– Claro.
Dejó el auricular sobre el escritorio, se levantó, se acercó a la ventana y fingió hablar en voz alta con alguien.
– ¿Dices que no se encuentra?… ¿Que es mejor aplazarlo a mañana por la mañana?… Muy bien, de acuerdo.
Se dispuso a regresar al escritorio, pero se quedó paralizado. Delante de la puerta estaba Catarella, mirándolo con expresión preocupada y asustada.
– ¿Se encuentra bien, dottori ?
Montalbano, sin hablar, le hizo señas de que se retirara inmediatamente. Catarella desapareció.
– ¿Rachele? Por suerte me he librado. ¿Dónde quieres que nos veamos?
– Donde tú quieras.
– ¿Tienes coche?
– Ingrid me ha dejado el suyo.
¡Pero qué dispuesta se mostraba Ingrid a facilitar sus encuentros con Rachele!
– ¿Ella no lo necesita?
– Se ha ido con un amigo que después la llevará a casa.
Montalbano le explicó dónde tenían que encontrarse. Antes de abandonar el despacho, recogió del escritorio la revista que le había entregado Mimì Augello. Podría servirle para llevar las riendas de la conversación con Rachele en caso de que adquiriera un sesgo peligroso.
El coche de Ingrid no estaba en el aparcamiento del bar de Marinella. Evidentemente, Rachele iba con retraso. Carecía de la precisión, más que sueca, suiza, de su amiga. Montalbano no sabía si esperarla fuera o dentro del bar. Se sentía un poco incómodo con aquel encuentro, no podía negarlo. El caso es que jamás le había ocurrido, a sus más de cincuenta años, verse de nuevo con una mujer que le era totalmente desconocida tras haber mantenido con ella un rápido, ¿cómo llamarlo?, eso es: ayuntamiento carnal, tal como lo habría calificado el fiscal Tommaseo. Y la verdadera razón por la que no había querido contestar a las llamadas de Rachele era que se sentía muy cohibido hablando con ella. Cohibido y un poco avergonzado de haberle mostrado a esa mujer un aspecto de sí mismo que esencialmente no le pertenecía.
¿Qué decirle? ¿Cómo tenía que comportarse? ¿Qué cara ponía?
Para darse un poco de ánimo, bajó del coche, entró en el local, se acercó a la barra y le pidió a Pino, el barman, un whisky solo.
Al terminar de bebérselo vio que Pino palidecía mientras miraba fijamente la puerta de entrada. Una estatua con la boca abierta, como un bobalicón, con un vaso en una mano y un trapo en la otra.
Montalbano se volvió.
Rachele acababa de entrar.
Era de una elegancia que daba miedo, pero su belleza asustaba todavía más.
Parecía como si su presencia hubiera aumentado de golpe el voltaje de las bombillas. Pino se había convertido en una figura de mármol: no conseguía moverse.
El comisario fue a su encuentro. Y ella se comportó como una auténtica dama.
– Hola -lo saludó sonriendo, mientras sus ojos azules brillaban por el sincero placer de verlo-. Aquí estoy.
Y no hizo ademán de besarlo ni de dejarse besar ofreciéndole una mejilla.
A Montalbano lo invadió una oleada de gratitud; en un santiamén, se sintió a sus anchas.
– ¿Te apetece un aperitivo?
– Mejor no.
El comisario olvidó pagar el whisky. Pino continuaba en la misma postura de antes, fascinado. En el aparcamiento, Rachele preguntó:
– ¿Has decidido adónde ir?
– Sí. A la zona marítima de Montereale.
– Está en la carretera de Fiacca, me parece. ¿Vamos con tu coche o con el de Ingrid?
– Con el de Ingrid. ¿Te molesta conducir? Yo me siento un poco cansado.
No era cierto, pero es que el whisky le había hecho efecto. ¿Cómo era posible que dos dedos de whisky le alteraran la cabeza? O a lo mejor lo mortal era la mezcla del whisky con Rachele.
Se pusieron en marcha. Rachele circulaba con seguridad; conducía rápido, por supuesto, pero mantenía una regularidad muy precisa. Tardaron diez minutos en llegar a Montereale.
