– ¡Pero si al nuevo lo han elegido hace apenas tres meses!
– Precisamente.
Era cierto. Recordó que les había enviado las barras de hierro con que habían matado al caballo para la obtención de huellas digitales y que aún no le habían contestado.
– ¿Y la segunda novedad?
– He encontrado trazas de algodón hidrófilo en el interior de la herida.
– ¿Y eso qué significa?
– Significa que el que le disparó no es el mismo que fue a tirarlo al campo.
– ¿Puede explicarse mejor?
– Pues claro, y lo hago con mucho gusto, sobre todo en consideración a la edad.
– ¿Qué edad?
– La suya, querido amigo. La vejez también conduce a esto, a cierta lentitud de comprensión.
– Doctor, ¿por qué no se va a que le ensanchen el…?
– ¡Ojalá! ¡A lo mejor tendría más suerte en el póquer! Le estaba explicando que, a mi juicio, alguien disparó contra el futuro muerto y lo hirió gravemente. Un amigo, un cómplice o lo que fuera se lo llevó a casa, lo desnudó y trató de restañar la sangre que manaba de la herida. Pero el otro debió de morir poco después. Entonces el cómplice esperó a que se hiciera de noche y después lo metió en su coche y fue a descargarlo al campo, lo más lejos posible de su casa.
– Es una hipótesis verosímil.
– Gracias por haberlo comprendido sin ulteriores explicaciones.
– Oiga, doctor, ¿algún dato personal?
– Cicatriz de operación de apendicitis.
– Servirá para la identificación.
– ¿De quién?
– Del muerto, ¿no?
– ¡Al muerto no lo habían operado de apendicitis!
– ¡Pero si usted acaba de decirlo!
– Ay, mi querido amigo, ésa es sin duda otra señal de senilidad. Me ha planteado usted la pregunta de una manera tan confusa que he creído que le interesaba conocer mis datos personales.
Bromeaba, le tomaba el pelo. Se divertía poniéndolo nervioso.
– De acuerdo, doctor, aclarado el equívoco, vuelvo a hacerle la pregunta de una manera más lineal para que usted no tenga que hacer un excesivo esfuerzo mental que podría serle fatídico: el cuerpo del muerto cuya autopsia ha practicado hoy ¿presentaba señales particulares?
– Más bien diría que sí.
– ¿Puede decírmelas?
– No. Es algo que prefiero poner por escrito.
– ¿Cuándo recibiré su informe?
– Cuando tenga tiempo y ganas de escribirlo.
Y no hubo manera de hacerlo cambiar de idea.
* * *
Permaneció una hora más en el despacho y, después, como ni Fazio ni Augello habían dado señales de vida, regresó a Marinella.
Poco antes de acostarse, lo llamó Livia. Y también esta vez la conversación, si no volvió a terminar como el rosario de la aurora, a punto estuvo de hacerlo.
A aquellas alturas ya no se entendían hablando, ya no se comprendían; era como si las palabras que ambos iban a buscar en el mismo diccionario tuvieran dos definiciones distintas y contradictorias según las usara él o ella. Y aquel doble significado era un motivo constante de equívocos, malentendidos y discusiones.
Pero cuando estaban juntos y conseguían guardar silencio, el uno al lado del otro, las cosas cambiaban por completo. Era como si sus cuerpos empezaran primero a husmearse, a olfatearse a distancia, y después a hablar entre sí, comprendiéndose muy bien con un lenguaje mudo, hecho de pequeñas señales, como una pierna que se desplazaba unos centímetros para estar más cerca de la otra, una cabeza que se volvía apenas hacia la otra cabeza. E inevitablemente los dos cuerpos, siempre mudos, acababan abrazándose con desesperación.
Durmió mal y hasta tuvo una pesadilla que lo despertó en mitad de la noche. Mientras la rememoraba, le entraron ganas de reír. Pero ¿cómo era posible que se hubiera pasado años y años sin pensar para nada en caballos, carreras y cuadras, y ahora hasta soñara con ellos?
