– No; falló, y ya no pudo disparar más porque el arma se le encasquilló.
– ¿Podría verla? -preguntó Arquà, más frío que el hielo.
– ¿Qué cosa?
– El arma.
– ¿Por qué?
– Quiero hacer una comparación.
Como Arquà hiciera la comparación efectuando un disparo con aquella pistola, estarían todos bien jodidos: él, Galluzzo y Fazio. Habría que impedírselo al precio que fuera.
– Pídela a la armería. Creo que estará allí todavía -replicó Montalbano. Entonces se levantó con el semblante pálido, las manos temblorosas, las ventanas de la nariz dilatadas y los ojos como de loco, y añadió con una voz que se le quebraba de rabia-: ¡Señor jefe superior, el dottor Arquà me ha ofendido hondamente!
– ¡Vamos, Montalbano!
– ¡Sí, señor, ofendido hondamente! ¡Y usted ha sido testigo, señor jefe superior! ¡Y yo pediré su testimonio! El doctor Arquà, con su petición, ha puesto en duda mis palabras. La pistola está a su disposición, pero él, a su vez, tendrá que ponerse a la mía.
Arquà temió de verdad que lo desafiara a duelo.
– Pero yo no pretendía… -empezó.
– Vamos, vamos Montalbano… -repitió Bonetti-Alderighi.
El comisario apretó los puños hasta que se le volvieron blancos.
– No, señor jefe superior; lo siento mucho. Me considero ofendido a muerte. Efectuaré todas las comprobaciones que usted me ha pedido. Pero si el dottor Arquà solicita el arma de mi inspector, usted recibirá consecuentemente mi dimisión. Con toda la publicidad consiguiente. Que tengan buenos días.
Y antes de que Bonetti-Alderighi tuviera tiempo de contestar, les volvió la espalda, abrió la puerta y salió, felicitándose del éxito de la escena, propia de un gran actor trágico. En Hollywood habría hecho carrera. Y hasta puede que le hubiera caído un Oscar.
* * *
Necesitaba una confirmación inmediata. Subió al coche y se dirigió al despacho de Pasquano.
– ¿Está el doctor?
– Sí, pero está…
– Voy yo mismo.
La sala donde trabajaba Pasquano tenía una puerta con dos lunas de cristal.
Antes de entrar, miró. Pasquano se estaba lavando las manos, pero aún llevaba la bata manchada de sangre. La mesa sobre la cual practicaba las autopsias estaba vacía. Montalbano empujó la puerta. El médico lo vio y empezó a soltar maldiciones.
– ¡Cagonlaputa! ¿Hasta aquí tengo que verlo? Siéntese en esta mesa, que lo atiendo ahora mismo.
Y agarró una especie de sierra para cortar huesos. Montalbano dio un paso atrás, pues con Pasquano siempre era mejor ser precavido.
– Doctor, un sí o un no y me voy.
– ¿Lo jura?
– Lo juro. ¿Al muerto de Spinoccia le habían trepanado el cráneo o algo parecido?
– Sí.
– Gracias.
Y se largó corriendo. Había conseguido la confirmación que quería.
* * *
– ¡Ah, dottori ! Quería decirle que…
– Después. ¡Envíame inmediatamente a Fazio y no me pases llamadas! ¡No estoy para nadie!
Fazio se presentó enseguida.
– ¿Qué hay, dottore ?
– Entra, cierra la puerta y siéntate.
– Dígame.
– Sé quién es el muerto de Spinoccia.
– ¿De veras?
– Gurreri. Y también sé quién lo mató.
– ¿Quién?
– Galluzzo.
– ¡Cono!
– Justamente.
– ¿O sea, que el muerto sería Gurreri? ¿Y sería uno de los dos que el lunes quisieron prender fuego a su casa?
– Sí.
– ¿Está seguro?
– Segurísimo. El doctor Pasquano ha encontrado las huellas de la intervención que sufrió en la cabeza, la de hace tres años.
– Pero ¿a usía quién le ha dicho que el muerto es Gurreri?
– No me lo ha dicho nadie. Ha sido una intuición.
