Caryl Férey - Zulú

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Tras una infancia traumática en la que asistió al asesinato de su padre y de su hermano por el mero hecho de ser negros en la Sudáfrica del apartheid, Ali Neuman ha conseguido superar todos los obstáculos hasta convertirse en jefe del Departamento de Policía Criminal de Ciudad del Cabo. Pero si la segregación racial ha desaparecido, se impone otro tipo de apartheid, basado en la miseria, la violencia indiscriminada y el contagio del Sida a gran escala. Tras la aparición del cuerpo sin vida de Nicole Wiese, hija de un famoso jugador de rugby local, Ali Neuman deberá introducirse en el mundo de las bandas mafiosas dedicadas al tráfico de drogas.

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Fletcher se inclinó sobre el mapa.

– Debe de estar por aquí -dijo-: detrás de la remonta…

La bahía de Noordhoek era peligrosa y poco frecuentada: las olas de gran altura y los tiburones que campaban por alta mar impedían el baño y, dado que se habían cometido varios crímenes en la playa, un cartel advertía que no era aconsejable alejarse demasiado del aparcamiento… El Mercedes atravesó el pueblo y retomó la vieja pista que bordeaba el mar. Algunas casas se ocultaban entre las dunas, eran cabañas por lo general destartaladas; Epkeen se detuvo al fin ante una vieja camioneta, aparcada a pocos metros de una casa prefabricada de aspecto vetusto, medio carcomida por la sal. Era la de Ramphele, según la información que tenían. Las cortinas, amarillas de nicotina, estaban corridas. Salieron del coche. Neuman hizo una señal a Epkeen, que rodeó la casa.

Había una moto aparcada al abrigo del viento, bajo una lona. Neuman y Fletcher avanzaron hasta la puerta medio rota. En unas cuantas zancadas, Epkeen llegó a la parte trasera de la casa: echó una ojeada por la ventana y distinguió una silueta a través del velo mugriento de las cortinas. Apoyó la cabeza y las manos contra el cristal: había alguien al otro lado, a escasos centímetros de él… Un negro, con la cabeza reclinada contra el respaldo, pero no estaba durmiendo: las moscas se paseaban por su cráneo…

Neuman no tuvo que forzar la cerradura, la puerta estaba abierta. Una nube de insectos zumbaba en el interior. El joven negro estaba delante de la mesa plastificada del minúsculo salón y, con los párpados entornados, miraba fijamente un punto definitivo en el techo. Stanley Ramphele, según la foto antropométrica. Había una jeringuilla usada encima del cojín y un poco de polvo blanquecino en una bolsita de plástico… Fletcher se acercó para tomarle el pulso, procurando no respirar -el olor a mierda era espantoso-, e indicó con un gesto que estaba muerto.

– Voy a llamar a la brigada -dijo, retrocediendo hacia la puerta.

Neuman olvidó el olor y las moscas. Los ojos del joven xhosa estaban vacíos, como si los hubieran rayado a lápiz, y el cuerpo, frío como una piedra. Llevaba muerto varios días -se le habían relajado los esfínteres, y los excrementos que manchaban su pantalón se habían secado sobre el sofá-. Inspeccionó el cadáver. No había rastro de lucha, de equimosis ni de heridas visibles. Tan sólo la marca de un pinchazo, en el brazo izquierdo. El torniquete descansaba a su lado, sobre el sofá. Neuman se puso unos guantes de plástico y evaluó el polvillo que cubría la mesa. Metanfetamina, sin duda… Registró la casa prefabricada.

Un ordenador portátil, ropa de marca sobre la cama deshecha, unas gafas de sol italianas, algunas joyas -bisutería sin ningún valor-, un casco de moto: Neuman encontró un poco de marihuana bajo el colchón, pero no había otras drogas. Se agachó para mirar debajo de la cama y sacó un objeto sepultado entre el polvo acumulado: un bolso. En su interior había un móvil, pañuelos de papel, tres preservativos en su envoltorio, varios frasquitos y documentos de identidad a nombre de Nicole Wiese.

Abrió el monedero y contó apenas cien rands; luego abrió uno de los frasquitos. El líquido que contenía era verdoso, y el olor, difícil de identificar. Ninguno de los frasquitos tenía inscripción alguna, pero uno de ellos estaba vacío…

El mar rugía por la puerta abierta de la casa. Neuman se incorporó, vio a Epkeen, que inspeccionaba el suelo lleno de polvo, se dirigió hacia el aseo y, de pronto, retrocedió bruscamente nada más entrar: una migala peluda y oscura lo observaba desde la cañería de la cisterna. La araña era tan grande como su mano y tenía el opérculo abierto como si estuviera a punto de huir, preparada para picar. Ocho ojitos oscuros que lo miraban fijamente, mientras las patas se agitaban… La tapa del váter estaba bajada, y el ventanuco tenía un candado… ¿Cómo había podido entrar? Neuman cerró la puerta del aseo, sentía sudores fríos en la espalda.

