Andrea Camilleri - La pista de arena

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Entre incrédulo y horrorizado, el comisario Salvo Montalbano contempla desde su ventana una imagen de pesadilla: un caballo yace muerto sobre la arena. Una rápida inspección a pie de playa le permite constatar que se trata de un magnífico purasangre que ha sido sacrificado con crueldad y ensañamiento. Pese a no ser precisamente un defensor de los animales, el comisario siente la necesidad de llevar ante la justicia a quien haya sido capaz de perpetrar semejante acto. Así pues, con la ayuda de su amiga Ingrid, Montalbano se adentrará en un ambiente al que nos tiene poco acostumbrados: el de los círculos ecuestres, las carreras de caballos y las elegantes fiestas benéficas, un mundo poblado por hombres de negocios de altos vuelos, aristócratas y amazonas de rompe y rasga. Pero de ahí a las apuestas clandestinas y las carreras amañadas apenas media un paso, y Montalbano se colocará en el punto de mira de turbios personajes que lo amenazarán de todos los modos posibles. Incluso, poco faltará para que su casa acabe pasto de las llamas. ¿Qué otra cosa puede esperarse de la mafia? En su máximo esplendor como detective y como seductor, Montalbano se niega en redondo a subsanar las primeras y evidentes huellas del paso del tiempo, como por ejemplo llevar gafas, que le ahorrarían avanzar a tropezones y cometer algún error. Y si bien su relación con Livia sigue atravesando horas bajas, su proverbial apetito y vitalismo socarrón se mantienen indemnes.

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– Sí. Esta revista.

La dejó en la mesa del comisario. Era una publicación bimensual, lujosa y satinada, que chorreaba dinero de los contribuyentes. Se llamaba La Provincia y su subtítulo era «Arte, Deporte y Belleza».

Montalbano la hojeó. Cuatro horrendos pintores aficionados que se comparaban como mínimo con Picasso, poesías indignas firmadas por poetisas con apellido doble (las poetisas de provincias lo hacen siempre), vida y milagros de cierto montelusano que se había convertido en teniente de alcalde de un pueblo perdido de Canadá, y finalmente, en la sección de Deportes, nada menos que cinco páginas dedicadas a «Saverio Lo Duca y sus caballos».

– ¿Qué dice el artículo?

– Chorradas. Pero a ti te interesaba la foto del caballo robado, ¿no? Es la tercera. ¿Cuál montaba la señora Esterman en la carrera?

Rayo de luna.

– Es el de la cuarta.

Al pie de cada fotografía, de gran tamaño y en color, aparecía el nombre del caballo.

Para ver mejor, Montalbano sacó una lupa del cajón.

– Pareces Sherlock Holmes -dijo Mimì.

– ¿Y tú serías el doctor Watson?

No encontró ninguna diferencia entre el animal muerto en la playa y el de la fotografía. Pero de caballos no entendía nada. Lo único que podía hacer era llamar a Rachele, aunque no quería hacerlo en presencia de Mimì, pues igual ella, creyéndolo solo, se metía en temas peligrosos.

Pero, en cuanto Augello se retiró a su despacho, llamó a Rachele al móvil.

– Soy Montalbano.

– ¡Salvo! ¡Qué bien! Te he llamado esta mañana, pero me han dicho que no estabas.

Había olvidado por completo que le había prometido seriamente a Ingrid contestar a la llamada de Rachele. Necesitaba otra mentira. Se le ocurrió inventarse otro proverbio: «A menudo una trola, un latazo te ahorra.»

– Y no estaba, en efecto. Pero, en cuanto he regresado, me han dicho que me buscabas; por eso te llamo.

– No quiero hacerte perder el tiempo. ¿Hay alguna novedad en la investigación?

– ¿En cuál?

– ¡Pues en la de la muerte de Súper ?

– No estamos llevando a cabo ninguna investigación puesto que no ha habido denuncia por tu parte.

– Ah, ¿no? -dijo Rachele, decepcionada.

– No. En todo caso, deberías dirigirte a la jefatura de Montelusa. Es allí donde Lo Duca denunció el robo de los dos caballos.

– Yo esperaba que…

– Lo siento. Oye, me ha caído en las manos, de manera totalmente casual, una revista donde hay una fotografía del caballo que le robaron a Lo Duca…

Rudy.

– Sí. Me ha dado la impresión de que Rudy es idéntico al que vi muerto en la playa.

– Se parecían muchísimo, desde luego, pero no eran idénticos. Por ejemplo, Súper tenía una manchita rarísima, una especie de estrella de tres puntas, en el costado izquierdo. ¿La viste?

– Pues no, porque estaba tumbado precisamente sobre ese lado.

– Por eso lo hicieron desaparecer. Para que fuera imposible identificarlo. Cada vez estoy más convencida de que Scisci tiene razón: quieren tenerlo sobre ascuas.