Se encontraba en un hipódromo que tenía tres pistas paralelas. Lo acompañaba el jefe superior de policía Bonetti-Alderighi, impecablemente vestido de jinete. Él, en cambio, despeinado y sin afeitar, llevaba un desastre de traje, con una manga de la chaqueta arrancada. Parecía un pobre desgraciado que pidiera limosna. La tribuna estaba llena a rebosar de gente que gritaba y se abrazaba.
– ¡Augello, póngase las gafas antes de montar! -le ordenaba Bonetti-Alderighi.
– No soy Augello; soy Montalbano.
– Eso no importa, ¡póngaselas de todos modos! ¿No ve que está ciego como un topo?
– No puedo ponérmelas, las he perdido viniendo para acá porque tengo el bolsillo roto -contestaba él, avergonzado.
– ¡Penalización! ¡Ha hablado en dialecto! -decía alguien a través de un altavoz.
– ¿Ve la que ha armado? -lo regañaba el jefe superior.
– Perdóneme.
– Coja el caballo.
Al volverse para sujetarlo, se daba cuenta de que el caballo era de bronce y tenía las mandíbulas medio desencajadas, justamente igual que el de la RAI, los estudios de la Radiotelevisión Italiana.
– ¿Cómo lo hago?
– ¡Tírele de las crines!
En cuanto sus manos tocaban las crines, el caballo le metía la cabeza entre las piernas, lo levantaba, haciéndolo resbalar por su cuello, y se lo cargaba a la grupa, y él se encontraba montado al revés, con la cara hacia el culo del animal.
Oía risas desde las tribunas. Entonces, avergonzado, se daba la vuelta trabajosamente y aferraba las crines, porque el caballo, ahora convertido en un animal de carne y hueso, no estaba ensillado y ni siquiera tenía riendas.
Alguien disparaba una especie de cañonazo y el corcel salía al galope hacia la pista central.
– ¡No! ¡No! -gritaba Bonetti-Alderighi.
– ¡No! ¡No! -repetía la gente de la tribuna.
– ¡Es la pista equivocada! -le decía a voz en grito Bonetti-Alderighi.
Todo el mundo le hacía gestos que él no distinguía; sólo veía unas confusas manchas de color, pues había perdido las gafas. Comprendía que el caballo estaba haciendo algo erróneo, pero ¿cómo le dices a un caballo que se está equivocando? Y además: ¿por qué aquella pista no era la correcta?
Lo comprendía un instante después, cuando el animal empezaba a moverse denodadamente. La pista estaba hecha de arena como la de una playa, pero fina y profunda, a tal extremo que el caballo, a cada paso, se hundía en ella. Era una pista de arena. ¿Precisamente a él tenía que ocurrirle eso?
Entonces intentaba guiar al animal hacia la izquierda, para que se dirigiera a la otra pista. Pero en aquel momento descubría que las dos pistas paralelas ya no existían; había desaparecido el hipódromo con las vallas y la tribuna, e incluso la pista en que él se encontraba, porque todo se había convertido de golpe en un océano de arena.
Ahora, a cada agotador paso, el animal se hundía profundamente, y como consecuencia, a Montalbano la arena le cubría primero las piernas, después la barriga y luego incluso el pecho. Al final sentía que, debajo de él, el caballo ya no se movía, muerto, asfixiado por la arena.
Trataba de desmontar, pero la arena lo tenía apresado. Entonces comprendía que moriría en aquel desierto, y mientras rompía a llorar, a pocos pasos de él se materializaba un hombre cuyo rostro no conseguía ver por no llevar gafas.
– Tú sabes cómo salir de esta situación -le decía el hombre.
El quería contestar, pero en cuanto abría la boca, le entraba arena y empezaba a ahogarse.
En su desesperado intento por recuperar el resuello, despertó.
Había hecho una especie de mermelada mezclando la fantasía con los acontecimientos que le habían ocurrido. Pero ¿qué significaba que corriera por una pista equivocada?
* * *
Llegó al despacho más tarde que de costumbre porque tuvo que ir al banco, pues había encontrado en el cajón de la mesita de noche una carta donde lo amenazaban con cortarle la luz por impago del último recibo. ¡Pero si él había encargado al banco el pago de aquellos recibos! Hizo una cola de casi una hora y entregó el requerimiento al empleado, que empezó a investigar, y al final resultó que el recibo se había pagado a su debido tiempo.
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