– Ahora guíame tú.
De repente, por el efecto de la mezcla asesina, el comisario olvidó el camino.
– Me parece que está a la derecha.
El sendero de la derecha, de tierra, terminaba delante de una casa rural.
– Pues entonces hay que volver atrás y girar a la izquierda.
Ese tampoco era el adecuado: terminaba delante de un almacén del consorcio agrario.
– A lo mejor hay que seguir recto -dedujo Rachele.
En efecto, ése resultó finalmente el camino correcto.
Al cabo de otros diez minutos, estaban sentados ante una mesa de un restaurante donde el comisario había estado algunas veces y siempre había comido bien.
La mesa que eligieron estaba en el exterior, bajo una pérgola, justo donde empezaba la playa. El mar se encontraba a unos treinta pasos y apenas chapoteaba, señal de que no le apetecía demasiado moverse. Se veían las estrellas, pues no había ni una sola nube.
Había otra mesa ocupada por unos cincuentones, sobre uno de los cuales la contemplación de Rachele tuvo un efecto casi letal: el vino que estaba bebiendo se le atragantó y por poco muere asfixiado. Su amigo consiguió que recuperara el resuello en último extremo, propinándole unos vigorosos manotazos en la espalda.
– Aquí tienen un vino blanco que hasta puede servir de aperitivo… -le dijo Montalbano a Rachele.
– Si me acompañas.
– Pues claro. ¿Tienes apetito?
– Mientras bajaba de Montelusa a Marinella no tenía, pero ahora me ha entrado. Debe de ser el aire del mar.
– Me alegro. Te confieso que, a mí, las mujeres que no quieren comer por temor a engordar me…
Se interrumpió. ¿Cómo se le ocurría hablar con aquella confianza con Rachele? ¿Qué le estaba pasando?
– Yo nunca he seguido dietas -declaró ella-. Al menos hasta ahora no me han hecho falta, por suerte.
Un camarero sirvió el vino. Bebieron la primera copa.
– Es francamente bueno -aprobó Rachele.
Entró una pareja treintañera para elegir mesa. Pero en cuanto la mujer vio cómo su chico miraba a Rachele, lo tomó del brazo y se lo llevó al interior del local.
Volvió el camarero y, llenando las copas vacías, preguntó si querían comer.
– ¿Te apetece un primer plato o los entremeses?
– ¿Lo uno excluye lo otro? -preguntó Rachele a su vez.
– Aquí sirven quince clases distintas de entremeses. Que francamente te aconsejo.
– ¿Quince?
– E incluso más.
– Venga esos entremeses.
– ¿Y de segundo? -quiso saber el camarero.
– Lo pensaremos después -respondió Montalbano.
– ¿Traigo otra botella junto con los entremeses?
– Más bien sí.
Poco después ya no hubo encima de la mesa ni espacio para una lubina.
Quisquillas, langostinos, calamares, atún ahumado, croquetas de chanquetes, erizos de mar, mejillones y almejas, pulpitos al por mayor, pulpo troceado, anchoas en escabeche con zumo de limón, sardinas en aceite, chipirones fritos, calamarcitos y sepias aliñados con naranja y trocitos de apio, anchoas con alcaparras, sardinas rellenas, carpaccio de pez espada…
El silencio en que comieron, intercambiando de vez en cuando una mirada de aprecio por los sabores y los aromas, fue interrumpido sólo una vez, precisamente al pasar de las anchoas con alcaparras a los chipirones, cuando Rachele preguntó:
– ¿Qué pasa?
Y Montalbano contestó, sintiéndose enrojecer: -Nada.
Se había perdido unos instantes contemplando la boca de Rachele al abrirse, el tenedor que entraba dejando momentáneamente al descubierto la intimidad del paladar rosado como el de una gata, el tenedor que salía vacío entre el brillo de los dientes, la boca que se cerraba, los labios que se movían ligera y rítmicamente mientras ella masticaba. Tenía una boca que hechizaba de sólo mirarla. Y, como un relámpago, Montalbano recordó la noche de Fiacca, cuando se extasió contemplando sus labios a la luz del fuego del cigarrillo.
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