Caryl Férey - Zulú

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Tras una infancia traumática en la que asistió al asesinato de su padre y de su hermano por el mero hecho de ser negros en la Sudáfrica del apartheid, Ali Neuman ha conseguido superar todos los obstáculos hasta convertirse en jefe del Departamento de Policía Criminal de Ciudad del Cabo. Pero si la segregación racial ha desaparecido, se impone otro tipo de apartheid, basado en la miseria, la violencia indiscriminada y el contagio del Sida a gran escala. Tras la aparición del cuerpo sin vida de Nicole Wiese, hija de un famoso jugador de rugby local, Ali Neuman deberá introducirse en el mundo de las bandas mafiosas dedicadas al tráfico de drogas.

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– Anda, ¿y eso?

– ¡La cuadra estaba sucísima! -aseguró su madre, que jamás ponía los pies allí.

Brian caviló unos días antes de registrar el despacho de su padre. En un archivador encontró la dirección de la empleada, con sus nóminas y los documentos administrativos que le permitían ir a trabajar a la ciudad. Maria vivía en el township, a diez kilómetros de allí. Lejísimos, en el otro extremo del mundo.

Ningún blanco se aventuraba jamás en los townships. Brian le pidió al taxista negro que lo esperara delante de la casa, una chabola de contrachapado pintada de amarillo, todo un lujo en el barrio. La madre de Maria se sobresaltó al ver al adolescente en su puerta. Tres niños pequeños se agarraban a su delantal, curiosos y asustados. Al principio la xhosa no quería hablar, pero Brian insistió tanto que terminó por ceder: Maria se había marchado un día a trabajar y nunca había regresado. Corría el rumor de que un coche de policía se la había llevado a la salida del township, pero su madre no lo creía. Maria estaba embarazada de cuatro meses: seguramente se habría fugado con el padre del bebé, que sería uno de esos desgraciados que prometen la luna y sólo traen problemas…

Brian volvió a su casa y comparó la fecha de la desaparición con el reparto de tareas de los empleados: Maria debía trabajar en la cuadra aquel día.

Mintió a los policías locales, puso una denuncia por robo, dando el nombre de la chica y su descripción, insistió para obtener una respuesta, mencionó que su padre era procurador y consiguió lo que quería. Un inspector llevó a cabo una investigación, que no dio resultado: Maria no figuraba en ningún registro de la policía. No estaba fichada por ningún delito, no se había producido ninguna detención. El agente no tenía inconveniente en tomarle declaración para su denuncia, pero no era muy probable que diera ningún resultado…

La madre de Maria, a la que Brian había mantenido informada de sus pesquisas, lo encauzó hacia un militante del ANC. La clandestinidad, la tortura, las desapariciones, los procedimientos arbitrarios de los servicios especiales, los asesinatos de opositores. Brian descubrió una realidad que no conocía. Pero ató cabos: su padre era procurador, un eslabón inflexible del poder…

Había pasado un mes desde la desaparición de la muchacha negra. Brian esperó a que su padre estuviera solo en la cocina para hablarle.

– Por cierto -le dijo, como quien no quiere la cosa-, ¿sabes que Maria está embarazada?

Su padre lo fusiló con la mirada, durante un segundo, antes de corregir su error.

– ¿Embarazada?

Pero sus ojos lo traicionaban. Lo sabía, era obvio…

– La has hecho desaparecer tú, ¿verdad? -le espetó Brian con aire desafiante-. ¿Mandaste tú a la poli a la salida del township?

El afrikáner se irguió con su masa imponente por encima de su hijo:

– ¿De qué estás hablando?

La ira inflaba sus venas, pero Brian ya no le tenía miedo. Lo odiaba.

– El hijo que esperaba no era tuyo -le dijo-, sino mío… Pobre gilipollas.

Apartheid: «desarrollo separado»…

Brian cambió de techo, de vida, de nombre y de amigos. Se curtió lejos de esa familia a la que odiaba con todo su ser, antes de abrir una oficina de investigación. Buscar a los negros que su padre hacía desaparecer se convirtió en su especialidad, una tarea obligatoria y saludable que le hizo entrar en contacto con los miembros del ANC clandestino y con los policías que los perseguían. Ruby lo había recogido varias veces de las cunetas de la autopista, donde lo dejaban tirado después de palizas tremendas. Le perdonaban la vida por el estatus de su padre, pero el odio era el mismo. Brian había desenterrado cadáveres, algunos sin ataúd siquiera, que llevaban pudriéndose meses; esqueletos con los dientes rotos, con las vértebras dislocadas por haber sido arrojados desde los tejados de las comisarías; opositores o simples simpatizantes, pero nunca encontró el cuerpo de Maria.

