Caryl Férey - Zulú

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Tras una infancia traumática en la que asistió al asesinato de su padre y de su hermano por el mero hecho de ser negros en la Sudáfrica del apartheid, Ali Neuman ha conseguido superar todos los obstáculos hasta convertirse en jefe del Departamento de Policía Criminal de Ciudad del Cabo. Pero si la segregación racial ha desaparecido, se impone otro tipo de apartheid, basado en la miseria, la violencia indiscriminada y el contagio del Sida a gran escala. Tras la aparición del cuerpo sin vida de Nicole Wiese, hija de un famoso jugador de rugby local, Ali Neuman deberá introducirse en el mundo de las bandas mafiosas dedicadas al tráfico de drogas.

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– ¡Hola! -dijo la chica, abordando a Epkeen.

– Hola.

– ¿Bailas?

La mestiza lo tomó de la mano sin esperar respuesta y, aprisionándolo entre sus brazos, lo arrastró a la pista improvisada. Brian respiró su perfume como de regaliz, una pena que le hubiera añadido el lúpulo. Su boca, pese a que le faltaba un diente, era bonita.

– ¡Me llamo Pamela! -gritó por encima de la música-. ¡Pero puedes llamarme Pam! -añadió, sin dejar de bailar.

Brian se inclinó sobre su escote para responderle al oído:

– ¡Qué nombre más bonito!

La chica sonrió con expresión ávida. Los demás les dirigían gestos amistosos, siguiendo el ritmo de los Wailers. Contagiado por el brío de la chica, Brian esbozó unos pasos al compás de la música: Pamela se acurrucó contra él, juguetona y provocadora… Brian sacó la foto de Ramphele.

– ¿Lo conoces?

La liana se balanceó alrededor de la fotografía, negó con la cabeza y se pegó, en un largo escalofrío, contra su espalda; su piel especiada era ardiente como el fuego.

– ¿Me invitas a una cerveza?

Pam lo miraba con una expresión de súplica infantil, como si el mundo hubiera quedado suspendido de sus labios. Los demás los observaban. Epkeen hizo un gesto al tipo tatuado que removía la cerveza. Cogieron el vaso de plástico con la sensualidad de unos acróbatas y, sin dejar de bailar, brindaron. Como la música hacía imposible mantener una conversación, el afrikáner atrajo a la chica hacia la vegetación que bordeaba las dunas.

Pam le sonreía como si fuera muy guapo.

– Stan Ramphele -insistió Brian, volviendo a plantarle la foto delante de los ojos-: un joven que se pasaba el día en la playa… Un tipo muy guapo. Tienes que haber coincidido con él a la fuerza.

– ¿Ah, sí?

– Stan vendía dagga, y desde hace poco una especie de tik… Aquí, en la playa.

La chica seguía bailando, contoneándose.

– ¿Eres poli? -le preguntó.

– Stan ha muerto: intento saber lo que le ocurrió, no quiero detenerte, ni a ti ni a tus amigos.

El viento hacía tintinear las cuentas que adornaban sus trenzas. Pam se encogió de hombros:

– Yo no soy más que una chica de la playa…

Su sonrisa mellada se estrelló a sus pies. Lo demás seguía balanceándose en el viento: se bebió la cerveza de un trago, se aferró a él y se echó a reír.

– ¡No me digas que me has llevado a este rincón para hablarme de ese tío!

– Había visto en tu cara que eres de fiar -mintió.

– ¿Y aquí qué ves? -contestó ella, llevándose la mano al trasero.

Las hierbas se doblaban bajo la brisa, el ruido de las olas se mezclaba con el del reggae, y Pam palpaba la mercancía con mano experta: arrimó su bajo vientre al suyo, acariciando su sexo con su pubis, se inclinó para rozarlo con sus pechos y por fin se arrodilló. Epkeen sintió la mano de la mestiza correr por su espalda: en un segundo Pam desenfundó su pistola.

Se incorporó a una velocidad pasmosa dada su postura, le quitó el seguro al arma y dirigió el calibre 38 contra el afrikáner, que apenas había tenido tiempo de esbozar un gesto.

– No te muevas -dijo, armando la pistola-. Las manos en la cabeza… ¡Vamos!

Epkeen no parpadeó siquiera. Entonces apareció un hombre, oculto detrás de la duna. El tipo tatuado que servía la cerveza…

– Está todo controlado -le dijo ella sin dejar de encañonar al policía-. Pero este imbécil no quiere levantar las manos.

– ¿Ah, no? -dijo el otro, acercándose a él.

Llevaba un arma bajo su camisa rasta.

