Andrea Camilleri - La pista de arena

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Entre incrédulo y horrorizado, el comisario Salvo Montalbano contempla desde su ventana una imagen de pesadilla: un caballo yace muerto sobre la arena. Una rápida inspección a pie de playa le permite constatar que se trata de un magnífico purasangre que ha sido sacrificado con crueldad y ensañamiento. Pese a no ser precisamente un defensor de los animales, el comisario siente la necesidad de llevar ante la justicia a quien haya sido capaz de perpetrar semejante acto. Así pues, con la ayuda de su amiga Ingrid, Montalbano se adentrará en un ambiente al que nos tiene poco acostumbrados: el de los círculos ecuestres, las carreras de caballos y las elegantes fiestas benéficas, un mundo poblado por hombres de negocios de altos vuelos, aristócratas y amazonas de rompe y rasga. Pero de ahí a las apuestas clandestinas y las carreras amañadas apenas media un paso, y Montalbano se colocará en el punto de mira de turbios personajes que lo amenazarán de todos los modos posibles. Incluso, poco faltará para que su casa acabe pasto de las llamas. ¿Qué otra cosa puede esperarse de la mafia? En su máximo esplendor como detective y como seductor, Montalbano se niega en redondo a subsanar las primeras y evidentes huellas del paso del tiempo, como por ejemplo llevar gafas, que le ahorrarían avanzar a tropezones y cometer algún error. Y si bien su relación con Livia sigue atravesando horas bajas, su proverbial apetito y vitalismo socarrón se mantienen indemnes.

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– Ésta es una vulgarísima herradura sin ninguna señal particular. Se la quité yo al caballo muerto. Las herraduras del caballo de la señora Esterman tenían, en cambio, una uve doble. ¿Quién podía conocer este detalle? Por supuesto, ni Prestia ni Bellavia ni el pobre Gurreri, pero usted sí, usted lo conocía. Y avisó a sus cómplices. Entonces, aparte del cadáver, era absolutamente necesario recuperar también la herradura que yo había cogido, porque a través de ella se podía demostrar que el animal muerto no era el de la señora, tal como ustedes querían hacer creer a todo el mundo, sino el suyo, que entre otras cosas estaba muy enfermo y destinado a ser sacrificado de un disparo. Prestia me ha contado que un caballo como el de la señora Esterman haría ganar miles de millones a los organizadores de las carreras clandestinas. No creo que lo haya hecho usted por dinero. Entonces, ¿por qué? ¿Lo estaban sometiendo a chantaje?

Lo Duca, que ya no podía hablar y estaba perlado de sudor, inclinó la cabeza para decir que sí. Después hizo acopio de todo el aliento que le quedaba y dijo:

– Querían un caballo mío para las carreras clandestinas, y puesto que yo me negaba… me mostraron una fotografía… donde estoy con un chico.

– Ya basta, señor Lo Duca. Sigo yo. Entonces, al ver que el caballo de la señora Esterman se parecía mucho a uno de los suyos condenado a morir, a usted se le ocurrió el falso robo y la cruel matanza del animal para que pareciera una venganza. Pero ¿cómo tuvo el valor de hacerlo?

Lo Duca se cubrió el rostro con las manos. Unas gruesas lágrimas le resbalaron entre los dedos.

– Estaba desesperado… Huí a Roma para no…

– Bien. Preste atención. Esto se ha acabado. Le hago una sola pregunta y quedará libre.

– ¡¿Libre?!

– Yo no soy el encargado de las investigaciones. Usted presentó la denuncia en la jefatura superior de Montelusa, ¿no? Por consiguiente, confío en su conciencia. Actúe como considere oportuno. Pero escuche mi consejo: vaya a contárselo todo a mis compañeros de Montelusa. Ellos intentarán ocultar la historia de la fotografía; estoy seguro. Si no lo hace, se entregará atado de pies y manos a los Cuffaro, quienes lo exprimirán como un limón y después lo tirarán a la basura. La pregunta es la siguiente: ¿usted sabe dónde tiene Prestia escondido el caballo de la señora Esterman?

Aquella pregunta -Montalbano lo sabía muy bien- era el punto débil del plan. Si Prestia había hablado, tendría que haber dicho también dónde tenía escondido el caballo. Pero Lo Duca se encontraba demasiado trastornado, demasiado hundido para advertir lo extraña que era la pregunta. -Sí -respondió.

* * *

Fazio tuvo que ayudar a Lo Duca a levantarse de la silla y lo sujetó para que llegara hasta el aparcamiento.

– ¿Se siente con ánimos para conducir?

– Ss… í.

Fazio lo vio alejarse tan turbado que poco faltó para que chocara contra otro coche, y regresó al despacho del comisario.

– ¿Qué dice? ¿Irá a jefatura?

– Creo que sí. Llama a Augello y pásamelo.

Mimì contestó enseguida.

– ¿Estás siguiendo a Prestia?

– Sí. Se dirige hacia Siliana.

