Andrea Camilleri - La pista de arena

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Entre incrédulo y horrorizado, el comisario Salvo Montalbano contempla desde su ventana una imagen de pesadilla: un caballo yace muerto sobre la arena. Una rápida inspección a pie de playa le permite constatar que se trata de un magnífico purasangre que ha sido sacrificado con crueldad y ensañamiento. Pese a no ser precisamente un defensor de los animales, el comisario siente la necesidad de llevar ante la justicia a quien haya sido capaz de perpetrar semejante acto. Así pues, con la ayuda de su amiga Ingrid, Montalbano se adentrará en un ambiente al que nos tiene poco acostumbrados: el de los círculos ecuestres, las carreras de caballos y las elegantes fiestas benéficas, un mundo poblado por hombres de negocios de altos vuelos, aristócratas y amazonas de rompe y rasga. Pero de ahí a las apuestas clandestinas y las carreras amañadas apenas media un paso, y Montalbano se colocará en el punto de mira de turbios personajes que lo amenazarán de todos los modos posibles. Incluso, poco faltará para que su casa acabe pasto de las llamas. ¿Qué otra cosa puede esperarse de la mafia? En su máximo esplendor como detective y como seductor, Montalbano se niega en redondo a subsanar las primeras y evidentes huellas del paso del tiempo, como por ejemplo llevar gafas, que le ahorrarían avanzar a tropezones y cometer algún error. Y si bien su relación con Livia sigue atravesando horas bajas, su proverbial apetito y vitalismo socarrón se mantienen indemnes.

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«… que te has equivocado del todo, pero lo que se dice del todo, Montalbà. Su propósito no era condicionar tu comportamiento en el caso Licco, Montalbà. El caso Licco no tiene una mierda que ver».

Querían la herradura. Era eso lo que buscaban al registrar la casa. Incluso le habían devuelto el reloj para que comprendiera que no era cosa de ladrones.

Pero ¿por qué tenía tanta importancia aquella herradura?

La única respuesta lógica era ésta: porque mientras él la tuviera en su poder, sería inútil el robo del cadáver.

Pero si para ellos era tan vital, ¿por qué no habían vuelto después del fallido intento de incendio?

Muy fácil, Montalbà. Porque Galluzzo disparó contra Gurreri y éste acabó muerto. Un contratiempo. Pero seguramente volverían a presentarse, de una u otra manera.

Entonces decidió examinar de nuevo la herradura. Era normalísima, como las decenas que había visto. ¿Qué tenía de especial que ya había costado la vida de un hombre?

Levantó los ojos para contemplar el mar y un relámpago lo deslumbró. No, no había ninguna barca con alguien mirándolo con unos gemelos. La luz se había encendido en su cerebro.

Se levantó de golpe, fue corriendo al teléfono y marcó el número de Ingrid.

– ¿Tiga? ¿Guién habla?

– ¿Está la señora Rachele?

– Dú esbera.

– ¿Diga? ¿Quién es?

– Soy Montalbano.

– ¡Salvo! ¡Qué sorpresa tan agradable! ¿Sabes que estaba a punto de llamarte? Ingrid y yo habíamos pensado invitarte a cenar esta noche.

– Sí, de acuerdo, pero…

– ¿Adónde quieres que vayamos?

– Venid a casa, os invito yo. Le diré a Adelina que… pero…

– ¿Qué son todos esos peros?

– Dime una cosa, Rachele. Tu caballo…

– ¿Sí? -preguntó ella con repentino interés.

– ¿Las herraduras de tu caballo tenían algo especial?

– ¿En qué sentido?

– No sé, yo de eso no entiendo; ya lo sabes… ¿Las herraduras tenían grabado algo especial, una señal cualquiera…?

– Sí. Pero ¿por qué lo preguntas?

– Una idea estúpida. ¿Qué señal es?

– En el centro de la curva, en la parte superior, hay una pequeña uve doble. Me las hace ex profeso un herrero de Roma que se llama…

– Para sus caballos, ¿Lo Duca se sirve del mismo…?

– ¡Pero qué ocurrencia!

– ¡Lástima! -dijo decepcionado.

Y colgó. No quería que Rachele empezara a hacer preguntas. La última pieza del rompecabezas que había comenzado a formarse en su cabeza a partir de la noche pasada en Fiacca había ido a parar a su lugar correspondiente, dándole sentido a todo el proyecto.

Le dio por cantar. ¿Quién se lo prohibía? Empezó a voz en grito con Che gélida manina de La Boh è me.

Dutturi ! Dutturi ! Pero ¿qué le pasa esta mañana? -preguntó la asistenta, al tiempo que salía precipitadamente de la cocina.

– Nada, Adelì. Ah, oye. Prepara cosas buenas para esta noche. Vendrán dos personas a cenar.

Sonó el teléfono. Era Rachele.

– Se ha cortado la comunicación -dijo el comisario.