– ¡Vas a pegar al suelo tu sucia jeta de poli! -le espetó Pam.

En lugar de obedecer, Epkeen se sacó un curioso objeto de la cazadora de lona: el knut de sus antepasados, rematado con su bola de cobre.

– ¡Tú te lo has buscado! -gritó Pam, apuntando a su cabeza.

La chica apretó el gatillo, dos veces, mientras Epkeen se lanzaba sobre el tipo. Pam siguió disparando, en vano, y comprendió que la pistola no estaba cargada. El tipo de los tatuajes desenfundó la suya, pero la tira de cuero, al abatirse sobre su mejilla, le arrancó un trozo de carne del tamaño de un filete. El hombre ahogó un grito y, tambaleándose bajo una cortina de lágrimas, no vio venir el segundo golpe: la pistola que sujetaba bajo su camisa le salió despedida de la mano.

Pam había vaciado el cargador entre los omóplatos de Epkeen, que se volvió deprisa. El knut partió la muñeca de la chica, que soltó la pistola con un gemido. A su espalda, el de los tatuajes quiso recogerla del suelo: el cuero de hipopótamo le abrió las falanges hasta el hueso. El corazón de Epkeen latía a mil por hora: no se las estaban viendo con pequeños camellos de playa, sino con tsotsis que mataban policías. Una ráfaga de viento le hizo parpadear. Abandonando su arma, el tipo de los tatuajes echó a correr hacia la choza, sujetándose la mejilla con la mano. La chica todavía no pensaba en huir: se miraba la muñeca rota como si se le fuera a caer. Epkeen la golpeó en la barbilla. Cuando levantó la cabeza, vio al tatuado subir corriendo la pendiente de la duna.

Entonces oyó un grito a lo lejos, por encima del estruendo de las olas. El grito desgarrador de un hombre, desde el otro lado de las dunas…

Dan.

***

– Venga -susurró Gatsha al oído herido de Neuman-. Dame el gustazo de abrir tu bocaza de negro. Venga, para que te vuele los cojones…

Le apretaba el cañón con tanta fuerza que Neuman sintió ganas de vomitar. Un gesto y estaba muerto. El tipo no esperaba otra cosa. Fletcher lloraba mirando su mano cortada, estupefacto, como si no quisiera creer lo que le había ocurrido. La sangre regaba las patas de la barbacoa, el viento rugía, formando torbellinos, y él sollozaba como un niño aterrorizado al que nadie acudiría a salvar. Estaba solo con su muñón y su mano en la arena, separada del cuerpo. Estaba viviendo una pesadilla.

Neuman cerró los ojos cuando el tsotsi le cortó la otra mano.

Fletcher soltó un grito espantoso antes de desmayarse.

– ¡Pollo a la brasa! -eructó Puro-nervio, blandiendo el machete.

Joey sonreía, en éxtasis. El tsotsi recogió las manos cortadas y las tiró a la barbacoa. Neuman volvió a abrir los ojos, pero era peor: el chorro de sangre que manaba de los muñones, su amigo en el suelo, desmayado, las brasas atizadas por el viento, el olor a carne, el crepitar de las manos sobre la rejilla incandescente, la hoja del cuchillo que lo clavaba a la caseta como a una lechuza, la pistola en sus tripas y los ojos idos de Gatsha, que se reía, como un loco.

– Jajá! ¡Pollo a la brasa!

Las ráfagas de viento volaban, furiosas, sobre las brasas; Puro-nervio plantó la rodilla en la espalda de Fletcher, que ya no reaccionaba. Le levantó la cabeza tirándolo del pelo y, de un golpe de machete, lo degolló.

El corazón de Neuman latía tan fuerte que se le iba a salir del pecho. El fantasma de su hermano pasó rozándole la espalda, empapada en sudor. Iban a cortar a Dan en pedazos, lo iban a asar en la playa, y después se ocuparían de él. Apretó los dientes para ahuyentar el miedo que hacía temblar sus piernas. Un líquido tibio seguía corriendo sobre su camisa, y Fletcher agonizaba ante sus ojos aterrorizados.

El tsotsi del machete se volvió hacia el más joven: -¡Joey! Ve a ver qué hacen los otros mientras nosotros nos ocupamos del negro…

Puro-nervio pensaba en muertes espectaculares cuando la cabeza de Gatsha explotó: la fuerza del impacto fue tal que el muchacho no tuvo tiempo de apretar el gatillo. Los otros dos se volvieron al instante hacia la choza, de donde provenía el disparo: una silueta alta y delgada bajaba la duna a todo correr, un blanco, con una pistola en la mano. Blandieron sus armas y apuntaron hacia él.

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