Caryl Férey - Zulú

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Tras una infancia traumática en la que asistió al asesinato de su padre y de su hermano por el mero hecho de ser negros en la Sudáfrica del apartheid, Ali Neuman ha conseguido superar todos los obstáculos hasta convertirse en jefe del Departamento de Policía Criminal de Ciudad del Cabo. Pero si la segregación racial ha desaparecido, se impone otro tipo de apartheid, basado en la miseria, la violencia indiscriminada y el contagio del Sida a gran escala. Tras la aparición del cuerpo sin vida de Nicole Wiese, hija de un famoso jugador de rugby local, Ali Neuman deberá introducirse en el mundo de las bandas mafiosas dedicadas al tráfico de drogas.

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Económicamente, lo que estaba en juego era enorme -se hablaba de ciento veinticinco mil empleos creados con una reducción del cincuenta por ciento de los homicidios- y el país, que, en la situación actual de globalización estaba conociendo el mayor crecimiento de su historia, necesitaba inversores extranjeros. Tanto más cuanto que Sudáfrica se estaba preparando para organizar el acontecimiento más mediatizado del planeta, el Mundial de Fútbol, que se celebraría en 2010: cuatro millones de telespectadores en los partidos finales, un millón de periodistas a los que habría que garantizar la seguridad, reportajes, encuentros, entrevistas… El mundo entero tendría la vista fija en el país, y Sudáfrica no podía dar una imagen tan espantosa. ¿Quién querría invertir en un país considerado como el más peligroso? Había que tranquilizar a los financieros a cualquier precio. El FNB había inmovilizado veinticinco millones de rands para protestar contra la pasividad del gobierno y movilizar a la opinión pública ante el maleficio que atenazaba a los propios símbolos del país.

No eran los pobres quienes atacaban con bazuca a los vehículos que trasladaban fondos, ni eran tampoco los parados quienes habían asesinado al director de la asociación Business Against Crime la semana anterior: se trataba de una oleada de crímenes organizados, de bandas, grandes o pequeñas, vinculadas a las mafias; bandas cuyos sofisticados métodos eran comparables a los que empleaba la mafia en Estados Unidos en los años treinta: corrupción de la policía, cuando no colaboración directa, ineficacia de la justicia, pasividad del gobierno… A través de su campaña anticrimen, el sector privado no atacaba a la democracia sino a los hombres que manejaban el polvorín: el ANC en particular…

Karl Krugë sudaba, sentado en su sillón. Había acumulado demasiados kilos en los últimos años. Krugë dirigía la SAP de Ciudad del Cabo desde las elecciones de 1994: seguir en su puesto, como hombre de la transición democrática, era su ambición y su deber. El superintendente se jubilaba dentro de dos años y manejaba los hilos entre bastidores para que Neuman fuera su sucesor: un joven agente zulú jefe de policía en una provincia xhosa donde los negros eran minoría daría fe de una pequeña revolución interna y se vería como una señal fuerte en un país que a duras penas mantenía sus promesas. Krugë conocía a Neuman, y conocía también su historia, su repulsa casi aristocrática por la corrupción que reinaba en casi todos los niveles de las administraciones: su sucesor en la dirección de la SAP sería un negro súper competente, no un zulú incapaz… La mediatización del asesinato no favorecía en nada sus planes.

– ¿Ha leído los periódicos?

– Algunos -contestó Neuman.

– Todos dicen lo mismo.

– Todos están en manos de los mismos grupos de intereses.

– No estamos aquí para juzgar la concentración de los medios -replicó Krugë-. Toda esa gente se nos va a echar encima…

El despacho daba al inicio de Long Street y a la entrada del mercado africano. Neuman se encogió de hombros:

– Las tempestades no me dan miedo.

– A mí sí: acabo de hablar por teléfono con el fiscal general -dijo Krugë-. Necesitan un hueso que roer, y lo necesitan ya. Stewart Wiese tiene el brazo largo y está removiendo cielo y tierra para poner de su parte a la opinión pública. Se está empleando a fondo, el público aún está conmocionado, y ya conoce usted el poder de los símbolos…

Neuman, vestido con un traje negro, asintió. El FNB era también uno de los principales patrocinadores del equipo de los Springboks, lo que explicaba la rapidez y la virulencia de la campaña mediática. No era la menor de las paradojas que los bancos se lanzaran a una guerra contra el crimen cuando esos mismos bancos alimentaban los paraísos fiscales y el blanqueo de dinero, pero Neuman sabía que, en un mundo globalizado, ese argumento carecía de peso.

