Andrea Camilleri - La pista de arena

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Entre incrédulo y horrorizado, el comisario Salvo Montalbano contempla desde su ventana una imagen de pesadilla: un caballo yace muerto sobre la arena. Una rápida inspección a pie de playa le permite constatar que se trata de un magnífico purasangre que ha sido sacrificado con crueldad y ensañamiento. Pese a no ser precisamente un defensor de los animales, el comisario siente la necesidad de llevar ante la justicia a quien haya sido capaz de perpetrar semejante acto. Así pues, con la ayuda de su amiga Ingrid, Montalbano se adentrará en un ambiente al que nos tiene poco acostumbrados: el de los círculos ecuestres, las carreras de caballos y las elegantes fiestas benéficas, un mundo poblado por hombres de negocios de altos vuelos, aristócratas y amazonas de rompe y rasga. Pero de ahí a las apuestas clandestinas y las carreras amañadas apenas media un paso, y Montalbano se colocará en el punto de mira de turbios personajes que lo amenazarán de todos los modos posibles. Incluso, poco faltará para que su casa acabe pasto de las llamas. ¿Qué otra cosa puede esperarse de la mafia? En su máximo esplendor como detective y como seductor, Montalbano se niega en redondo a subsanar las primeras y evidentes huellas del paso del tiempo, como por ejemplo llevar gafas, que le ahorrarían avanzar a tropezones y cometer algún error. Y si bien su relación con Livia sigue atravesando horas bajas, su proverbial apetito y vitalismo socarrón se mantienen indemnes.

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– Pero la idea del cura era buena.

Sonó el teléfono.

– ¡Ah, dottori, dottori ! ¡Ah, dottori, dottori !

¿Cuatro veces? Debía de ser el siñor jifi supirior.

– ¿Es el jefe superior?

– Sí, siñor dottori.

– Pásamelo -dijo, poniendo el altavoz.

– ¿Montalbano?

– Buenos días, señor jefe superior, dígame.

– ¿Podría venir a mi despacho enseguida? Disculpe la molestia, pero se trata de un asunto muy serio del cual no quiero hablar por teléfono.

El tono del jefe superior lo indujo a contestar inmediatamente que sí.

Colgó y todos se miraron.

– Si ha hablado de esa manera, debe de ser algo verdaderamente serio -dijo Mimì.

Capítulo 16

En la antesala del jefe superior, tropezó inevitablemente con el dottor Lattes, el ceremonioso jefe del gabinete. Pero ¿cómo era posible que se pasara la vida paseando por la antesala? ¿Le sobraba el tiempo? ¿No tenía un despacho? ¿No podía rascarse los cuernos en sus aposentos? A Montalbano le atacaba los nervios el solo hecho de verlo. En cuanto reparó en él, Lattes puso la cara de quien acaba de enterarse de que ha ganado unos miles de millones en la lotería.

– ¡Encantado de verlo! ¡Cuánto me alegro! ¿Qué tal, qué tal le va, queridísimo amigo?

– Muy bien, gracias.

– ¿Y su señora?

– Va tirando.

– ¿Y los niños?

– Crecen, gracias a la Virgen.

– Démosle siempre las gracias.

A Lattes se le había metido entre ceja y ceja que el comisario estaba casado y tenía por lo menos dos hijos. Tras un centenar de inútiles intentos de explicarle que era soltero, Montalbano se había rendido. E incluso la frase «gracias a la Virgen» era obligada con Lattes.

– El señor jefe superior me ha…

– Llame y entre, que lo espera.

Llamó y entró.

Pero se quedó perplejo en la puerta, porque vio a Vanni Arquà sentado delante del escritorio del jefe superior. ¿Qué estaba haciendo allí el jefe de la Científica? ¿El también participaba en el encuentro? ¿Y por qué? El nivel de antipatía que sentía hacia Arquà alcanzó su cota máxima en un abrir y cerrar de ojos.

– Entre, cierre y siéntese.

En otras ocasiones, Bonetti-Alderighi lo dejaba a propósito de pie, para que pudiera medir la distancia que había entre él, el jefe superior, y el comisario de una insignificante comisaría. Esta vez, en cambio, se comportó de otra manera. Un momento antes de que Montalbano se sentara, hasta se levantó y le tendió la mano. El comisario empezó a asustarse. ¿Qué podía haber ocurrido para que el jefe superior lo tratara con amabilidad, como si fuera una persona normal? ¿En cuestión de minutos le leería el acta de su condena a muerte? Saludó a Arquà con una ligera inclinación de la cabeza. Dadas las relaciones entre ambos, era más de lo normal.

– Montalbano, quería verlo porque hay una cuestión muy delicada que me preocupa mucho.

– Dígame, señor jefe superior.

– Pues verá, tal como usted quizá ya sepa, el doctor Pasquano practicó la autopsia del cadáver encontrado en la localidad de Spinoccia.

