– Gracias por llamarme -dijo, a modo de preámbulo.
– Es lo que me pidió que hiciera, ¿no?
– No todo el mundo actúa como usted.
Con la mano levantada para protegerse del sol, Myriam dejó que el zulú se perdiera en sus tradicionales fórmulas de cortesía -así al menos la miraba.
– ¿Cómo está?
– Ha habido que rehidratarla -contestó la enfermera-. A su madre se le va la olla por completo, si me permite la expresión.
– Sí.
Josephina se había marchado de Khayelitsha hacia las nueve de la mañana, y la habían encontrado tres horas después, perdida en un asentamiento ilegal cerca de Mitchells Plain, una zona que se extendía entre el township y la N 2. Coger el autobús, apearse en un lado de la autopista, caminar por los terrenos accidentados que llevaban a los asentamientos ilegales… su comportamiento rozaba la inconsciencia.
– ¿Qué estaba haciendo mi madre allí? -gruñó Neuman.
– Eso tendrá que preguntárselo usted -contestó Myriam, sin ocultar su exasperación-. Unas personas como Dios manda avisaron al dispensario, pero la próxima vez quizá no tenga tanta suerte… Sería hora de regañarla, capitán: su madre no tiene veinte años, y ha sido mucho esfuerzo para ella caminar durante horas bajo el sol. No sé de qué están ustedes hechos, pero después del síncope que sufrió el fin de semana, lo suyo ya es suicida.
En sus ojos marrón oscuro brillaba una sana rebeldía. Neuman le tendió la mano para ayudarla a levantarse:
– ¿Dónde está ahora?
– En la sala pequeña -contestó Myriam, apretándole la mano-, a la derecha…
Pero ya sólo pensaba en las grandes manos de oso que la elevaban hacia el cielo con tanta facilidad… A ella también se le iba la olla; lo llevó al interior del dispensario.
Una pequeña multitud variopinta trataba de no moverse demasiado bajo las aspas de un ventilador. No había aire acondicionado, tan sólo se repartían botellas de agua entre los resignados enfermos. Josephina descansaba sobre una camilla que, dada su corpulencia, más parecía un carrito de bebé. Volvió hacia ellos sus ojos turbios y sonrió al sonido de sus pasos.
– ¡Anda, estás aquí, cariño! ¡Le he dicho a Myriam mil veces que tienes cosas más importantes que hacer, pero la niña tiene carácter!
– Te parecerá bonito criticar a las amigas -dijo Ali, dándole un beso.
– Ji, ji, ji!
Su situación de mamífero varado en la arena ya no la molestaba, ahora que tenía delante a Dios en cine en blanco y negro.
– Oye, mamá, ¿no te parece que ya no tienes edad para fugarte de casa?
Ella le cogió la mano y no parecía dispuesta a soltarla.
– No pensaba perderme, pero, claro, como no voy mucho por esa zona…
– ¿Y qué se te había perdido a ti allí?
– Oh…
– Contéstame.
Josephina suspiró, y a punto estuvo de caerse de la camilla.
– Me han dicho que Nora Mceli había muerto -explicó-. Ya sabes, la madre de Simón… No sé si será verdad, pero me han dado el nombre de una prima que al parecer se ocupó del niño durante la enfermedad de la madre. Winnie Got, una prima de Nora, como te digo. Me han dicho también que vive en un asentamiento ilegal entre Mandalay y Mitchells Plain… Quería saber si tenía noticias de Simón.
– Mira que eres cabezota.
– Ese niño está perdido, Ali… Si no hacemos nada por él, se morirá: lo sé.
Accidente, enfermedad, bala perdida, la esperanza de vida de los niños de la calle era limitada.
– Me gustaría ayudarlo -dijo-, pero no podemos salvarlos a todos.
Josephina adoptó una expresión seria.