Su necesidad de amor era inconsolable. Conservaba el recuerdo de la joven negra en lo más hondo de sí mismo, como un secreto vergonzoso. No sabía por qué no hablaba nunca de ello. Por qué asomaba la cabeza donde otros no pondrían jamás los pies. Por qué se castigaba. Si los brazos de las mujeres en los que se refugiaba provenían de un mismo deseo de sabotaje… Ruby tenía razón a fin de cuentas. Su corazón era de hielo: se fundía a discreción.

Tracy, por ejemplo, truco de magia número cincuenta y cuatro, albornoz blanco, túnica pelirroja en mitad de la cocina, con un lápiz sabiamente plantado en lo alto de la cabeza, para recogerse la melena, preparaba huevos revueltos para el desayuno con la habilidad de un recién nacido:

– Oye -se echó a reír la camarera-, ¡qué jaleo hay en tu casa!

Acababan de despertarse. Los Young Gods -unos suizos, según el librito del cedé- se desgañitaban por los altavoces del salón mientras ella se afanaba en los fogones.

– ¿No te gusta la música? -le preguntó él.

– ¡La escucho todas las noches, me sale por las orejas! -se defendió Tracy.

– Pues ciérralas, cariño.

– Oye, tú, qué gracioso te levantas por las mañanas, ¿no?

– Estoy medio atontado -explicó-: me siento como si fuera de noche.

Tracy aporreó la sartén con su tenedor.

– ¡Venga ya! Pero si ya estabas roque cuando he vuelto…

– Lo siento, cariño.

Tracy había vuelto a casa de Brian una vez terminada su jornada, pero Brian se había desplomado al tercer porro de Durban Poison. Era la primera vez que volvían a verse desde la noche loca del sábado y el domingo fallido en casa del amigo «Jim». Tracy tenía treinta y cinco años: sabía que detrás de la barra se podía tirar a todos los tíos que quisiera, el problema era siempre repetir. Otros alcoholes los llevaban a otras chicas, y la pelirroja divertida de las coletas que les servía las copas era siempre agua pasada. Pues hija, tendrás que buscarte un trabajo más normal, se decía a sí misma las noches que se deprimía, y no uno en el que todo el mundo te mire el culo. Pero Tracy no creía mucho en otros trabajos, ni en los tíos en general.

Removió la papilla formada en la sartén, con aire circunspecto.

– Espero ser mejor en la cama -dijo. -Un caviar de berenjenas.

– ¿Y eso está bueno?

– Te tiene que gustar el ajo.

Tracy sirvió los huevos en los platos y lanzó la sartén al fregadero, haciendo un ruido como para romper los tímpanos.

Brian hizo una mueca. Esa chica no le inspiraba en absoluto nada tierno ni delicado.

– ¿Puedo hacerte una pregunta personal? -le dijo, sentándose frente a él.

– Calzo un cuarenta y tres, ya que lo quieres saber todo de mí.

– Hablo en serio…

– Te escucho, cariño.

Tracy bajó los ojos. Se le había soltado un mechón del lápiz y caía por su nuca, formando tirabuzones rojizos.

– Tienes que decirme si soy pesada… Es que como ya no tengo costumbre siempre me parece que me paso con los tíos… Qué tonterías digo, ¿verdad?

– Un poco, cariño.

Pese a su estoicismo de fachada, el truco de magia no dejaba de perder aire, tanto que ya se escabullía por el jardín, escamoteado… Brian consultó su reloj. No es que él llegara tarde, es que el mundo huía.

***

Como el ANC se negó a aprobar el sistema de los bantustán, el gobierno del apartheid había encerrado a Mandela y a sus compañeros en Robben Island, una isla cubierta de vegetación situada a unas millas de Ciudad del Cabo, que tenía la ventaja de aislar por completo a la oposición política. Mandela tuvo que esperar veintiún años antes de volver a tocar la mano de su mujer.

Sonny Ramphele no tuvo que sufrir esa cruel pena doble: el hermano de Stanley purgaba una condena de dos años en la cárcel de Poulsmoor, un edificio de hormigón insalubre y abarrotado donde hasta las moscas se pudrían en el infierno.

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