– Mimì, acabamos de enterarnos de que tiene el caballo escondido a cuatro kilómetros de Siliana, en unos establos en el campo. Seguramente habrá dejado a alguien de guardia. ¿Cuántos hombres te siguen?

– Cuatro con un todoterreno y dos con una camioneta.

– No lo pierdas, Mimì. Y cualquier cosa que ocurra, llama a Fazio. -Colgó-. ¿El coche con Gallo y Galluzzo está listo?

– Sí, señor.

– Entonces, quédate aquí en mi despacho. Avisa a Lavaccara para que te pase todas las llamadas. Vamos a converger en ti. Repíteme la dirección, que no la encuentro.

– Vía Crispi, diez. Es un despacho de la planta baja, con dos habitaciones. En la primera está el guardaespaldas. Y Bellavia, cuando no anda por ahí matando a gente, siempre está en la segunda habitación.

* * *

– Gallo, pongámonos bien de acuerdo. Mira que esta vez te lo digo en serio. No quiero sirenas ni chirrido de neumáticos. Tenemos que pillarlo por sorpresa. Y no pares delante del número diez, sino un poco antes.

– Pero ¿usía no viene con nosotros?

– No; os sigo con mi coche.

Tardaron unos diez minutos en llegar. Montalbano aparcó detrás del vehículo de servicio y bajó. Galluzzo le salió al encuentro.

Dottore, Fazio me ha ordenado que le diga que coja su pistola.

– La cojo.

Abrió la guantera, sacó el arma y se la metió en el bolsillo.

– Gallo, tú quédate en la primera habitación y vigila al guardaespaldas. Tú, Galluzzo, entra conmigo en la segunda habitación. No hay salidas en la parte de atrás, así que no puede escapar. Yo entro primero. Y os lo ruego, el menor jaleo posible.

En la calle, que era corta, había unos diez automóviles aparcados. No había tiendas. Un hombre y un perro eran los únicos seres vivos a la vista.

Montalbano entró. Había un treintañero sentado detrás de un escritorio, leyendo un periódico deportivo. Alzó los ojos, vio a Montalbano y lo reconoció. Se levantó de un brinco y se abrió la chaqueta con la mano derecha para coger el revólver que llevaba remetido en el cinturón.

– No hagas tonterías -le dijo Gallo en voz baja, apuntándolo.

El hombre apoyó las manos en el escritorio. Montalbano y Galluzzo se miraron, después el comisario giró el pomo de la puerta de la segunda habitación, la abrió y entró en primer lugar, seguido de Galluzzo.

– ¡Ah! -exclamó un cincuentón calvo en mangas de camisa, con rostro tenso y ojos cortantes como el filo de una navaja, posando el auricular del teléfono que sujetaba. No parecía sorprendido en absoluto.

– Soy el comisario Montalbano.

– Sí, lo conozco muy bien, comisario. ¿Y a él no me lo presenta? -preguntó con ironía, clavando los ojos en Galluzzo-. Tengo la impresión de que este señor y yo ya nos hemos visto.

– ¿Usted es Francesco Bellavia?

– Sí.

– Está usted detenido. Y le advierto que cualquier cosa que diga en su defensa no será objeto de crédito.

– Esa no es la fórmula apropiada -replicó Bellavia, echándose a reír. Y añadió-: Tranquilo, Galluzzo, no diré que fui yo quien mató a Gurreri, pero tampoco diré que fuiste tú. Entonces, ¿por qué queréis detenerme?

– Por el robo de los dos caballos.

Bellavia renovó sus sonoras carcajadas.

– ¡Pues ya veis el miedo que me dais! ¿Y qué pruebas tenéis?

– Lo Duca y Prestia han confesado.

– ¡Menuda pareja! Uno que va con jovencitos y otro que es una media mierda. -Se levantó y le ofreció las muñecas a Galluzzo-: ¡Espósame tú, y así la farsa será completa!

Este último, sin mirar los ojos que Bellavia tenía clavados en él, lo hizo.

– ¿Adónde lo llevamos?

– Al fiscal Tommaseo. Mientras vosotros vais a Montelusa, yo le anuncio vuestra llegada.

* * *

Montalbano regresó a la comisaría. Entró en su despacho.

– ¿Alguna novedad, Fazio?

– Todavía nada. ¿Y usted?

– Hemos detenido a Bellavia. No ha opuesto resistencia. Voy a llamar a Tommaseo desde el despacho de Mimì.

El fiscal estaba todavía en su despacho. Protestó porque el comisario no lo había informado de nada.

Dottor Tommaseo, todo ha ocurrido en pocas horas, no ha habido tiempo de…

– ¿Y bajo qué acusación lo ha detenido?

– El robo de dos caballos.

– Bueno, para un personaje como Bellavia es una miserable acusación.

Dottor Tommaseo, ¿sabe lo que se dice en mi pueblo? Que toda cagadita de mosca tiene importancia. Además, estoy seguro de que fue él quien mató a Gurreri. Si se le trabaja bien (pero tenga en cuenta que es muy duro) algo acabará por confesar.

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