Caryl Férey - Zulú

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Tras una infancia traumática en la que asistió al asesinato de su padre y de su hermano por el mero hecho de ser negros en la Sudáfrica del apartheid, Ali Neuman ha conseguido superar todos los obstáculos hasta convertirse en jefe del Departamento de Policía Criminal de Ciudad del Cabo. Pero si la segregación racial ha desaparecido, se impone otro tipo de apartheid, basado en la miseria, la violencia indiscriminada y el contagio del Sida a gran escala. Tras la aparición del cuerpo sin vida de Nicole Wiese, hija de un famoso jugador de rugby local, Ali Neuman deberá introducirse en el mundo de las bandas mafiosas dedicadas al tráfico de drogas.

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O la joven era totalmente inconsciente, o la habían engañado acerca de la mercancía que había consumido.

– El amante de Nicole sigue sin aparecer -dijo Neuman-: por lo que es probable que tenga algo que ver con la droga. El tik se ha extendido por los townships, pero mucho menos en la costa o en los entornos blancos… En esta historia hay algo que no cuadra.

– ¿Piensas que el dinero que sacó en Muizenberg lo quería para comprar droga?

– Mmmm…

– ¿Y qué dicen nuestros confidentes?

– Los estamos presionando, sin resultado por ahora. Si hay un tráfico en la costa o una nueva droga en el mercado, nadie parece estar al corriente.

– Qué extraño.

– Quizá tenga algo que ver la sustancia no identificada -avanzó Epkeen.

– Es posible.

La metanfetamina constituía la base del tik, pero éste llevaba de todo: efedrina, amoniaco, disolvente industrial, Drano o litio de batería, ácido clorhídrico…

Claire apareció entonces en el otro extremo del césped. Ahora que había anochecido el aire era más fresco, había acostado a los niños y apretaba sus brazos descarnados contra el pecho, como si temiera que se le fueran a caer a pedazos.

Los tres hombres callaron, colgados de sus labios.

– ¿Puedo unirme a vosotros?

Claire flotaba un poco dentro de sus vaqueros, pero no había perdido un ápice de su gracia. Un pájaro del paraíso, alcanzado en pleno vuelo.

***

"El barrio de Observatory albergaba a parte de la población estudiantil pero podía reducirse a un trozo de calle, Lower Main Street, que concentraba bares y restaurantes alternativos. Neuman aparcó delante de una cantina tex-mex de rótulo parpadeante y se fundió entre los grupos de jóvenes que paseaban por las aceras.

Una clientela variopinta se agolpaba en la puerta del Sundance. Un xhosa gordo como una morsa controlaba la entrada con aire perezoso. Neuman reparó en la cámara de vigilancia apostada sobre la puerta y plantó su placa y la foto de la chica ante las narices del gordo:

– ¿Ha visto alguna vez a esta chica?

– Mmm… -Retrocedió un paso para verla mejor-. Creo que sí.

– ¿Es usted fisonomista o astrólogo?

– Pues…

– Nicole Wiese, la chica de la que hablan los periódicos. Vino aquí esta semana. -Sí… sí…

La morsa rebuscó entre sus recuerdos, pero debían de ser un cajón de sastre.

– ¿El miércoles?

– Puede ser, sí…

– ¿El sábado también?

– Mmm…

Rumiaba como una vaca.

– ¿Sola o acompañada? -se impacientó Neuman.

– Pues no me fijé -dijo, reconociendo su impotencia-: ahora está el festival, y a partir de medianoche la entrada es libre. Es difícil saber quién va con quién…

Habría dicho lo mismo de los conflictos en Oriente Medio. Neuman se volvió hacia las cabañas cuyos tejados asomaban por encima de la tapia.

– ¿Qué camarero trabajó aquí el sábado por la noche?

– Una camarera, Cissy -contestó el portero-. Una mestiza con las tetas grandes.

Para eso sí que era fisonomista el tipo… Neuman cruzó el jardín de arena en el que los jóvenes se tomaban sus cervezas hablando y cantando a grito pelado, como si estuvieran en la playa. El melenudo que abría botellas y lanzaba las chapas al otro lado del mostrador parecía tan borracho como sus clientes.

– ¿Dónde está Cissy?

– ¡Dentro! -gritó.