– Tengo cita más tarde con el forense para los primeros resultados de la autopsia -dijo-. Contrariamente a lo que afirmó Wiese en su conferencia de prensa, no estamos seguros de que la chica fuera violada. Más bien parece que buscara emanciparse y escapar de la educación, digamos puntillosa, de su entorno social. Nicole salía a escondidas de sus padres, y alguna que otra vez hasta pasó toda la noche por ahí. Estamos buscando al sospechoso: un chico con el que se veía desde hacía poco tiempo… Epkeen y Fletcher están investigando.

– Fletcher es brillante -concedió su superior-, pero Epkeen, la verdad, no me convence.

– Es mi mejor detective.

– Rara vez aparece por aquí antes de las once -observó Krugë.

– Y rara vez también aparece por aquí después de esa hora -dijo Neuman, irónico.

– No me gustan esos policías que van de electrones libres.

– Es cierto que hay cierta dejadez en su comportamiento, pero tengo plena confianza en él.

– Yo no.

Epkeen estaba «al otro lado» durante el apartheid, había tenido sus diferencias con la policía y no había pasado a formar parte de la brigada criminal para tener que plegarse a sus normas: había venido porque Neuman había ido a buscarlo. Un día, les saldría rana.

Krugë suspiró, masajeándose el tronco que le servía de nuca:

– Asumirá usted sus elecciones, capitán-concluyó-. Pero no tengo ganas de terminar mi carrera con un fracaso. Encuéntreme a ese sospechoso: y sobre todo al culpable.

Neuman se despidió de su superior.

Tembo lo esperaba en la morgue de Durham Road.

***

Epkeen nunca había pensado hacerse policía, ni siquiera después de la elección de Mandela. Conocer a Neuman había cambiado por completo sus planes.

Como el líder del ANC, Ali había sido abogado -para defender los derechos de quienes no tenían ningún derecho- antes de entrar en la SAP de Ciudad del Cabo. La nueva Sudáfrica tenía sed de justicia, y Neuman había oído hablar de Epkeen, conocía su reputación: pocos blancos se encargaban de encontrar a militantes desaparecidos. Uno había cambiado de nombre para escapar a las milicias de los bantustán, el otro había cambiado de postulado para abrazar uno cuyas raíces tenían mucho que ver con el colonialismo. Neuman tenía fe en su destino y había sabido mostrarse persuasivo. Estaban hechos de la misma pasta. Querían el mismo país. Pero en todo lo demás, Epkeen era más o menos el extremo opuesto de Neuman: sin ambición ninguna, juerguista y mujeriego, se había divorciado mil veces de sí mismo y del mundo que lo había visto crecer. A Ali le gustaba su vitalidad, esa manera tan ingenua que tenía de desesperarse, y sobre todo el impulso que lo empujaba hacia las mujeres, como si le bastara existir para ser amado… Bajo sus aires de suficiencia, Brian era el alambre por encima de su vacío, su última bala, el único hombre con el que habría podido hablar. Pero no lo había hecho nunca.

Llegaron a casa de Dan con flores para Claire.

La joven pareja vivía en Kloof Nek, en una casita en la parte alta de la ciudad. Dan Fletcher compartía su punto de vista sobre la sociedad sudafricana, los medios empleados para mejorarla así como la naturaleza del vínculo que los unía. La desgracia que había sufrido su mujer había terminado de sellar su amistad.

Claire los recibió en la verja de entrada con un abrazo y una sonrisa valiente.

– ¿Estás bien? -le preguntó Ali, devolviéndole la sonrisa.

– Mejor que vosotros, chicos: ¡vaya caras largas traéis!

Su silueta se había afinado y su tez rosa había palidecido bajo el efecto de la radiación, pero Claire seguía tan guapa como siempre. Le sentaba bien la peluca rubia. La cogieron del brazo, le preguntaron por su enfermedad sin dejar de bromear -les gustaba mostrarse animosos- y la siguieron hasta la casa. Dan aguardaba bajo las malvarrosas del cenador, obedeciendo al ritual de la barbacoa en el jardín; los niños, muy excitados, los recibieron con gritos de júbilo.

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