Y le contó su reunión con el jefe superior y con Arquà.
– Eso significa que estamos metidos hasta el cuello en la mierda, dottore -fue la consideración final de Fazio.
– No; estamos muy cerca, pero todavía no hemos caído dentro.
– Pero si el dottor Arquà insiste en ver la pistola…
– No creo que lo haga; seguramente el jefe superior le dirá que lo deje correr. He montado un número terrible. Pero… Oye, las armas que hay que arreglar las enviamos a Montelusa, ¿verdad?
– Sí, señor.
– ¿La de Galluzzo ya la han mandado reparar?
– No, señor. Todavía no. Me he dado cuenta esta mañana por casualidad. Quería entregar una pistola que también se ha encasquillado, la del agente Ferrara, pero como no estaban ni Turturici ni Manzella, que son los encargados…
– El muy cabrón de Arquà no tendrá necesidad de pedirme el arma. Puesto que le he dicho que se había encasquillado, comprobará todas las pistolas que se reciban de nuestra comisaría. Tenemos que joderlo absolutamente antes de que él nos joda a nosotros.
– ¿Y cómo lo haremos?
– Se me ha ocurrido una idea. ¿Tienes todavía en tu poder la pistola de Ferrara?
– Sí, señor.
– Déjame hacer una llamada. -Levantó el auricular-. ¿Catarella? Llama al señor jefe superior y pásamelo.
Obtuvo inmediatamente la comunicación y pulsó el botón para poner el altavoz.
– Dígame, Montalbano.
– Señor jefe superior, quiero decirle en primer lugar que lamento profundamente haberme dejado llevar en su presencia por un incontrolado arrebato de nervios que…
– Me alegro de que…
– Quería informarle también de que estoy enviando al dottor Arquà el arma en cuestión… -eso del arma en cuestión no estaba mal- para todas las comprobaciones que él considere oportunas. Y le ruego una vez más, señor jefe superior, que se digne perdonar y aceptar mis más profundos…
– Los acepto, los acepto. Me alegro de que entre usted y Arquà todo se haya resuelto de la mejor manera. Hasta luego, Montalbano.
– Mis respetos, señor jefe superior.
Colgó.
– Pero ¿qué quiere hacer? -preguntó Fazio.
– Toma el arma de Ferrara, sácale un cartucho del cargador y escóndelo bien. Quizá nos sea útil más adelante. Después colocas bien el arma en una caja estilo regalo y se la llevas al dottor Arquà con todos mis respetos.
– ¿Y a Ferrara qué le digo? Si no entrega la pistola encasquillada, no le darán otra.
– Pídeles también a los de la armería que te entreguen la pistola de Galluzzo, porque yo la necesito. Busca la manera de decirles que también me has dado el arma de Ferrara para que le entreguen otra a cambio. Si Manzella y Turturici me piden cuentas, diré que yo mismo quiero llevarlas a Montelusa y protestar. Lo importante es ganar tres o cuatro días.
– ¿Y cómo actuamos con Galluzzo?
– Si está aquí, envíamelo.
A los cinco minutos apareció Galluzzo.
– ¿Me necesita, dottore ?
– Siéntate, asesino.
* * *
Cuando terminó de hablar con Galluzzo, miró el reloj y comprendió que ya era demasiado tarde; a aquella hora seguro que Enzo ya habría bajado la persiana metálica de la trattoria.
Entonces decidió, sin pérdida de tiempo, efectuar la jugada que le quedaba por hacer. Tomó la fotografía de Gurreri, se la guardó en el bolsillo, salió y subió al coche.
Vía Nicotera no era una calle propiamente dicha, sino más bien una callejuela estrecha y larga del plano Lanterna. El número 38 era una edificación de mala muerte de dos plantas, con el portal cerrado. Enfrente había una tienda de fruta y verdura -debía de ser la de don Minicuzzu-, pero, dada la hora, ya estaba cerrada. La casa se había permitido el lujo de contar con portero automático. Montalbano pulsó el timbre que había junto a la placa que rezaba «Gurreri». Poco después, sin que nadie le preguntara quién era, oyó el resorte del portal al abrirse.
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