– Oye, ¿a qué hora quieres que vayamos?

– ¿Os iría bien a las nueve?

– Muy bien. Hasta esta noche.

Colgó y volvió a sonar el teléfono.

– Soy Fazio.

– Ah, no; he cambiado de idea. Voy para allá. Espérame.

* * *

Se pasó todo el camino cantando; para entonces, aquellas notas y palabras ya no se le iban de la cabeza. Y cuando ya no las recordaba, volvía a empezar por el principio.

Se la lasci riscaldaare…

Llegó, aparcó y pasó delante de Catarella, que se quedó como hechizado y boquiabierto al oírlo cantar.

Cercar che giova… Catarè, dile a Fazio que vaya ahora mismo a mi despacho. Se al buio non si troova…

Entró en su despacho, se sentó en su sillón y se reclinó.

Ma perfortunaaa…

– ¿Qué hay, dottore ?

– Fazio, cierra la puerta y siéntate. -Sacó del bolsillo la herradura y la depositó encima del escritorio-. Mírala bien.

– ¿Puedo cogerla?

– Sí.

Mientras Fazio la examinaba, él siguió canturreando en voz baja.

È una notte di luuuna…

Fazio lo miró con expresión inquisitiva.

– Es una herradura normal y corriente.

– Precisamente, y por eso hicieron todo lo humano y lo divino para tenerla: allanaron mi casa, intentaron incendiarla, Gurreri nos dejó la…

Fazio puso los ojos como platos.

– ¿Era por esta herradura por lo que…?

– Sí señor.

– ¿La tenía usía?

– Sí señor. Y me había olvidado por completo.

– ¡Pero es una herradura sin ninguna particularidad!

– Esa es precisamente su particularidad: la de no tener ninguna.

– ¿Y eso qué significa?

– Significa que el caballo que mataron no era el de Rachele Esterman. -Y siguió cantando en voz baja-: Vivo in poovert à mia lieta…

Capítulo 18

Mimì Augello llegó tarde, y el comisario tuvo que repetirle lo que ya le había contado a Fazio.

– En resumen -fue el único comentario de Augello-, la herradura te ha dado suerte. Te ha abierto los ojos.

Después Montalbano les reveló la idea que se le había ocurrido: fabricar una complicada trampa para saltar un foso que tendría que funcionar como un mecanismo de relojería. En caso de que su plan surtiera efecto, se les llenaría toda una red de peces.

– ¿Estáis de acuerdo?

– Totalmente -contestó Mimì.

Pero Fazio se mostró un poco receloso.

Dottore, la cosa tiene que ocurrir a la fuerza en la comisaría, a ese respecto no cabe la menor duda, pero en la comisaría también está Catarella.

– ¿Y qué?

Dottore, Catarella es capaz de mandarlo todo al carajo. Es capaz de acompañar a Prestia a mi despacho y a Lo Duca al de usted. Usía comprenderá que con él hay que ir con pies de plomo…

– Muy bien, dile que venga. Le encargaré una misión secreta. Tú haz las llamadas telefónicas que tengas que hacer y después vuelve. Tú también, Mimì, organízate.

Ambos se retiraron, y al cabo de una fracción de segundo Catarella se presentó corriendo.

– Entra, cierra la puerta con llave y siéntate.

Catarella obedeció.

– Préstame mucha atención porque he de encomendarte una misión muy delicada que nadie debe saber. No puedes comentarla con nadie.

Emocionado, Catarella empezó a removerse en la silla.

– Tienes que ir a Marinella y situarte en un edificio en obras que hay detrás de donde yo vivo, pero al otro lado de la carretera.

– Conozco el lugar de la localidad, dottori. Y cuando me haya situado, ¿qué hago?

– Lleva una hoja de papel y un bolígrafo. Toma nota de todos los que pasan por la playa por delante de mi casa y apunta si son hombres, mujeres o niños. Cuando oscurezca, vuelve a la comisaría con la lista. ¡Procura que nadie te vea! ¡Es una misión muy secreta! Ve ahora mismo.

Bajo el peso de aquella enorme responsabilidad y conmovido hasta las lágrimas por la confianza que el comisario estaba depositando en él, Catarella se levantó más colorado que un tomate, sin poder hablar, saludó militarmente con un taconazo y tuvo que hacer un tremendo esfuerzo para girar la llave en la cerradura y abrir la puerta, aunque finalmente consiguió salir.

– Todo arreglado -dijo Fazio, entrando poco después-. Michilino Prestia viene a las cuatro, y Lo Duca a las cuatro y media en punto. Y ésta es la dirección de Bellavia. -Le tendió un papel a Montalbano, quien se lo guardó en el bolsillo-. Ahora voy a decirles a Gallo y Galluzzo lo que tienen que hacer -prosiguió-. El dottor Augello me ha pedido que le diga que todo está listo y que a las cuatro él estará preparado en el aparcamiento.

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