué de una habitación oscura cuyo único horizonte eran los grandes ojos color esmeralda de Ruby…

– ¿Qué me ha pasado en la cabeza? -dijo.

– Te han golpeado.

– Ah…

Se sentía como un ahogado que hubiera subido a la superficie. Les habían atado las manos a la espalda con cinta adhesiva. Se giró sobre un costado para aliviar el dolor de sus riñones. De la cabeza ya se ocuparía más tarde.

– ¿Dónde estamos? -preguntó.

– En la casa.

Las persianas estaban bajadas, y el picaporte de la ventana, desmontado. Brian recuperó las estrellas desperdigadas a su alrededor:

– ¿Llevo mucho tiempo inconsciente?

– Media hora -contestó Ruby, sentándose en la cama-. Joder, ¿quiénes son estos tipos?

– Los amiguitos de Rick… Trabajó en un proyecto ultrasecreto con un ex militar, Terreblanche. El viejo del pelo al uno que me pegó.

Ruby no dijo nada, pero tenía tanta rabia que sentía ganas de vomitar. El cerdo de Brian tenía razón. El mundo estaba lleno de cerdos: el mundo estaba lleno de tipos como Rick Van der Verskuizen, que le contaba cuentos sobándole el culo y que, al final, la dejaría tirada por su amiguito maricón, el de las botas militares.

Brian quiso incorporarse pero renunció.

– ¿Sabes dónde está David? -preguntó.

– En Port Elizabeth, se ha ido a celebrar su diploma con Marjorie y sus amigos -contestó su madre-. No te preocupes por él, no volverá hasta la semana que viene…

Se oyó un ruido de pasos en el corredor. Callaron, a la expectativa. La puerta se abrió de par en par. Epkeen vio un par de botas militares sobre el parqué encerado, seguidas del cuerpo atlético de Joost Terreblanche por encima de él: una guerrera militar y unos ojos de rata que lo miraban fijamente.

– ¿Qué, poli de mierda, nos vamos despertando?

La voz cuadraba con los clavos de sus botas.

– Estaba mejor dormido.

– Vaya, así que eres un listillo… ¿Quién sabe que estás aquí?

– Nadie -contestó Epkeen.

– ¿Después de escapar de un tiroteo? ¡¿Te crees que soy gilipollas o qué?!

– Hijo de puta sería la palabra…

Terreblanche le aplastó la cabeza bajo su bota con suela de clavos y apretó con todo su peso. No era muy alto pero sí muy denso.

– ¿Qué has hecho al salir de tu casa? -gruñó.

– Venir aquí -contestó Brian, con la boca torcida por la botaza.

– ¿Por qué no has ido directamente con tus amiguitos polis?

– Para alejar a Ruby… Podrían tratar de utilizarla… para hacerme chantaje.

– ¿Sospechabas del dentista?

– Sí…

Apretó aún más la bota contra su cabeza:

– ¿Y de camino hasta aquí no has avisado a nadie?

– No llevaba el móvil -articuló-. Los otros me perseguían…

Debeer había encontrado el fax con la lista de nombres de Project Coast y había recuperado las muestras y el disco duro robado en Hout Bay. Pero el cabrón del poli había tenido tiempo de consultarlo… Terreblanche apartó la bota, que había dejado marcas en la mejilla de su prisionero: lo que contaba parecía cuadrar con lo que le había dicho Debeer.

Se sacó un objeto de la guerrera:

– Mira lo que te hemos encontrado en el bolsillo…

El afrikáner levantó la cabeza y vio la memoria USB. La suela de clavos le reventó la tripa. Por mucho que Epkeen se esperara el golpe no pudo evitar retorcerse de dolor sobre el parqué.

– ¡Déjelo! -gritó Ruby desde la cama.

Terreblanche no se dignó siquiera mirarla:

– Tú, putita, más te vale cerrar el pico si no quieres que te meta el mango de una azada por el culo. ¿A quién le has enseñado el contenido del disco duro?

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