– Es posible…

– Oye…

– Dime.

– Quisiera… hablar contigo. Verte.

– Rachele, debes creerme, no es ninguna mentira; me encuentro en un momento verdaderamente difícil.

– Pero tienes que comer para sobrevivir, ¿no?

– Pues sí. Pero no me gusta hablar mientras como.

– Te hablaré sólo cinco minutos, te lo prometo, cuando hayamos terminado. ¿Podríamos vernos esta noche?

– Todavía no lo sé. Hagamos una cosa: llámame a la comisaría a las ocho en punto; entonces te digo.

* * *

Cogió de nuevo la carpeta de Licco, volvió a leerla, tomó unos cuantos apuntes más. Examinó y volvió a examinar los argumentos que había utilizado contra Licco, leyéndolos con los ojos de un abogado defensor, y lo que recordaba como un punto débil ya no le parecía una simple carrera en una media, sino un auténtico agujero. Los amigos de Licco tenían razón: su actitud en la sala sería determinante; bastaría con que mostrara cierto titubeo sobre aquel punto para que los abogados convirtieran el agujero en una ancha brecha a través de la cual Licco podría salir tranquilamente, con todas las disculpas por parte de la ley.

Hacia la una, cuando abandonó su despacho para irse a la trattoria, Catarella lo llamó.

Dottori, perdone, pero ¿usía está o no está?

– ¿Quién es?

– El fiscal dottori Giarrazzo.

– Pásamelo.

– Buenos días, Montalbano, soy Giarrizzo. ¿Me ha telefoneado?

– Sí, gracias. Necesito hablar con usted.

– ¿Puede pasar por mi despacho… espere… a las cinco y media?

* * *

Teniendo en cuenta que la víspera la había pasado prácticamente en ayunas, decidió desquitarse.

– Enzo, tengo mucho apetito.

– Me congratulo, dottore. ¿Qué le sirvo?

– ¿Sabes qué te digo? No sé qué elegir.

– Déjeme a mí.

Al final, come que te come, pensó que le bastarían unas hojitas de menta para estallar, como aquel personaje de la película El sentido de la vida, que le había hecho mucha gracia. Pero por otra parte comprendió también que si había comido tanto era debido a los nervios.

Después de pasarse media hora larga paseando por el muelle, regresó al despacho, pero todavía se notaba la bodega demasiado cargada.

Fazio lo esperaba.

– ¿Alguna novedad esta noche? -fue lo primero que le preguntó al comisario.

– Ninguna. ¿Y tú qué has hecho?

– He ido al hospital de Montelusa. He perdido toda la santa mañana. Nadie quería decirme nada.

– ¿Por qué?

– La privacidad, dottore. Por otra parte, yo no contaba con ninguna autorización por escrito.

– O sea, que no has hecho nada.

– ¿Y eso quién lo ha dicho? -replicó Fazio, sacando un papel del bolsillo.

– ¿Quién te ha facilitado la información?

– Un primo del tío de un primo mío que he descubierto que trabaja allí.

Los parentescos, incluso los tan lejanos que ya no se consideran tales en ningún otro lugar de Italia, en Sicilia eran a menudo el único sistema para obtener información, acelerar un trámite, descubrir adónde había ido a parar una persona desaparecida, encontrar empleo para un hijo en el paro, pagar menos impuestos, conseguir entradas gratis para el cine y muchísimas otras cosas que quizá no era prudente dar a conocer a quien no fuera pariente.

Capítulo 12

– Bueno pues: Gerlando Gurreri, nacido en Vigàta el… -empezó Fazio, leyendo el papel.

Montalbano soltó un reniego, se levantó de un salto, se inclinó por encima del escritorio y le arrancó bruscamente la hoja de la mano. Y mientras Fazio palidecía, el comisario la arrugó hasta formar una pelota y la tiró a la papelera. No soportaba aquellas letanías propias de registro civil que tanto complacían a Fazio; a él le recordaban las intrincadas genealogías de la Biblia: Jafet, hijo de José, tuvo catorce hijos, Raquel, Abraham, Lot, Asanagor…

– ¿Y ahora cómo lo hago? -preguntó Fazio.

– Me dices lo que recuerdes.

– Pero ¿después podré recoger la nota?

– De acuerdo.

Fazio pareció tranquilizarse.

– Gurreri tiene cuarenta y seis años y está casado con… no me acuerdo, lo tenía escrito en la hoja. Vive en Vigàta, en vía Nicotera treinta y ocho…

– Fazio, te lo digo por última vez: déjate de datos personales.

– Bueno, bueno. Gurreri ingresó en el hospital de Montelusa a principios de febrero de dos mil tres; no recuerdo la fecha exacta porque la tenía escrita en la…

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