Andrea Camilleri - La pista de arena

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Entre incrédulo y horrorizado, el comisario Salvo Montalbano contempla desde su ventana una imagen de pesadilla: un caballo yace muerto sobre la arena. Una rápida inspección a pie de playa le permite constatar que se trata de un magnífico purasangre que ha sido sacrificado con crueldad y ensañamiento. Pese a no ser precisamente un defensor de los animales, el comisario siente la necesidad de llevar ante la justicia a quien haya sido capaz de perpetrar semejante acto. Así pues, con la ayuda de su amiga Ingrid, Montalbano se adentrará en un ambiente al que nos tiene poco acostumbrados: el de los círculos ecuestres, las carreras de caballos y las elegantes fiestas benéficas, un mundo poblado por hombres de negocios de altos vuelos, aristócratas y amazonas de rompe y rasga. Pero de ahí a las apuestas clandestinas y las carreras amañadas apenas media un paso, y Montalbano se colocará en el punto de mira de turbios personajes que lo amenazarán de todos los modos posibles. Incluso, poco faltará para que su casa acabe pasto de las llamas. ¿Qué otra cosa puede esperarse de la mafia? En su máximo esplendor como detective y como seductor, Montalbano se niega en redondo a subsanar las primeras y evidentes huellas del paso del tiempo, como por ejemplo llevar gafas, que le ahorrarían avanzar a tropezones y cometer algún error. Y si bien su relación con Livia sigue atravesando horas bajas, su proverbial apetito y vitalismo socarrón se mantienen indemnes.

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Lo visitaron concienzudamente y volvieron a montar en el coche. Tras recorrer pocos metros, se detuvieron y fueron andando hasta el segundo templo.

«El templo de la Concordia es del 450 a. C. Tenía 34 columnas de 6,83 metros de altura, y medía 42,10 metros de longitud y 19,70 de anchura…»

Lo visitaron y después repitieron el proceso.

«El templo de Hércules es el más antiguo. Se remonta al 520 a. C. Mide 73,40 metros de longitud…»

Lo visitaron a fondo.

– ¿Vamos a ver los otros templos?

– No -contestó Montalbano, que ya se había hartado de arqueología-. Pero ¿qué hace Galluzzo? ¡Ya casi ha pasado una hora!

– Si no llama, significa que…

– Llámalo.

– No, señor dottore. ¿Y si resulta que justo ahora se encuentra en las inmediaciones de su casa y empieza a sonarle el móvil?

– Pues entonces llama a Catarella y pásamelo.

Fazio obedeció.

– Catarè, ¿hay alguna novedad?

– No, siñor dottori. Pero llamó la siñura Estera Manni. Dice que si la llama usía.

Estuvieron media hora más paseando arriba y abajo delante del templo.

Montalbano estaba cada vez más nervioso. Fazio intentó distraerlo.

Dottore, ¿por qué el templo de la Concordia está casi intacto y los demás no?

– Porque hubo un emperador, Teodosio, que ordenó destruir todos los santuarios paganos, exceptuando los que se convirtieran en iglesias cristianas. Puesto que el de la Concordia se convirtió en iglesia cristiana, se mantuvo en pie. Un hermoso ejemplo de tolerancia. Igualito a lo que ocurre hoy en día.

Pero, tras la digresión cultural, regresó inmediatamente al tema.

– A ver si los de la barca eran auténticos pescadores… Oye, vamos a sentarnos en el bar.

No fue posible. Todas las mesas estaban ocupadas por turistas ingleses, franceses y, sobre todo, japoneses que fotografiaban cualquier cosa, incluso una piedrecita que les hubiera entrado en el zapato. El comisario empezó a soltar reniegos.

– Vámonos -dijo muy alterado.

– ¿Adónde?

– A rascarnos los cojones en…

Justo en ese momento sonó el móvil de Fazio.

– Es Galluzzo -dijo, acercándose el teléfono a la oreja-. Vale, enseguida estamos ahí.

– ¿Qué te ha dicho?

– Que tenemos que ir ahora mismo a su casa de usted de Marinella.

– ¿Y no te ha dicho nada más?

– No, señor.

Hicieron el camino que ni Schumacher en un gran premio de Fórmula Uno, pero sin luces intermitentes ni sirena. Al llegar, encontraron la puerta abierta.

Entraron corriendo.

En el comedor, media vidriera colgaba de los goznes.

Galluzzo, tan pálido que parecía un muerto, estaba sentado en el sofá. Se había bebido un vaso de agua y lo tenía en la mano, vacío. Nada más verlos, se levantó.

– ¿Estás bien? -le preguntó Montalbano.

– Sí, señor, pero me he pegado un buen susto.

– ¿Por qué?

– Porque uno de los ladrones me ha soltado tres disparos.

– ¿De veras? ¿Y tú?

