Andrea Camilleri - La pista de arena

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Entre incrédulo y horrorizado, el comisario Salvo Montalbano contempla desde su ventana una imagen de pesadilla: un caballo yace muerto sobre la arena. Una rápida inspección a pie de playa le permite constatar que se trata de un magnífico purasangre que ha sido sacrificado con crueldad y ensañamiento. Pese a no ser precisamente un defensor de los animales, el comisario siente la necesidad de llevar ante la justicia a quien haya sido capaz de perpetrar semejante acto. Así pues, con la ayuda de su amiga Ingrid, Montalbano se adentrará en un ambiente al que nos tiene poco acostumbrados: el de los círculos ecuestres, las carreras de caballos y las elegantes fiestas benéficas, un mundo poblado por hombres de negocios de altos vuelos, aristócratas y amazonas de rompe y rasga. Pero de ahí a las apuestas clandestinas y las carreras amañadas apenas media un paso, y Montalbano se colocará en el punto de mira de turbios personajes que lo amenazarán de todos los modos posibles. Incluso, poco faltará para que su casa acabe pasto de las llamas. ¿Qué otra cosa puede esperarse de la mafia? En su máximo esplendor como detective y como seductor, Montalbano se niega en redondo a subsanar las primeras y evidentes huellas del paso del tiempo, como por ejemplo llevar gafas, que le ahorrarían avanzar a tropezones y cometer algún error. Y si bien su relación con Livia sigue atravesando horas bajas, su proverbial apetito y vitalismo socarrón se mantienen indemnes.

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– Habrá habido un error, dottore.

– ¿Y yo qué tengo que hacer?

– No se preocupe; de eso nos ocupamos nosotros.

Montalbano meditaba desde hacía tiempo en volver a redactar la Constitución. Puesto que eso lo hacían puercos y perros, ¿por qué no podía hacerlo él también? El artículo primero estaría concebido de la siguiente manera: «Italia es una república precaria basada en los errores.»

– ¡Ah, dottori, dottori ! ¡Esta carta acaba de enviarla ahora mismo la Científica!

Montalbano la abrió mientras se dirigía a su despacho.

Contenía unas cuantas fotografías del rostro del muerto de la localidad de Spinoccia, con los datos correspondientes a la edad, estatura, color de los ojos… No había ninguna referencia a las señas particulares.

De nada serviría pasarle las fotos a Catarella, diciéndole que buscara en el archivo de personas desaparecidas un rostro que se le pareciera. Las estaba guardando en el sobre cuando entró Mimì Augello. Volvió a sacarlas y se las mostró.

– ¿Lo has visto alguna vez?

– ¿Es el muerto encontrado en Spinoccia?

– Sí.

Mimì se puso las gafas. Montalbano se removió inquieto en la silla.

– En mi vida lo he visto -dijo Augello, dejando las fotografías y el sobre encima del escritorio; se guardó las gafas en el bolsillo.

– ¿Me dejas probarlas?

– ¿El qué?

– Las gafas.

Augello se las dio. Montalbano se las puso y todo se convirtió en una fotografía desenfocada. Se las quitó y devolvió.

– Veo mejor con las de mi padre.

– ¡Pero tú no puedes pedirle a cualquier persona con gafas que te deje probarlas! Tienes que ir a un oculista, que te examinará y te prescribirá…

– Bueno, bueno. Cualquier día de éstos voy. ¿Cómo es que ayer no te vi en todo el día?

– Porque estuve mañana y tarde con el asunto de ese chiquillo, Angelo Verruso.

Un niño que ni siquiera tenía seis años se había echado a llorar al volver de la escuela y no había querido comer. Al final, tras insistir largo rato, su madre consiguió que le contara que el maestro lo había obligado a entrar en un trastero para hacer «cosas feas». La madre le pidió detalles, y el pequeño le contó que el maestro se la había sacado para que él se la tocara. La señora Verruso, mujer sensata, no creía que el maestro, un cincuentón padre de familia, fuera capaz de algo semejante, pero, por otra parte, tampoco se sentía inclinada a no creer a su hijo.

Puesto que la madre era amiga de Beba, se lo comentó a ésta. Y Beba a su vez se lo comentó a su marido Mimì. El cual se lo reveló a Montalbano.

– ¿Qué tal ha ido?

– Pues mira, mejor tratar con un delincuente que con uno de esos críos. Nunca sabes cuándo dicen la verdad y cuándo mienten. Además, tengo que andarme con cuidado, pues no quiero perjudicar al maestro; basta con que empiece a correr la voz para que esté perdido…

– Pero ¿cuál es tu impresión?

– Que el maestro no ha hecho nada. No he oído ni una sola palabra en su contra. Además, en el trastero de que habla el niño apenas caben un cubo y dos escobas.

– Pues entonces, ¿por qué se habrá inventado toda esa historia?

– En mi opinión, para vengarse del maestro, que creo lo trata mal.