Siguiendo los ojos inyectados en sangre del camarero granujiento, Neuman empujó la puerta de madera que daba a la discoteca. Los altavoces escupían los acordes del último disco de los Red Hot Chili Peppers, la sala estaba abarrotada, y las luces eran tenues: olía a hierba pese a los carteles de prohibido consumir drogas, pero también flotaba un curioso olorcillo a fuego… Neuman se abrió paso hasta la barra. Una clientela que en general no pasaba de los treinta embaulaba con alegría chupitos de colores sospechosos que terminarían en los aseos o en las cunetas, si es que llegaban tan lejos. Cissy, la camarera, tenía la piel oscura y el pecho comprimido en un top particularmente elástico al que no le quitaban ojo un grupo de mocosos achispados. Neuman se inclinó por encima de las sombrillitas de los cócteles verdosos que estaba preparando:

– ¿Ha visto alguna vez a esta chica?

Por la manera en que miró la foto, mascando chicle a mandíbula batiente, Cissy parecía más preocupada por el escote de su top que por el calentamiento del planeta.

– No sé.

– Mírela mejor.

La camarera hizo una mueca que no desentonaba con las expresiones de sus clientes pegados a la barra.

– A lo mejor sí… Sí, esa cara me suena.

– Nicole Wiese, universitaria -precisó Neuman-. ¿No ha visto que ha salido su foto en los periódicos?

– Bah… No.

Cissy no escuchaba lo que decía, pensaba en sus cócteles y en las pirañas que los esperaban.

– No se van a enfriar -dijo Neuman, apartando los vasos-. Una rubia tan guapa como ésta no se olvida así como así: trate de recordar. -Le había cogido la muñeca delicadamente, pero no tenía intención de soltarla-. Nicole estuvo aquí el miércoles por la noche -dijo-, y quizá también el sábado…

La luz era ahora más tenue.

– El sábado no lo sé -dijo por fin la camarera-, pero la vi el miércoles por la noche. Sí: el miércoles. Estuvo charlando un rato con la chica de la actuación…

Las luces se apagaron de pronto, y la sala quedó sumida en la oscuridad. Neuman soltó la muñeca de la camarera. Todas las miradas se concentraron en el escenario. Abandonó la barra y se acercó. Hacía calor, y el olor que había percibido antes se iba precisando: olía a carbón. En el centro del escenario había unas brasas humeantes, una alfombra rojiza que Neuman adivinaba entre montones de cabezas anónimas… Entonces sonaron unos tambores que hicieron temblar el suelo. Tam tam tam… Una delgada columna de humo se elevó del proscenio, cada golpe de tambor se acompañaba de un resplandor deslumbrante dirigido al público, pero Neuman estaba en otra parte: esos tambores, esos golpes, ese ritmo hipnótico que se remontaba al fondo de los tiempos era la inallamu, la danza de guerra zulú. Por un instante, Ali volvió a ver a su padre cuando bailaba, sin arma, sobre el polvo del KwaZulu… El ritmo se hizo cada vez más intenso; los cuatro negros que tocaban los tambores se pusieron a cantar, y el escenario se elevó y ya no volvió a bajar. La violencia de los tambores, esas voces graves y tristes que salían de la tierra al acercarse la hora del combate, la mano de su padre sobre su cabeza de niño cuando se marchaba para manifestarse con sus alumnos, su voz repitiéndole que era aún muy joven para acompañarlo pero que un día, sí, un día irían juntos: su mano caliente y tranquilizadora, su sonrisa de padre tan orgulloso ya de su hijo, todo volvía a él como un bumerán lanzado desde el otro extremo del universo.

Apareció una mujer, vestida con un kaross [22] que le llegaba hasta la mitad del muslo. Como un jarrón humeante, perfumado de aceites y de flores, empezó a bailar bajo los golpes sordos. Su piel brillaba como los ojos de un gato al anochecer, tam tam tam, bailaba en el corazón mismo del animal, era la selva, el polvo zulú y las hierbas altas por las que rondaban los tokoloshe, los espíritus de los antepasados: Ali podía verlos surgir de las tinieblas a las que los había recluido la Historia, los miembros de la tribu, aquellos a los que quería y con quienes había roto todo vínculo, aquellos a los que no había podido conocer y que habían matado en su lugar, todos los retazos de un pueblo muerto en lo más hondo de su ser. El ruido de los tambores resquebrajó su coraza, el aire estaba saturado de ruido, y él seguía inmóvil ante el escenario, como un árbol que esperara un rayo.

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