– Yo he respondido. Y creo que le he dado al que no había disparado. Pero el que iba armado se lo ha llevado a rastras hasta la carretera, donde los esperaba un coche.

– ¿Te sientes con ánimo para contárnoslo todo desde el principio?

– Sí, señor, ahora ya se me ha pasado.

– ¿Quieres un poco de whisky?

– ¡Ya lo creo, dottore !

Montalbano le quitó el vaso de la mano, le sirvió una buena ración de licor y se lo tendió. Fazio, que había salido a la galería, volvió a entrar con el rostro ensombrecido.

– Después de que ustedes se fueran, los de la barca esperaron media hora antes de acercarse a la orilla -contó Galluzzo.

– Querían asegurarse de que nos habíamos ido de verdad -dijo Fazio.

– Pero, una vez en la orilla, se quedaron un buen rato junto a la embarcación, mirando a derecha e izquierda. Cuando ya había pasado casi una hora, dos cogieron sendos bidones grandes de la barca y se dirigieron hacia aquí.

– ¿Y el tercero? -preguntó Montalbano.

– El tercero se alejó con el bote. Entonces yo salí del chalet y eché a correr para situarme junto a la esquina izquierda de la casa. Vi que uno de los dos nevaba un pie de cabra con el que acababa de forzar la vidriera. Entraron. Mientras yo me preguntaba qué debía hacer, salieron de nuevo a la galería, seguro que para recoger los bidones que habían dejado fuera. Pensé que no me quedaba tiempo que perder. Entonces pegué un salto hacia delante y, apuntándolos con la pistola, dije: «¡Alto ahí! ¡Policía!»

– ¿Y cómo reaccionaron?

– ¡Ah, dottore ! . El más corpulento sacó un revólver en un abrir y cerrar de ojos y me disparó. Yo me escondí detrás de la esquina. Entonces vi que escapaban hacia la explanada que hay delante de la puerta. Los perseguí y el corpulento volvió a dispararme. Yo también disparé, y el que corría a su lado se tambaleó como un borracho y cayó de rodillas. Entonces el corpulento lo levantó y disparó un tercer tiro. Cuando llegaron a la carretera, había un coche con las puertas abiertas y escaparon.

– O sea, que ya estaba previsto que huyeran por tierra.

– Perdona -le dijo Fazio a Galluzzo-, pero ¿por qué no continuaste persiguiéndolos?

– Porque la pistola se me encasquilló. -La sacó del bolsillo y se la entregó-. Llévala a la armería con toda mi gratitud. Si ésos se hubieran dado cuenta de que ya no podía disparar, a esta hora no estaría aquí contando el cuento.

Montalbano hizo ademán de dirigirse a la galería.

– Ya lo he mirado, dottore -dijo Fazio-. Son dos bidones de veinte litros de gasolina cada uno. Pretendían prender fuego a la casa.

Y ésa era la gran novedad.

Dottore, ¿cómo he de actuar? -preguntó Galluzzo.

– ¿En qué?

– En la cuestión del disparo que he efectuado. Si los de la armería me preguntan…

– ¡Les dices que tuviste que disparar contra un perro rabioso y que el arma se te encasquilló!

– Pero ¿usía qué intención tiene? -preguntó Fazio.

– Mandar arreglar la cristalera -contestó, más fresco que una lechuga.

– Si quiere, en una hora se la arreglo yo -se ofreció Galluzzo-. ¿Tiene herramientas?

– Ve a mirar en el cuartito.

Dottore -insistió Fazio-, debemos ponernos de acuerdo sobre la explicación.

– ¿Por qué?

– Puede que dentro de cinco minutos aparezcan por aquí los nuestros o los carabineros.

– ¿Por qué? -repitió el comisario.

– Ha habido un tiroteo, ¿no? ¡Se han efectuado cuatro disparos! Y alguien de los alrededores habrá avisado a la policía o a los…

– ¿Qué te apuestas?

– ¿A qué?

– A que nadie ha llamado a nadie. Quienes hayan oído los disparos, dada la hora, habrán pensado que era el tubo de escape de una motocicleta o algún juego de chavales. Los pocos que hayan comprendido que se trataba de disparos de pistola, siendo personas competentes y expertas, habrán seguido ocupándose tranquilamente de sus asuntos.

– Hay de todo -anunció Galluzzo, regresando con la caja de herramientas.

Y se puso a trabajar. Cuando ya llevaba un rato dando martillazos, el comisario le dijo a Fazio:

– Vamos a la cocina. ¿Te apetece un café?

– Sí, señor.

– ¿Y a ti, Gallù?

– No, señor dottore, si no de noche no duermo.

Fazio se mostraba taciturno y pensativo.

– ¿Estás preocupado?

– Sí, señor dottore. La barca, el automóvil, la vigilancia continua, eso no está arreglado. Me huele a mafia, si quiere que se lo diga. A lo mejor no se equivocaba usted cuando pensó en el juicio de Giacomo Licco.

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