– ¿Así, directamente?

– ¿Por qué no? ¿Quieres conocer la última hazaña de Angelo? Hizo caca encima de un periódico, la envolvió como un paquete y la metió en el cajón de la mesa del maestro.

– ¿Y por qué lo bautizaron Angelo?

– Cuando nació, los padres no sabían las que se inventaría el muy diablillo.

– ¿Sigue yendo a clase?

– No; he aconsejado a la madre que lo convenza de que está enfermo.

– Has hecho bien.

– Buenos días, dottori -saludó Fazio entrando. Vio las fotografías del muerto-. ¿Puedo coger una? Quiero enseñarla un poco por ahí.

– Cógela. ¿Qué hiciste ayer por la tarde?

– Seguí recopilando información sobre Gurreri.

– ¿Fuiste a hablar con su mujer?

– Todavía no. Pero iré durante el día.

– ¿Qué has averiguado?

Dottore, lo que le contó Lo Duca encaja en parte.

– ¿O sea?

– Que Gurreri dejó la casa hace más de tres meses. Se enteraron todos los vecinos.

– ¿Por qué?

– Le gritó a su mujer, llamándola guarra y puta, y aseguró que jamás regresaría a aquella casa.

– ¿Dijo que quería vengarse de Lo Duca?

– No se lo oyeron decir. Pero tampoco pueden jurar que no lo dijera.

– ¿La vecina te contó alguna otra cosa?

– La vecina no, pero don Minicuzzu sí.

– ¿Y quién es don Minicuzzu?

– Uno que vende fruta y verdura frente a la casa de Gurreri y ve quién entra y quién sale.

– ¿Qué te dijo?

Dottori, según Minicuzzu, Licco jamás ha cruzado ese portal. Por consiguiente, ¿cómo podía ser el amante de la mujer de Gurreri?

– Pero ¿conoce bien a Licco?

– ¿Bien? ¡Era a él a quien le pagaba el pizzo ! Y me dijo también otra cosa importante. Una noche se le ocurrió pensar que no había cerrado bien la persiana metálica. Entonces se levantó de la cama, salió de casa y fue a echar un vistazo. Cuando llegó a la tienda, se abrió la puerta de Gurreri y salió Ciccio Bellavia, a quien él conocía muy bien.

¡Cómo no iba a sacar de la cloaca a Ciccio Bellavia!

– ¿Y eso cuándo sucedió?

– Hace más de tres meses.

– Y por eso nuestra hipótesis funciona. Bellavia acude a casa de Gurreri y le propone un pacto. Si su mujer le proporciona la coartada a Licco diciendo que es su amante, Gurreri será contratado como empleado fijo por los Cuffaro. El tipo lo piensa un poco y después acepta, haciendo la comedia de abandonar para siempre la casa porque su mujer le pone los cuernos.

– Hay que reconocer que lo han organizado muy bien -comentó Mimì-. Pero ¿Minicuzzu está dispuesto a declarar?

– Eso ni pensarlo -contestó Fazio.

– Pues entonces es como si no hubiésemos llegado a ninguna conclusión.

– Pero hay una cosa en la que habría que ahondar -observó Montalbano.

– ¿O sea?

– No sabemos nada de la mujer de Gurreri. ¿Comprendió enseguida por qué le ofrecían dinero? ¿La amenazaron, tal vez? ¿Cómo reaccionaría ante la posibilidad de ir a parar a la cárcel por perjurio? ¿Acaso es consciente de que corre ese riesgo?

Dottore -respondió Fazio-, a mi juicio, Concetta Siragusa es una mujer honrada que ha tenido la desgracia de casarse con un delincuente. Sobre su comportamiento no he oído ningún comentario malicioso. Estoy seguro de que la han obligado. Entre los puñetazos, los puntapiés y los guantazos de su marido y lo que debió de decirle Ciccio Bellavia, la pobrecilla no tenía más remedio que acceder.

– ¿Sabes qué te digo, Fazio? A lo mejor es una suerte que todavía no hayas podido hablar con ella.

– ¿Por qué?

– Porque se nos tiene que ocurrir una idea para apretarle las tuercas.

– Podría ir yo -dijo Mimì.

– ¿Y qué le cuentas?

– Que soy un abogado enviado por los Cuffaro para informarla bien acerca de lo que deberá decir en el juicio, y de esta manera, hablando y hablando…

– Mimì, ¿y si eso ya lo han hecho y ella empieza a sospechar?

– Ya, es verdad. ¡Pues entonces enviémosle una carta anónima!

– Estoy seguro de que no sabe leer ni escribir-dijo Fazio.

– En tal caso hagamos otra cosa -siguió proponiendo Mimì-. Me disfrazo de cura y…

– ¿Quieres dejar de soltar chorradas? Por ahora, nadie va a ver a Concetta Siragusa. Lo pensamos un poco, y cuando se nos ocurra una buena idea… Tanta prisa no hay.

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