– He tenido pesadillas -dijo, con sus ojos vacíos-. A los antepasados no les gustaría que abandonáramos a Simón a su propia suerte. No, no estarían nada orgullosos de nosotros…
Lazos inmemoriales los unían unos a otros -defender el ideal del ubuntu, acoger a varias generaciones bajo el mismo techo, el concepto de familia en un sentido amplio, esencial para la cultura sudafricana y reivindicado como tal pese a decenios de política separatista… Sin esa solidaridad, también ellos habrían estado perdidos. Simón formaba parte del grupo.
– ¿Por qué no me lo has comentado? -le reprochó su hijo-. Habríamos ido juntos.
– Vi tu nombre en el periódico -explicó su madre-: por lo de esa pobre muchacha asesinada. No te quería…
– Molestar. Bueno… -Cambió de tono-. ¿Puedes levantarte o prefieres que te lleven hasta el coche? Lo tengo aparcado aquí al lado…
– ¡Oh, si me ayudas puedo tratar de levantarme! Hace dos horas que no me atrevo a moverme de esta camilla: ¡me siento como si fuera un océano en una cascara de nuez, ji, ji, ji!
A Josephina parecía traerle todo aquello sin cuidado.
***
El eje principal que atravesaba el township de Khayelitsha partía de Mandalay Station y pasaba por Cape Flats, una llanura arenosa barrida por fuertes vientos y ocupada por edificios destartalados, «cajas de cerillas [24]» y chabolas, apenas visibles desde la autopista. En esa zona gris se había instalado la gente sin hogar, era un asentamiento que se extendía sin cesar y en el que la policía rara vez ponía los pies: paneles de madera, alambres, estacas, chapa, carteles publicitarios, viejos periódicos, la gente construía las chabolas con lo que tenía a mano, eran criaturas que salían volando por los aires en cuanto se levantaba tormenta. Los más privilegiados vivían en contenedores. Todos se lavaban fuera, por falta de espacio o de agua corriente. Alguna que otra señal de «endurecimiento» del campamento: unas placas de hormigón habían sustituido las cercas que antes delimitaban las parcelas, e incluso crecían algunos setos, verdadera proeza en el suelo de arena de Cape Flats.
Según los datos que tenía Josephina, Winnie Got vivía en un plaza shop, un pequeño colmado sin licencia en el que se vendían productos de primera necesidad: cerillas, velas, alcohol de quemar, harina, pilas, leche y algunos refrescos… Neuman condujo un rato ante las caras hostiles o curiosas de los viandantes. Un cable de electricidad atravesaba la zona, con empalmes salvajes como lianas letales, enganchados a cualquier superficie. El campamento se transformaba tan deprisa y de manera tan anárquica que era difícil orientarse: por fin, después de un buen rato, Neuman encontró a la tutora de Simón en el interior de su tienda.
Winnie llevaba un kikoi, un vestido de tela de África oriental, y zapatillas de peluche de un rosa chillón. Ali se presentó como el hijo de Josephina. Hacía un calor sofocante en el reducto. Junto a una nevera destartalada había un estante con vasos Duralex, orgullosamente expuestos. Neuman le compró dos latas de refresco. Se acomodaron en el sofá para hablar, los cojines estaban tapizados con una tela de flores que había visto demasiado sol.
Winnie Got hablaba una mezcla de inglés y de jerga de los townships: tenía treinta y ocho años y tres hijos de padres distintos, que nunca habían conocido a su abuela -porque de otro modo, según la tradición, ésta se habría ocupado de ellos-. Su prima Nora se había instalado en su casa hacía un año, con su crío y su enfermedad. Los rumores hablaban de mal de ojo, de los maleficios que ella había hecho y que le habían vuelto rebotados, como un bumerán; en cualquier caso, la pobre ya estaba muy débil cuando llegó a su casa. Nora había muerto dos meses más tarde. Winnie se había hecho cargo de Simón que, al no tener padre, de otra manera se habría quedado en la calle. El chaval había vivido en su casa un tiempo, y un buen día había desaparecido, sin dejar una nota ni una dirección…
– No lo he vuelto a ver -concluyó Winnie.
El rostro de la xhosa no mostraba ternura alguna: su prima había muerto y no había dejado más que rumores y un huérfano del que no quería ocuparse.
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