– Sí, lo sé. Pero el informe todavía no…

– Lo he pedido, en efecto. Lo tendré esta tarde. Pero no se trata de eso. El caso es que el doctor Pasquano envió a la Científica, con admirable diligencia, la bala recién extraída del cadáver.

– Eso también me lo ha dicho.

– Bien. Al examinarla, el dottor Arquà ha descubierto con asombro… Pero quizá sea mejor que siga él.

Vanni Arquà ni siquiera abrió la boca. Se limitó a sacar del bolsillo una bolsita de plástico sellada y se la entregó al comisario. El proyectil que había dentro estaba muy deformado, pero esencialmente entero.

Montalbano no le vio nada extraño.

– ¿Y bien?

– Es un calibre nueve Parabellum.

– Vale, ya lo he visto -repuso, un tanto ofendido-. ¿Y qué?

– Es un calibre que únicamente utilizamos nosotros -contestó Arquà.

– No; permite que te corrija. No lo utiliza únicamente la policía. También lo emplean el Arma de Carabineros, la Guardia de Finanzas, las Fuerzas Armadas…

– Bueno, bueno -lo interrumpió el jefe superior.

Pero el comisario fingió no haberlo oído.

– … y también todos aquellos delincuentes, y son muchos, la mayoría diría yo, que han conseguido, de la manera que sea, armas de guerra.

– Eso lo sé muy bien -replicó Arquà, con una sonrisita como para emprenderla inmediatamente a guantazos con él.

– Pues entonces, ¿dónde está el problema?

– Vayamos por orden, Montalbano -pidió el jefe superior-. Lo que usted dice es cierto, pero hay que despejar el territorio para eliminar cualquier posible sospecha.

– ¿De qué?

– De que el asesino fuera uno de los nuestros. ¿Usted tuvo noticias de algún conflicto armado a lo largo del lunes pasado?

– No me consta ningún…

– Eso, como me temía, complica las cosas.

– ¿Por qué?

– Porque si algún periodista se entera, ¿usted se imagina cuántas sospechas, cuántas insinuaciones, cuánto fango nos echarán encima?

– Basta con no difundirlo.

– No es tan fácil. Además, si ese hombre fue liquidado por uno de los nuestros por motivos, digámoslo así, personales, quiero saberlo. Me estremece, me duele y me repugna pensar que entre nosotros pueda haber un asesino.

En este punto, Montalbano se rebeló.

– Comprendo lo que siente, señor jefe superior. Pero ¿puedo saber por qué he sido convocado sólo yo? ¿Piensa tal vez que un asesino ha de encontrarse exclusivamente en mi comisaría y no en otro sitio?

– Porque el muerto se descubrió en una zona situada entre Vigàta y Giardina, y ambas pertenecen territorialmente a tu jurisdicción -contestó Arquà-. Por consiguiente, es lógico suponer que…

– ¡No es lógico ni mucho menos! Al muerto pudieron trasladarlo allí desde Fiacca, desde Felá, desde Gallotta, desde Montelusa…

– No se altere, Montalbano -terció el jefe superior-. Lo que usted dice no tiene discusión, pero desde algún punto hay que empezar, ¿no?

– ¿Y por qué se emperr… se obstinan en pensar que ha sido alguien de la policía?

– Yo no lo pienso en absoluto -aseguró el jefe superior-. Mi finalidad es demostrar de manera incontrovertible que el asesino no es un miembro de la policía. Y antes de que empiecen las voces malévolas.

Tenía razón, de eso no cabía ninguna duda.

– Pero la cosa será larga.

– Paciencia. Nos tomaremos todo el tiempo que haga falta; nadie nos persigue -dijo Bonetti-Alderighi.

– ¿Cómo he de actuar?

– Debe comprobar, con mucha discreción, naturalmente, si en los cargadores de las pistolas que están a disposición de sus hombres falta algún cartucho.

Y en aquel preciso instante la tierra se abrió bajo Montalbano, sin hacer ningún ruido, y él se hundió con toda la silla. Había recordado una cosa. Pero consiguió no moverse, no sudar, no palidecer. Consiguió incluso, con un esfuerzo que le costó un año de vida, esbozar una sonrisita.

– ¿Por qué sonríe?

– Porque el lunes por la mañana el inspector Galluzzo disparó contra un perro que me atacó. Galluzzo me había acompañado en coche a mi casa de Marinella, y en cuanto bajé, ese perro… Estaba también presente el inspector jefe Fazio.

– ¿Lo mató? -preguntó Arquà.

– No entiendo la pregunta.

– Si lo mató, procuremos recuperarlo para extraer el proyectil, y nos cercioraremos…

– ¿Qué significa ese «si»? ¿Que mis hombres no saben disparar?

– Contésteme a mí, Montalbano -dijo el jefe superior-. ¿Lo alcanzó o no?

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