– Entra, que estoy listo en cinco minutos. ¿Dónde demonios cae Spinoccia?
– En el quinto pino, dottore. En el campo, a unos diez kilómetros de Giardina.
– ¿Sabes algo del muerto?
– Nada de nada, dottore. Me llamó Fazio para decirme que pasara a recogerlo y yo he venido a recogerlo.
– Pero ¿sabes cómo llegar?
– En teoría sí. He mirado en el mapa.
* * *
– Gallo, mira que estamos en un sendero, no en la pista de Monza.
– Lo sé, dottore, por eso voy despacio.
Y a los cinco minutos:
– ¡Gallo, te he dicho que no corras!
– Voy muy despacito, dottore.
Ir muy despacito por un asqueroso sendero lleno de baches y corrimientos de tierra, agujeros que parecían hechos por bombas y con polvo por todas partes, para Gallo significaba no superar los ochenta.
Estaban atravesando una tierra desolada, abrasada, amarillenta, con algún que otro árbol. Era un paisaje que a Montalbano le gustaba mucho. Hacía un kilómetro que habían dejado atrás el último y minúsculo dado de una casa. Sólo se habían cruzado con un carro que desde Vigàta subía hacia Giardina y con un campesino en mula que iba en dirección contraria.
Tras pasar una curva, a cierta distancia vieron el coche de la comisaría y un pollino. El animal, que sabía muy bien que por los alrededores no había nada que comer y por eso permanecía con aire desanimado al lado del vehículo, los vio acercarse con escaso interés.
Gallo salió del sendero con un volantazo tan repentino que el comisario cayó de lado a pesar del cinturón de seguridad y sintió que la cabeza se le separaba del cuerpo. Se puso a soltar maldiciones.
– ¿No podías detenerte un poco más adelante?
– Me detengo aquí, dottore, así dejo sitio para los demás coches cuando lleguen.
Bajaron. Entonces se dieron cuenta de que, más allá del automóvil de la comisaría, en el lado izquierdo del sendero, sentados en el suelo cerca de un par de matas de sorgo, estaban comiendo Fazio, Galluzzo y un aldeano. Éste había sacado de su zurrón unos trozos de pan y queso y los había repartido. Puesto que el sol ya quemaba mucho, todos iban en mangas de camisa.
Un cuadrito idílico, campestre, una especie de déjeuner sur l’herbe.
En cuanto Fazio y Galluzzo vieron al comisario, se levantaron de golpe y hasta se pusieron la chaqueta. El aldeano se quedó sentado. Pero se llevó la mano a la boina en una especie de saludo militar. Debía de tener ochenta años como mínimo.
El muerto estaba únicamente cubierto por unos calzoncillos y se encontraba boca abajo, en paralelo a la carretera. Justo por debajo del hombro izquierdo se veía una herida con un poco de sangre alrededor, causada por un disparo. En el brazo derecho, un mordisco le había arrancado un trozo de carne. Sobre las dos heridas, un centenar de moscas.
El comisario se inclinó para examinar el brazo mordido.
– Un perro fue -explicó el aldeano, y se tragó el último pedazo de pan con queso. Después sacó del zurrón una botella de vino, la abrió, bebió un trago y volvió a guardarlo todo en su sitio.
– ¿Lo habéis descubierto vos?
– Sí, siñor. Esta mañana cuando pasaba con el borrico -respondió levantándose.
– ¿Cómo os llamáis?
– Giuseppi Contrera, y no tengo las cartas marcadas.
Se refería a que no tenía antecedentes. Pero ¿cómo había hecho para avisar a la comisaría desde aquel desierto? ¿Con una paloma mensajera?
– ¿Habéis llamado vos?
– No, siñor. Mi hijo.
– ¿Y dónde está vuestro hijo?
– En su casa, en Giardina.
– Pero ¿estaba con vos cuando habéis descubierto…?
– No, siñor, no istaba cunmigo. En su casa istaba. Él todavía durmía, el siñuritu. Él trabaja como cuntable.
– Pero si no estaba con vos…
– ¿Me permite, dottore ? -terció Fazio-. En cuanto ha visto el muerto, el amigo Contrera ha llamado a su hijo y…
– Sí, pero ¿cómo lo ha llamado?