Epkeen estaba en la entrada de la casa, su silueta se recortaba sobre el sol de mediodía.

– El cuentakilómetros de la moto marca cuatrocientos -dijo-: una Yamaha con rayos pintados que costará unos treinta mil rands… No está mal para un rebelde sin oficio ni beneficio, ¿no?

Neuman tenía una cara muy rara.

– ¿Qué pasa?

– He encontrado el bolso de Nicole debajo de la cama y algo de droga -dijo-. Y también hay una migala en el retrete.

– ¿Una migala? -preguntó Epkeen, con una mueca.

– Peluda.

Fletcher apareció a su vez, con el móvil en la mano.

– El equipo científico llegará dentro de veinte minutos -anunció.

Fuera, un viento tibio levantaba el polvo del camino. Neuman registró la camioneta aparcada delante de la casa. Los papeles seguían a nombre de Sonny Ramphele. Sobre los asientos había envoltorios de chocolatinas, palitos de helado y latas de refresco. La arena que cubría la alfombrilla era más oscura que la de Noordhoek, donde el agua helada impedía el baño. Stanley no llevaba casco el sábado por la noche a su llegada a la discoteca, debían ele haber cogido la camioneta para ir al este de la península, donde la costa era más hospitalaria…

Su móvil vibró entonces en su bolsillo. Era Myriam, la enfermera del dispensario. Contestó.

***

Los minibuses atestados de viajeros trataban de zigzaguear a golpe de bocina, pero había bastante tráfico en la N 2 ese mediodía. Neuman se impacientaba detrás de un camión cisterna nuevecito -como su madre había vuelto a hacer de las suyas, había dejado a Epkeen en la casa prefabricada para que él se ocupara de todo- cuando recibió la llamada de Tembo. El forense había terminado los análisis complementarios de la autopsia de Nicole Wiese.

– He encontrado el nombre de la sustancia ingerida unos días antes del asesinato -le dijo-: es iboga, una planta originaria del África occidental que utilizan los chamanes en sus ceremonias. En cambio, el nombre de la sustancia inhalada junto con el tik nos es desconocido.

– ¿Cómo que desconocido?

– Hay una molécula química, sí -dijo el biólogo-, pero su composición no figura en ninguna parte.

– ¿Y no será cualquier porquería que hayan añadido para cortar la droga? -avanzó Neuman.

– Es posible -contestó Tembo-. O bien puede tratarse de una nueva combinación de productos, que formarían una nueva droga.

Neuman reflexionó un momento, atrapado en otro atasco. La extrema derecha del Movimiento de Resistencia Afrikáner (AWB) o los grupúsculos sectarios que, bajo el régimen del apartheid, traficaban con pastillas para embrutecer a la juventud blanca progresista ya no tenían mucha fuerza. Nicole Wiese provenía de la élite afrikáner, y su padre era un importante respaldo financiero del Partido Nacional: a los lobos no les interesaba en absoluto devorarse entre sí.

– Lo ideal sería tener una muestra del producto -prosiguió el forense-. Podríamos hacer análisis, profundizar en nuestras investigaciones…

Una flecha anunció la bifurcación para Khayelitsha. Neuman pensó en la bolsita de polvo que habían encontrado junto al cadáver de Ramphele.

– No se preocupe por eso -le dijo, tomando la salida de la autopista-: creo haber encontrado algo que lo mantendrá ocupado…

El anexo del Hospital de la Cruz Roja se encontraba en la esquina del Centro comunitario, separado en cuatro «pueblos». Unos niños con pantalones cortos jugaban delante del edificio de madera pintada, otros salían agarrados de los brazos llenos de paquetes de sus madres. Myriam estaba sentada en la escalinata, fumando un cigarro, mientras trazaba círculos con el pie en el polvo del suelo -había empezado por dibujar sueños aborígenes que se parecían vagamente a Ali Neuman… En eso estaba cuando su coche apareció en el patio del dispensario. A la joven enfermera apenas le dio tiempo a borrar sus dibujos, en un momento ya estaba allí, por encima de ella, con su aureola negra y su mirada llena de espinas.

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