– Con istu -dijo el anciano, sacándose un móvil del bolsillo.
Montalbano se quedó de una pieza. El hombre vestía como un aldeano de antaño: calzones de fustán, zapatos con suelas claveteadas, camisa sin cuello y chaleco. Aquel artilugio desentonaba en sus manos callosas, que parecían un mapa geográfico en relieve de los Alpes.
– Entonces, ¿por qué no nos habéis llamado directamente vos?
– En primer lugar, yo con istu sólo sé llamar a mi hijo y, en segundo, ¿cómu coño iba a saber vuestro número?
– Al señor Contrera -explicó Fazio-, el móvil se lo regaló su hijo, porque teme que su padre, dada la edad…
– Mi hijo Cosimo es un cabrón. Cuntable y cabrón. Piensa en su salud y no en la mía -declaró el aldeano.
– ¿Has tomado nota de sus datos personales y su dirección? -le preguntó Montalbano a Fazio.
– Sí, dottore.
– Pues entonces ya podéis iros -le dijo a Contrera.
El viejo hizo un saludo militar y se fue a montar el asno.
– ¿Has avisado a todos?
– Ya está hecho, dottore.
– Esperemos que no tarden en llegar.
– Dottore, tardarán como mínimo media hora, siempre que todo vaya bien.
Montalbano tomó una rápida decisión.
– ¡Gallo!
– A sus órdenes.
– ¿Cuánto hay de aquí a Giardina?
– Con esta carretera, yo diría que un cuarto de hora.
– Pues entonces vamos a tomarnos un café allí. ¿Vosotros queréis? ¿Os traigo?
– No, señor, gracias -contestaron a coro Fazio y Galluzzo, que todavía debían de conservar en la boca el sabor del pan con queso.
* * *
– ¡Te he dicho que no corras!
– Pero ¿quién corre?
En efecto, al cabo de unos diez minutos de circular a ochenta, el coche se encontró -sin saber cómo- con el morro metido en un bache tan ancho como el propio sendero y con las dos ruedas traseras casi girando en el aire.
La tarea de sacarlo, mueve tú que muevo yo, estando al volante ora Gallo, ora Montalbano, entre gritos, reniegos y una exhalación de sudor que les dejó las camisas chorreando, duró aproximadamente media hora. Por si fuera poco, el guardabarros izquierdo se había deformado y rozaba con la rueda. Al final, Gallo se vio obligado a circular despacio.
En resumen, entre una cosa y otra, volvieron a Spinoccia al cabo de más de una hora.
* * *
Estaban todos menos el fiscal Tommaseo. Montalbano se preocupó por su ausencia. Seguro que cuando apareciera, le haría perder toda la santa mañana. Además, conducía peor que un ciego, siempre chocaba contra cualquier árbol que encontraba.
– ¿Hay noticias de Tommaseo? -le preguntó a Fazio.
– ¡Pero si el dottor Tommaseo ya se ha ido!
¿En qué se había convertido, en Fangio cuando participaba la Carrera Mexicana?
– Por suerte, le había pedido al doctor Pasquano que lo trajera en su coche -añadió Fazio-; ha dado el visto bueno a la retirada del cadáver y ha dejado que Galluzzo volviera a acompañarlo a Montelusa.
La Científica acababa de efectuar la primera tanda de fotografías, y Pasquano ordenó que dieran la vuelta al cadáver. Aparentaba unos cincuenta años o quizá un poco menos. En el pecho no se veía la menor traza de la bala que lo había matado.
– ¿Lo conoces? -preguntó el comisario a Fazio.
– No, señor.
El doctor Pasquano terminó de examinar el cadáver, soltando maldiciones contra las moscas que desde el muerto pasaban a su cara y viceversa.
– ¿Qué me dice, doctor?
Pasquano fingió no haberlo oído. Montalbano repitió la pregunta, fingiendo a su vez creer que el médico no lo había oído. Entonces Pasquano lo miró torciendo el gesto mientras se quitaba los guantes. Estaba totalmente sudado y tenía la cara enrojecida.
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